UNA EXPERIENCIA DE VIDA: RASGOS ESPECÍFICOS DE LA CONFESIÓN EN MARÍA ZAMBRANO Y ROSA CHACEL

The Experience of a Life: Specific Features of the Confession in María Zambrano and Rosa Chacel

Mariano Saba* ORCID: https://orcid.org/0000-0002-3165-5304

Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas “Dr. Amado Alonso”, Universidad de Buenos Aires / CONICET

marianosaba@gmail.com

Recibido: 08/11/2023 - Aceptado: 17/12/2023

Resumen

Un interés particular por la confesión tuvo lugar, a mediados del siglo XX, dentro de la contienda entre los excesos racionalistas y la emergencia de otro tipo de saber más ligado a lo experiencial. En ese marco cabe destacar la atención que dedicaron al género tanto María Zambrano (con La confesión: género literario y método, ensayo de 1941), como Rosa Chacel (en La confesión, de 1971). La crítica ha señalado la relevancia del nexo entre estas autoras, indicando los contrastes en torno a sus abordajes. Sin embargo se impone aún considerar la hipótesis de que ambas –con sus respectivas estrategias− proyectan la confesión como vía privilegiada para una expresión posible de la experiencia, configurándola no sólo como núcleo significativo de la relación entre vida y verdad, sino también como reacción al carácter inefable de lo trágico en torno al tránsito biográfico por el exilio y a sus articulaciones ficcionales.

Palabras clave: confesión; María Zambrano; Rosa Chacel; experiencia; autobiografía

Abstract

A particular interest in confession took place during the middle of the 20th century, within the conflict between rationalist excesses and the emergence of another type of knowledge more linked to the experience. Is important to emphasize the attention given to the genre by both María Zambrano (in La confesión: género literario y método, essay of 1941), and Rosa Chacel (in La confesión, of 1971). Critics have pointed out the relevance of the link between these authors, indicating the contrasts around their approaches. However, it is still necessary to consider the hypothesis that both –each of them with a singular strategy− project the confession as a privileged way for a possible expression of the experience, configuring it not only as a significant core of the relationship between life and truth, but also as a reaction to the inexplicable nature of the tragedy surrounding the biographical transit through exile and its fictional manifestations.

Keywords: confession; María Zambrano; Rosa Chacel; experience; autobiography

Una experiencia de vida: rasgos específicos de la confesión en María Zambrano y Rosa Chacel

1. Experiencia y riqueza: un género entre el lenguaje y la vida

Puede decirse que en el declive del racionalismo cartesiano, cuyos límites habrían quedado expuestos con la emergencia de los conflictos europeos de inicios y mediados del siglo XX, cobra valor la dimensión de un saber más ligado a lo subjetivo y a lo experiencial. En tal contexto, formas expresivas de ese saber personal, relativo al conocimiento de sí, parecen identificarse en géneros poco hegemónicos. La confesión, con su larga tradición histórica desde San Agustín y Rousseau, convoca la atención de María Zambrano y de Rosa Chacel por la posibilidad de observar allí rasgos de un nuevo saber surgido de lo vital. Varios han sido los abordajes críticos del vínculo entre estas autoras, tendientes siempre a identificar tanto convergencias como divergencias al respecto. Sin embargo, el aporte que se pretende sumar aquí tiene relación con poner en valor la coincidencia de ambas en la apreciación del género como modo privilegiado de estrechar distancias entre verdad y vida. Revisar las estrategias personales que cada una ha esgrimido, puede todavía arrojar luz sobre la forma común que tanto Zambrano como Chacel hallaron para describir la especificidad de la confesión: es decir, su condición distintiva de hallar un lenguaje para el hiato entre la razón y la experiencia. Y esto cobra especial dimensión si se considera además la presencia del tema en dos autoras cuyas perspectivas fueron relativas al tránsito por el exilio,1 y a la articulación tanto autobiográfica como ficcional de ese tránsito. Se procederá entonces a analizar la relevancia de esta cuestión situándola primeramente dentro del debate macro-teórico ligado a la relación entre experiencia y confesión. Esto servirá de umbral para revisar luego, en los apartados restantes, tanto los cruces de ambas autoras en relación con la esencia característica del género, como al condicionamiento del exilio en la reelaboración autobiográfica y literaria que para ellas implicó particularmente la confesión.

Así, la pertinencia de estos objetivos exige definir, antes que nada, los sentidos que irradia la noción de experiencia dentro de este encuadre. Para ello deben tenerse en cuenta al menos dos interrogantes: qué implica que la confesión sea pensada como vía de saber experiencial; y qué rol puede haber jugado (para los argumentos de Zambrano y de Chacel sobre el tema) la vinculación entre experiencia y exilio. Al respecto conviene evocar primeramente a Giorgio Agamben, cuando señala en Infancia e historia que todo “planteamiento riguroso del problema de la experiencia debe entonces toparse fatalmente con el problema del lenguaje” (2007, p. 59). Muy cerca de los planteos de Zambrano (de quien fuera lector),2 Agamben sostiene que “es en el lenguaje donde el sujeto tiene su origen y su lugar propio, y que sólo en el lenguaje y a través del lenguaje es posible configurar la apercepción trascendental de un ‘yo pienso’” (Agamben, 2007, p. 61). Definición fundamental frente al cartesianismo más idealista, la postura de Agamben refuerza la idea de que ego es, en definitiva, quien dice “ego”: la constitución del sujeto en el lenguaje se produce por la expropiación de la experiencia “muda”, primigenia, de la in-fancia del hombre (p. 64). Lo que más nos interesa capitalizar de esto para el análisis de la confesión es la relación que Agamben señala entre lenguaje y verdad: “desde el momento en que hay una experiencia, en que hay una infancia del hombre, cuya expropiación es el sujeto del lenguaje, el lenguaje se plantea entonces como el lugar donde la experiencia debe volverse verdad” (p. 70). La in-fancia del hombre es lo inefable, pero “el lenguaje constituye la verdad como destino de la experiencia” (p. 71). ¿Es posible pensar en esta línea que la coexistencia entre in-fancia, verdad y lenguaje puede comprobarse, mejor que en muchos otros géneros, dentro de la confesión? Algo así parecen haber intuido tanto Zambrano como Chacel. De hecho, un modo de confirmar esta idea de experiencia como nexo entre lenguaje y verdad es acaso la propia concepción zambraniana de lo confesional en tanto género capaz de estrechar distancias entre razón y vida. Y en el secreto que Chacel identifica como núcleo de toda confesión, resuena la propia idea de Agamben cuando define la experiencia como “el mysterion que todo hombre instituye por el hecho de tener una infancia” (p. 71). Experimentar, en esta senda, sería “necesariamente volver a acceder a la infancia como patria trascendental de la historia” (Agamben, 2007, p. 74). Resulta legítimo por lo tanto considerar la confesión como un modo en que el lenguaje se torna experiencia intentando retornar al centro in-fante de la vida que pulsa por “decir”. En esa pulsión, por otra parte, el tránsito por la tragedia parece tensar los límites del lenguaje presionando aún más la necesidad de experimentar, entre otras formas, confesando. Ante lo inefable de la vida (y del exilio en especial) tanto Zambrano como Chacel parecen lograr articular la confesión como idea poiética o creadora de experiencia. A través del género, la experiencia no busca ser dicha, sino más bien concretada: y de ahí la existencia privilegiada de un nuevo saber experiencial que emerge de la confesión. Un saber fundante de la subjetividad, proveedor de cierto conocimiento de sí y antagónico del mutismo lógico al que expone la tragedia. En resumidas cuentas, la experiencia se produce en la tensión entre el lenguaje y la vida, ocasionando un nuevo tipo de conocimiento ligado ahora a la propia subjetividad. Se trata de rastrear así el contraste de ese saber experiencial en ambas autoras, entendiéndolo definitivamente como rasgo específico del género confesional.

Porque la confesión, lejos de obedecer a la mera definición foucaultiana de auto-vigilancia, parece resultar más proveedora de complejidades disruptivas. En su ya célebre análisis sobre las Tecnologías del yo, Michel Foucault logra situar una matriz pre-cristiana en cuanto al origen del rasgo de control que reviste toda confesión. La cultura clásica del “cuidado de sí” obligaría con el tiempo a un constante ejercicio durante el cual registrar notas sobre el propio sí mismo:

El cuidado de sí se vio relacionado con una constante actividad literaria. El sí mismo es algo de lo cual hay que escribir, tema u objeto (sujeto) de la actividad literaria. Esto no es una convención moderna procedente de la Reforma o del romanticismo: es una de las tradiciones occidentales más antiguas. (Foucault, 1990, p. 62)

Foucault observa entonces las raíces pre-agustinianas del género de la confesión, y señala que en ese contexto la preocupación de sí comienza a implicar una nueva experiencia del yo, desarrollando a partir de la introspección un vínculo sostenido entre escritura y vigilancia. Prefiguración de la confesión cristiana, el examen de conciencia empieza con este acto de escribir registros o cartas sobre el sí mismo que debe contemplarse, cuidarse, conocerse. Con el tiempo, el modelo médico termina por legitimar la propia observancia, garantizando la salud del sí mismo a partir de la revisión del propio interior, del recorrido íntimo y de sus desvíos, tentaciones, deseos.

Ahora bien, aunque parece claro el acierto de esta genealogía, la deriva posterior del género exige reparos que el análisis foucaultiano pasa por alto. Porque ese vínculo originario entre confesión, auto-observación y escritura se liga con el control primigenio del cuidado de sí, pero no condice con los avatares más modernos del género. Al respecto, José Evaristo Valls Boix (2020) ha señalado un cierto pasaje del carácter policíaco al modo político de la confesión; es decir, de la dimensión epistemológica de lo confesional (como auto-vigilancia del sujeto) a su modalidad práctica como espacio de lenguaje performativo, experiencial.3 En su opinión, una línea opuesta al discurso foucaultiano define la confesión ya no como práctica epistemológica, fundada en el conocimiento de uno mismo, sino como espacio ajeno a la información. Los autores agustinianos (de Kierkegaard a Lyotard, Derrida o Zambrano) conciben la confesión como espacio de indecibilidad, como experiencia de desposesión que desata la escritura y la hace proliferar:

Estos autores agustinianos encuentran, de esta forma, una política de la confesión que excede la anatomopolítica y el consumo de mitos personales, y que va más allá, por ende del paradigma de la escritura como representación y las dicotomías vida/obra que suponía. Es en su valoración de una intimidad que se inscribe como indecodificable, enigmática o secreta, como estos autores piensan una política de sí en que el yo no se sujeta simplemente a una norma ni el autor está simplemente muerto. De esta forma, el tránsito de la policía a la política es al mismo tiempo el tránsito del conocimiento a la experiencia. (Valls Boix, 2020, p. 293)

Sin embargo, sin rechazar la concepción foucaultiana ni tampoco desmerecer las hipótesis de Valls Boix, conviene aseverar un tercer camino para concebir la confesión en tanto género que imbrica, de forma indisociable, dosis equiparables de una experiencia y de un conocimiento del sí mismo, que sólo se producen por medio de la escritura en torno a lo indecible del yo. Por eso, en vez de enfatizar la dicotomía entre conocimiento y experiencia, debe arriesgarse un abordaje de lo confesional como matriz justamente de un conocimiento experiencial, es decir, de una auto-observación del yo y de su núcleo secreto de conflictividad. La confesión resultaría entonces una urgente búsqueda escrituraria de identificación, que lejos de constatar la vida como algo narrable, vendría a producir la transformación del sí mismo aportando al sujeto cierto conocimiento experiencial. El que confiesa, en este sentido, sí conoce, pero lo hace en términos distintos del conocimiento racional: se trata de un saber ligado a lo vital. Su confesión en definitiva lo transforma, y ese gesto performativo le otorga otro tipo de conocimiento de sí, esta vez experiencial, ligado a su propia vida. A partir de estas nociones, y contemplando los condicionamientos del exilio, vale considerar entonces la tensión entre biografía y confesión para ponderarla como clave de la especificidad del género en las articulaciones teóricas y literarias de Zambrano y Chacel.

2. Biografía, exilio y saber de sí: lo propio confesional

Desde un enfoque husserliano, cabe entonces una pregunta tocante a la teoría de los géneros literarios: ¿cuál es la “invariante” que constituye la esencia de la confesión? Resolver esto implicará definir −fenomenológicamente− la característica fundamental de lo confesional, revelando lo que sin duda lo hace ser sin tornarse en otro género. Y en esta dirección, es inevitable pensar en las coincidencias que tanto Zambrano como Chacel han proyectado al definir la confesión como usina de un saber ligado a la vida.4 En La confesión: género literario y método, Zambrano indica que −con el advenimiento de Descartes− la llamada “Reforma del Entendimiento” socava la unidad entre verdad y vida. Este hiato vendría a originar una tragedia de consecuencias insospechadas:

El drama de la Cultura Moderna ha sido la falta inicial de contacto entre la verdad de la razón y la vida. Porque toda vida es ante todo dispersión y confusión, y ante la verdad pura se siente humillada. (Zambrano, 2011, p. 40)

El idealismo alemán habría profundizado la separación entre razón y vida, sin que ninguna recibiera incidencia sobre la otra. Ahora bien, el canal de salvación para que vida y verdad lograran entenderse dependería de un género lateral, olvidado. Tal como define la propia Zambrano:

El extraño género literario llamado Confesión se ha esforzado por mostrar el camino en que la vida se acerca a la verdad “saliendo de sí sin ser notada”. El género literario que en nuestros tiempos se ha atrevido a llenar el hueco, el abismo ya terrible abierto por la enemistad entre la razón y la vida. (p. 44)

Ahora bien, en los propios términos de esta autora, la confesión recoge claras resonancias de lo autobiográfico, oponiéndose abiertamente al discurso des-personalizado de la filosofía sistémica:

La Confesión es el lenguaje de alguien que no ha borrado su condición de sujeto (…). No son sus sentimientos, ni sus anhelos siquiera, ni aun sus esperanzas; son sencillamente sus conatos de ser. Es un acto en el que el sujeto se revela a sí mismo, por horror de su ser a medias y en confusión. (p. 47)

De este modo, la confesión actúa sobre la realidad del tiempo: quiere transmitir algo que se reproducirá en sus lectores, forjando el encuentro entre vida y verdad. El que se confiesa busca que su propia vida se le revele, y por tanto huye de sí persiguiendo algo que lo sostenga y le aclare su sí mismo. Zambrano parece localizar entonces al género en la frontera misma de lo autobiográfico, cuando aquella clave de la propia vida deja de ser pura narración para volverse acción. La confesión ya no es narración de sí, sino experiencia de sí: un conocimiento que deja de ser constatación para volverse revelación. Y como revelación, sin embargo, no es aparición de una verdad nueva: muy por el contrario, “es algo que no operaba y que ahora se ha vuelto operante” (p. 71).

Este resultado de visibilización que consigue lo confesional, concuerda plenamente con la definición de Rosa Chacel al respecto: “La confesión no consiste en revivir ni en rehacer; consiste en manifestar lo que nunca se deshizo en el pasado, lo que nunca dejó de vivir por ser consustancial con la vida del que confiesa” (Chacel, 2020, p. 21). Como puede notarse, esta persistencia de lo pretérito es la in-fancia motora que la confesión permite emerger (algo cercano a la inefabilidad que Agamben define como núcleo experiencial). También en Chacel, entonces, la caracterización del género se identifica con el componente vital, y con la posibilidad de hacer evidente una clave biográfica que pulsa invisible desde la confusión previa a lo confesional. Chacel reconoce el carácter de producto cristiano que tiene la confesión, y subraya la variedad de posiciones que el género puede dar según el posicionamiento del que confiesa frente a la propia culpa (de San Agustín a Kierkegaard). Sin embargo, y a pesar de la diversidad, subraya la constante confesional de tender siempre al ansia de conocimiento. La confesión es, en su opinión, un tipo de conocimiento de sí, menos aseverativo que disruptivo, pero conocimiento al fin. Conocimiento de un secreto íntimo cuyo asedio rodea la potencial revelación del sí mismo:

Ya he dicho, con suficiente insistencia, que lo importante en la confesión no son los hechos relatados, y sin embargo en las grandes confesiones vemos que el secreto conflictivo informa la vida total de cada uno de los hombres cuya confesión escuchamos. Esta relación de conflicto interior y vida real consiste, fundamentalmente, en algo que podríamos llamar orientación cualitativa; tendencia que da tanto a los hechos como a los no hechos, su color, olor y sabor. (Chacel, 2020, p. 165)

Nuevamente aquí, en el análisis chaceliano, aparece la confesión como género fronterizo con lo autobiográfico: no depende de la sucesión de acontecimientos para su constitución, pero sí demanda del sujeto la búsqueda de un núcleo vital opaco, secreto, conflictivo, cuya presencia ha exigido siempre hacerse presente por medio del discurso confesional. En este sentido, Chacel considera que en “la confrontación del mundo novelístico de nuestros escritores con el secreto móvil o consistencia de sus vidas, está el camino para llegar a la fantasmagórica y esquiva confesión” (p. 166). La literatura, de este modo, se proyecta como filón riquísimo desde donde contrastar el secreto vital, y extraer así la peculiaridad confesional de cada sujeto.

Cabe subrayar que en la descripción del género existen diferencias epistemológicas entre Zambrano y Chacel: mientras la primera se refiere a la confesión en estado puro, la segunda piensa el género como relato estético asociado con su propia poética. Y a pesar de esta divergencia, por lo expuesto anteriormente, es indudable la coincidencia de ambas autoras en torno a la confesión como forma expresiva capaz de acortar distancias entre razón y vida, favoreciendo la emergencia de un saber experiencial emanado propiamente de lo biográfico.5 La confesión, para estas autoras, conlleva como rasgo indeclinable de sí misma aquello que Agamben atribuiría a la experiencia: un acortamiento de la distancia entre vida y verdad. Dice Zambrano al respecto:

La confesión surge de ciertas situaciones. Porque hay situaciones en que la vida ha llegado al extremo de confusión y dispersión. (…) Precisamente cuando el hombre ha sido demasiado humillado, cuando se ha cerrado en el rencor, cuando sólo siente sobre sí ‘el peso de la existencia’, necesita entonces que su propia vida se le revele. Y para lograrlo, ejecuta el doble movimiento propio de la confesión: el de la huida de sí, y el de buscar algo que le sostenga y aclare. (Zambrano, 2011, p. 49)

Y también Rosa Chacel, por su parte, deja claro en La confesión, el carácter epistemológico del género:

…El que se confiesa en esta forma literaria, que es un modo de novelarse, da su confesión o novela como ejemplo, como “modo de conocimiento”; por lo tanto, si no vamos a decir que sigue “el seguro camino de la ciencia”, trata al menos de ir por la vereda, lo que significa ser o más bien tener que ser discutido, refutado y hasta desenmascarado, cosa que, si realmente trató de quedar como sincero, equivaldría a ser aniquilado. (Chacel, 2020, p. 31)

Estos postulados confirman entonces a la confesión como vía de una exploración del sí mismo inmerso en su crisis, como una vía de conocimiento contrapuesto al saber hegemónico, objetivista. Son ejemplos que respaldan la ya mencionada propuesta de una tercera forma de abordaje para la confesión: como observancia capaz de producir un nuevo tipo de saber no racional, sino experiencial. Al respecto, ambas autoras exponen su interés por el género en relación con cierto impulso autobiográfico capaz de reflexionar sobre la propia identidad. La revisión del pasado desde el presente –ya sea en sus ensayos sobre la confesión, como en la articulación confesional de sus ficciones− no sólo intenta volcar el propio conflicto interior sino también tornarlo experiencia, volverlo confesión tanto personal como colectiva. Y por eso, siguiendo a Philippe Lejeune (1994), si lo autobiográfico es un género contractual, podría decirse que las cercanías de la confesión con ese pacto le asignan cláusulas precisas para su concreción. En el matiz autobiográfico de la confesión residen ciertos acuerdos intrínsecos al pacto con el lector, es decir, modos particulares de exigir su lectura. Y entre esos modos está el de entender que la confesión irradia un nuevo tipo de saber, ligado a la experiencia propia. Leer las ideas de Zambrano y de Chacel acerca del género, o percibir las características confesionales de sus ficciones, implica entenderlas en estrecha cercanía con la coyuntura del exilio. La confesión, a partir del registro de la propia vida, surge así como cifra de un nuevo saber personal ligado al registro de sí en esa coordenada trágica específica.6 Y en esta línea, pensar la confesión, o entramar lo confesional dentro de la narrativa o del teatro, les ha permitido a estas autoras proyectarse a la propia circunstancia del lector, al contexto donde el lector verifica ese potencial abordaje del sí mismo ahora dirigido a su misma interioridad, a su personal condición de exilio existencial.7

Chacel parte con su hijo de España a París en 1937. Desde el año siguiente, y por dos décadas, va su deriva llevándola por distintos lugares y a varios de ellos Zambrano le escribe. Este epistolario, regido por un tono de amistosa confidencia, de melancólica distancia, parece signado desde su inicio por lo que reza la carta que le envía desde Puerto Rico en 1941:

…porque todo es terriblemente lejano, ya que nos hemos dispersado sin una fe común, sin una fe. Sin embargo he creído que esto era lo mejor, siendo españoles como somos, dispersarnos sin quedar unidos por ninguna creencia expresada, tener cada uno de nosotros el valor de vivir entregándonos a nuestra propia desolación y buscando en ella; sólo así podremos estar cerca, sólo así podremos encontrarnos. (AAVV, 1992, p. 39)

Esta búsqueda en la propia desolación, intuida por Zambrano como programa común de la intelectualidad exiliada, es semejante al carácter indagatorio de lo confesional, vuelto hacia la interioridad del propio yo para ahondar en esa autobiografía descentrada que el desarraigo ha producido. Es en estas cartas que Zambrano parece dar justa cuenta del nexo memorístico entre la confesión y lo biográfico:

…has vivido en Grecia, has estado en Europa hasta hace poco. Yo me he sentido tan absolutamente sola y a veces con tal sed de venganza por España, no por lo de la guerra solamente, sino desde mucho antes; y ahora en América más; la venganza me lleva a escribir unas cosas; otras, la necesidad de hacerme mi casa, de rememorar mi hogar, de encontrarlo, ya que lo he perdido. En España tampoco lo tenía ni en ninguna parte del mundo, pero siempre había como un resplandor de ese mundo perdido; aquí, como no hay nada, lo tengo que buscar; escribo, pues, de memoria. (p. 41-42)

En la búsqueda de la propia identidad fracturada por la circunstancia biográfica del exilio, lo confesional aparece en múltiples formas: no sólo puebla la ensayística y la ficción de estas dos autoras. El propio epistolario resulta confesión y, por lo tanto, en la interlocución, búsqueda del sí mismo. Tal como escribe Zambrano desde Roma en 1953 (cuando el exilio ya significa otra cosa, aunque todavía sea riesgoso el retorno):

Quisiera escribir eso mismo, la Ética según la Razón Vital, pero no sirvo. ¿Cómo no has descubierto todavía que soy muy poco inteligente y que no tengo talento ninguno? Sólo un soplo de amor a Dios y a algunos prójimos. Ya ves cómo me confieso ante ti. Es el riesgo que corres al escribirme. (p. 46)

Es significativo que en esa misma carta Zambrano mencione su libro por entonces inédito Delirio y destino, autobiografía de los años previos a la Segunda República, texto notable en el cruce entre confesión y literatura. Publicado más de tres décadas después, y escrito mayormente en tercera persona, rescata claramente el sentido de lo confesional como búsqueda escrituraria (experiencial) de una identidad capaz de cobrar verdadera dimensión con la distancia temporal:

Y sólo se encontraba ahora con haber entendido eso, eso que le había pasado, y aún no sabía ponerlo bien en relación, “sistematizarlo”: que la inteligencia destruye, al querer ver por dentro, por dentro de sí misma. ¿Sería eso el Motor Inmóvil? La total visión interna de la realidad, el ser que se es al pensarse o pensándose, y, desde él, nada tendría sombra. Y si me colocara en su luz, sin tener pretensiones propias, si me “redujese” como individuo, fiel a mi vivencia, entonces haría de ella quizá una “experiencia”, una verdadera experiencia de esas de donde proviene el conocimiento… (Zambrano, 2021, p. 68)

Es en esta misma línea que Chacel podrá hablar de los confesos como “púgiles de la voluntad” (2020, p. 52): como sujetos que confiesan su misterio con “el fin de oírlo relatado para comprenderlo” (p. 61). Tal como se entiende por lo desarrollado hasta acá, ambas autoras coinciden en la percepción común de lo confesional como modo de indagación en el espacio de una interioridad que “pensándose” transforma la vivencia en experiencia.8 Un pensarse que ya no obedece a la inteligencia racional, sino que consiste en un tipo nuevo de saber no hegemónico, anti-erudito. Y como exponentes fundamentales de la teoría en torno al género, ambas autoras resultan significativas en cuanto al vínculo entre exilio y confesión. En ellas la literatura se plantea como superficie donde emergen claramente los indicios de lo confesional y, por ende, de un conocimiento experiencial, irracionalista.9

Unidas entonces en esta idea de la confesión como vehículo de un nuevo saber de sí, es posible rastrear en algunos hitos de ambas escritoras diversas respuestas de la ficción en cuanto al complejo vínculo que estableció el género con la circunstancia trágica del exilio. Su ejemplaridad servirá para consolidar la afinidad teórica que exhiben los intentos de Zambrano y de Chacel por dar cuenta de lo confesional como vía novedosa para un nuevo conocimiento de sí.

3. Exilio, ficción y rasgos confesionales: algunos ejemplos

Los exilios decantan en experiencias diversas, y los de estas autoras confirman esa variedad. Todo exilio implica una escena de egreso, pero también una situación de ingreso. Se ingresa al exilio de un modo determinado y esta condición tiende a convertirse en evento fundacional de una escritura otra. Cómo se ingresa al exilio determina, en este sentido, cierta relación entre literatura y vida que empieza a manifestarse desde ese punto. Y así, resulta interesante considerar que una forma frecuente que ha definido ese nexo entre vida y obra ha sido la confesión. Los ejemplos de Zambrano y de Chacel, unidos en la recurrencia de ese rasgo confesional, pueden diferenciarse sin embargo por el modo de ingreso al exilio, y por cómo esa experiencia queda expuesta a través de la ficción y de las claves que la ficción postula para la relación entre vida y literatura. Al respecto hay dos escenas muy diversas que condicionan la manera en que el exilio irrumpe en la biografía de ambas autoras. En su breve artículo “El saber de la experiencia. (Notas inconexas)”, Zambrano recuerda su salida de España durante el frío enero de 1939. Acompañada por su madre, su hermana Araceli y dos primos, cruza los Pirineos junto con centenares de republicanos lanzados a buscar asilo en Francia. La escena que describe Zambrano es elocuente:

Al salir de España, en 1939, prevaleció en mí la imagen y la realidad, la realidad que después se hizo imagen, pero una imagen real. Tuvimos que pasar la frontera de Francia uno a uno, para enseñar los más la ausencia de pasaporte, que yo sí tenía, por haberlo sacado con mucha anterioridad, cuando tuve que ir a Chile. Y el hombre que me precedía llevaba a la espalda un cordero, un cordero del que me llegaba su aliento y que por un instante, de esos indelebles, de esos que valen para siempre, por toda una eternidad, me miró. Y yo le miré. Nos miramos el cordero y yo. Y el hombre siguió y se perdió por aquella muchedumbre, por aquella inmensidad que nos esperaba del lado de la libertad. (Zambrano, 2009b, p. 70-71)

Zambrano recupera el evento biográfico de su ingreso al exilio con la connotación clara de lo sacrificial: el cordero, referencia por antonomasia del sacrificio, la observa no sólo durante su salida de España sino durante su permanencia en ese afuera:

¿Qué hacer ahora? Yo no volví a ver aquel cordero, pero ese cordero me ha seguido mirando. Y yo me decía y hasta creo que llegué a decírselo a media voz a algún amigo o a algún enemigo, o a nadie, o al Señor o a los olivos, que yo no volvería a España sino detrás de aquel cordero. (p. 71)

Lo interesante de esta escena inaugural no es sólo su alusión a la idea de una historia sacrificial, aquella que tanto ocuparía a Zambrano en libros como Persona y democracia, con su invitación al despertar, a la ruptura del ciclo recursivo de la violencia. Lo más significativo es, sin duda, la identidad que confiesa Zambrano entre el cordero y ella misma: en su retorno, la autora entiende que esa España previa no la espera ya al pie del avión. El hombre del cordero no estaba ahí. “Entonces vi que el cordero era yo”, afirma Zambrano: “El hombre no aparecía sosteniéndome en su espalda porque yo me había asimilado al cordero” (p. 72). Esa asimilación, ese ingreso sacrificial al exilio, se traduce finalmente en saber experiencial, un saber que sólo puede exteriorizarse por medio de la confesión. Tal es así, que en otro artículo titulado “Amo mi exilio”, la propia Zambrano explica el vínculo directo entre el saber acumulado durante el destierro y la vía confesional:

Hay ciertos viajes de los que sólo a la vuelta se comienza a saber. Para mí, desde esa mirada del regreso, el exilio que me ha tocado vivir es esencial. Yo no concibo mi vida sin el exilio que he vivido. El exilio ha sido como mi patria, o como una dimensión de mi patria, desconocida, pero que una vez que se conoce, es irrenunciable. Confieso, porque hablar de ciertos temas no tiene sentido si no se dice la verdad, confieso que me ha costado mucho trabajo renunciar a mis cuarenta años de exilio… (Zambrano, 2009a, p. 66)

La escena con que Chacel inicia su exilio exhibe un carácter muy diferente. En su posterior noticia prologal a Estación. Ida y vuelta, de 1930, se dice que el volumen es un libro de “destierro”, pero en cierto sentido que se apura a aclarar:

…no quiere decir exilio, sino distancia, alejamiento voluntario. El alejamiento voluntario no implica desarraigo, sino tensión: consiste en una prueba de elasticidad; consiste en tirar del muelle hasta ver dónde llega sin relajarse, sin perder la aptitud para retraerse y volver a su punto de partida. La juventud española de aquel tiempo empezaba a ejercitarse con empeño en esta prueba. (Chacel, 1980a, p. 5)

Es elocuente la idea de un destierro voluntario que, años antes de la guerra, ya había comenzado a experimentar Chacel durante su estadía en Roma y que luego se reiteraría condicionado por la tragedia. Como se anticipó, ese ingreso al exilio difiere del de Zambrano, sobre todo por su signo de voluntad personal, de parcial decisión. Al respecto cabe recordar con Elena Trapanese que Chacel “nunca se considera exiliada, siempre niega serlo” (Trapanese, 2015, p. 97). La importancia que otorga a la voluntad en diversos aspectos de su biografía alcanza también al exilio, del cual llega a decir: “mi exilio fue un premio. (…) En otros sitios no habría hecho una vida tan libre, tan cómoda. (…) Del exilio no he sufrido nada, nada de contrariable, nada de nada (…) porque yo no me fui nunca, el exilio no existió para mí” (en Trapanese, 2015, p. 97).

Ahora bien, a pesar de las diferencias, ambas autoras configuran la idea del exilio como lugar propicio para cierta expresión liberada, íntima, vital. Y es entonces en este punto que exilio y escritura autobiográfica parecen ligarse tan estrechamente a la confesión como género. Lo confesional no resulta claramente autobiográfico, pero –como la novela− admite gradaciones múltiples en cuanto a su vínculo con la identidad autoral: “el ‘parecido’ supuesto por el lector puede ir desde un ‘vago aire de familia’ entre el personaje y el autor hasta la casi-transparencia…” (Lejeune, 1994, p. 63). Y algo de esto impacta y debe contemplarse en la proliferación de confesiones emergentes tanto en la tragedia de Zambrano como en la narrativa de Chacel. En ambas autoras la confesión como género referente, o la recurrencia del matiz confesional, parece irradiarse en la ficción, prodigando ejemplos múltiples en torno a la experiencia vital y al tema del exilio en particular. La Antígona zambraniana, por caso, es una reescritura del mito que se detiene en el umbral de la muerte. Durante la obra, varias veces ocurre que el uso extendido del soliloquio permite al personaje volcar ciertas reflexiones sobre su ser por medio de la vía de lo confesional. En un segmento titulado “Sueño de hermana”, Antígona dialoga con la ausente Ismene y recuerda que a pesar de no haber ido a honrar el cuerpo del hermano común, desearon morir juntas. Y si bien solamente Antígona es la que puede decir “yo pasé la raya y la traspasé, la volví a pasar y a repasar” (2015, p. 183), el vínculo de ambas hermanas ante la tragedia está dado por el secreto común, genealógico:

Porque un secreto de verdad es un secreto para todo el mundo, y más todavía para aquellos a quienes liga. No, nosotras no sabíamos y sabíamos, sentíamos nuestro secreto, el de nosotras solas, solitas. Un secreto nuestro de hermanas solas… (p. 183)

Haciendo uso de las gradaciones que mencionaba Lejeune, es inevitable pensar la cercanía de esta ficción con el lazo estrecho que unió a Zambrano con su hermana Araceli, vinculadas ambas con el padecimiento político y vital de la tragedia histórica. Araceli, que ya había sido víctima del nazismo, escapa con su hermana y ambas son, en cierto sentido, la confirmación de esa violenta historia sacrificial que dentro de la obra obliga a Antígona a ocupar el lugar del cordero. Y parece ser la existencia de ese secreto ineludible, de esa identidad condicionada por el sacrificio, la que confiesa la protagonista de La tumba de Antígona, una y otra vez:

Toda, toda la historia está hecha con sangre, toda historia es de sangre, y las lágrimas no se ven. El llanto es como el agua, lava y no deja rastro. El tiempo, ¿qué importa? ¿No estoy yo aquí sin tiempo ya, y casi sin sangre, en virtud de una historia, enredada en una historia? Puede pasarse el tiempo, y la sangre no correr ya, pero si sangre hubo y corrió, sigue la historia deteniendo el tiempo, enredándolo, condenándolo. Condenándolo. Por eso no me muero, no me puedo morir hasta que no se me dé la razón de esta sangre y se vaya la historia, dejando vivir a la vida. Sólo viviendo se puede morir. (p. 186)

El discurso de la Antígona zambraniana vuelve una y otra vez sobre el secreto de la historia para indagar en él su origen condenatorio y ubicar, dentro del engranaje, el límite del propio sacrificio. Eso lleva su registro al género confesional, al punto de entenderlo ejemplarmente no como síntoma de auto-vigilancia (tal como lo pensaba Foucault) sino más bien como procedimiento experiencial (cfr. Valls Boix, 2020): Antígona se confiesa en la intimidad de su condena −de su exilio− para poder entender, es decir, para saber y saberse. Y este rasgo promotor de un saber otro parece confirmarse nuevamente como la invariante del género. Antígona llega a proponerse como símbolo mismo del destierro: “como yo, en exilio todos sin darse cuenta, fundando una ciudad y otra” (p. 227), afirma, y define al respecto: “La patria, la casa propia es ante todo el lugar donde se puede olvidar” (p. 228).

Como se ha señalado, difiere en Chacel un componente voluntario que pretende sublimar el exilio como contingencia individual y elegida. Y esto puede explicar, de alguna forma, la diferencia en los rasgos confesionales de su ficción, al punto de poder objetivar las posibilidades de la propia memoria. Ya en la mencionada Estación. Ida y vuelta, el narrador opina que “confrontando la reflexión de nuestros actos los inmovilizamos, los atravesamos con esa mirada fría que devuelve el espejo” (Chacel, 1980a, p. 84). La memoria, entonces, parece asemejarse al acto de disección: un abordaje cuyas hipótesis dependen de la mirada objetiva y de las hipótesis que esa mirada pueda generar. Escrita hacia 1936, Teresa multiplica esa situación desde el inicio, cuando su protagonista rememora, desde París y a partir del encuentro con Espronceda, su primera salida de España:

Fue, sin duda, aquella mirada audaz que la arrojaba de la dulce convivencia anterior lo que revivió en ella el sentimiento del exilio. Se vio expulsada por una sentencia inexorable, se vio huida entre su padre y su hermana, confinados los tres en Portugal por albures políticos. (Chacel, 1980b, p. 38)

A partir de un mecanismo metarreflexivo, la experiencia del exilio provoca a su vez la íntima objetivación de otro exilio. También la narradora de Memorias de Leticia Valle (de 1945) introduce su relato desde un encuadre similar: “Por muchos años que pasen, no se me borrará este recuerdo, y puedo hundirme en él tan intensamente como cuando era realidad (…). Ahora lo estudio, lo repaso; antes lo miraba, me pasaba horas contemplándolo” (Chacel, 1985, p. 8).

Ahora bien, en 1960 Chacel escribe La sinrazón, extensa novela que transcurre en Buenos Aires y donde el tema del exilio resulta fundamental. Lo curioso es la persistencia aún de ese procedimiento que confiesa, una vez más, pero desde la distancia hiper-racional. Toda la novela se reconoce a sí misma como una acumulación de confesiones. En ella, tal como ha explicado acertadamente Laura Cordero Gamboa (2022), Chacel no sólo sigue de cerca la definición agustiniana que considera a la confesión como “actividad que se dirige contra el yo racional que excluye de sí el alma” (p. 78), sino que además recupera varias ideas zambranianas al respecto. Entre otras, importa en especial la mencionada de una “huida de sí” en busca de algo que dé sostén al sujeto, cuestión que claramente legitima la definición del narrador: “No las llamo memorias porque memorias es una palabra que siempre tiene algo de grato o de halagüeño; unas memorias se escriben para recordar algo y yo esto no lo he empezado para recordar sino para comprender algo” (Chacel, 1981, p. 133). Nuevamente puede verse aquí la invariante de la confesión como vía de conocimiento: el género acude a los hechos pasados para comprender el terreno de la propia vida. Lo interesante de La sinrazón es que el narrador −cuya primera duda viene de la sospecha metafísica de poder provocar la muerte de otros a voluntad− no llega a entender nada: “Ya en los primeros cuadernos dije que emprendía esta tarea para llegar algún día a comprender mi vida. Cada vez comprendo menos” (p. 656). Este grado de distancia con la propia vida es diferente a la que expresa la ficción zambraniana. Y no sólo parece continuar un contraste en torno a la memoria y al modo de ingreso al exilio, sino también en relación con la efectividad epistemológica de lo confesional.10

4. Confesar lo que se vive: algunas conclusiones

Tal como se desprende entonces del último apartado, es factible concluir que tanto Zambrano como Chacel compartieron la idea de la confesión como forma de acceso a un nuevo tipo de conocimiento experiencial, definición que parece haber dotado de especificidad al género. Y sin embargo, a pesar de esta coincidencia, fue evidente la distinción de sus posturas con respecto a la efectividad epistemológica de lo confesional. Esto parece confirmarse a partir del cotejo entre las varias estrategias ficcionales con que ambas autoras recogieron la confesión (estrategias moduladas frecuentemente por las diferentes coordenadas de sus respectivos exilios). La proyección zambraniana de una Antígona que reconoce su saber de sí a través del fluir confesional contrasta de manera notable con los narradores de Chacel y su recurrente desconcierto ante la indagación obsesiva del pasado y de la propia vida. Pero es importante detenerse en la fase previa de este disenso, para saldar lo que se postulaba inicialmente: ¿qué hace de la confesión un género posible? Tanto en Zambrano, como en Chacel, ese rasgo esencial del género, potenciado por las coordenadas del exilio, parece radicar en la emergencia de un saber experiencial que estrecha distancias entre vida y verdad.

Confesar, entonces, no se define por la narración de la propia vida, sino más bien por la posibilidad de producir un acercamiento entre vida y verdad. Por lo cual, la confesión trasciende lo autobiográfico y lo sitúa en cierta frecuencia de transformación: la confesión merodea la propia vida para producir un conocimiento de sí mismo. Esto ya no es algo que meramente se narre: se trata más bien de algo que se experimenta. Ante el saber hegemónico en la recomposición de la historia “sacrificial” (nacional y subjetiva), la confesión colisiona con el saber erudito “despersonalizado”.11 Y en este sentido, del abordaje de la confesión que realizan tanto Zambrano como Chacel, puede extraerse la clave específica del género como aquella capaz de habilitar la emergencia de un saber experiencial. Es decir, ¿qué sería lo infaltable en una confesión? La experiencia reveladora de sí mismo en su coincidencia con la escritura. O sea, allí no podría faltar –en definitiva− la deseable aproximación entre razón y vida que Zambrano señaló oportunamente, o el secreto in-fante que supo indicar Chacel como motor irreemplazable del discurso confesional.

Referencias bibliográficas

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*Mariano Saba es Doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA) e Investigador Adjunto de CONICET. Se desempeña como Jefe de Trabajos Prácticos de Literatura Española II (UBA). Integró diversos grupos de investigación UBACYT y PIP sobre temas de hispanismo y de teatro argentino. Ha sido editor del libro El erudito frente al canon II. Por una filología de la historia literaria (IFLH, UBA, 2014). Su volumen El erudito y la Esfinge. En torno al vínculo entre Unamuno y Menéndez y Pelayo ganó en 2021 el Concurso Libros del Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas “Dr. Amado Alonso” y será publicado próximamente por EUDEBA. Es co-director del Proyecto FILOCyT, “La formación en dramaturgia: construcción de un campo de saberes específico en la historia del teatro argentino” (IHAAL), e investigador del Proyecto PICT “Laboratorio, metodología y archivo en las mediaciones entre teoría y práctica: hacia una sistematización de las investigaciones en teatro argentino contemporáneo” (Instituto de Investigación en Teatro, Universidad Nacional de Artes).


  1. Es factible pensar este trabajo dentro de la propuesta que hizo oportunamente Michael Ugarte (1999) sobre la necesidad de pensar una teoría del lenguaje del exilio. En su libro, Ugarte supone que la experiencia del exilio “está codificada y es vehiculizada en algunas reproducciones textuales de dicha experiencia” (1999, p. 8). La confesión, de esta forma, puede pensarse como un género sobre el cual, tanto Zambrano como Chacel (con sus muy distintos itinerarios de exilio), vuelcan su interés por pensar los alcances del saber que produce la experiencia trágica a través del tamiz de lo personal. “La consecuencia directa del testimonio confuso y del exilio es la instrospección”, señala Ugarte (1999, p. 25), y este postulado habilita entonces a pensar el nexo entre experiencia autobiográfica y confesión, casi como si se tratara de una constante que atraviesa exilios tan disímiles en años y lugares como los de las autoras que aquí se contemplan.↩︎

  2. Karolina Enquist Källgren (2022) también alude a este vínculo en su análisis sobre exilio y horror en la obra de Zambrano. En su trabajo señala la amistad de Zambrano con Elsa Morante (quien sería directora de tesis del propio Agamben), más allá de su general incidencia en los ámbitos filosóficos romanos de las décadas del 50 y del 60. Källgren produce además otro aporte al señalar que en Zambrano la figura del exilio puede entenderse como intento de “discutir experiencias capaces de comunicar algo generalizable o universal a través de experiencias individuales” (p. 114). Sostiene así que la razón poética es un “método de escritura que permite, mediante funciones literarias como metáforas, símbolos o analogías, la meditación sobre o el desarrollo de problemas y soluciones de perfil filosófico” (p. 116). Resulta legítimo entonces considerar la confesión en el marco de esa razón poética capaz de recoger lo autobiográfico (y el exilio entre otros tránsitos) para comprender la relación entre lo individual y lo universal.↩︎

  3. Valls Boix (2020) define la veta epistemológica de la confesión en estrecho vínculo con la idea foucaultiana de “una tecnología del yo heredada del cristianismo en que tiene lugar un proceso autoinducido de subjetivación y autocontrol: el sujeto construye narrativamente la verdad sobre sí y, amparado en el ya antiguo ‘conócete a ti mismo’, se autovigila…” (287).↩︎

  4. Una hipótesis distinta es la de Laura Mariateresa Durante (2008), quien afirma: “El elemento discriminador esencial para distinguir una confesión de una biografía o de una memoria autobiográfica, a nuestro entender, es la explícita y abierta declaración de culpa. Se trata de un reconocimiento y de una manifestación pública de una culpa” (p. 864). Frente a esta afirmación cabe plantear cierto reparo debido a la ausencia de ese rasgo en el ejercicio confesional (ensayístico y ficcional) de Zambrano o de Chacel.↩︎

  5. Esta aseveración resulta complementaria de la que ha realizado oportunamente María José Clavo Sebastián (1994) al afirmar que “nuestras autoras se mueven en el plano fenomenológico-existencial que comienza cuando se tematiza (…) la subjetividad singular del hombre, la cual constituye una vertiente oculta tanto para el plano empírico como para el trascendental” (p. 123).↩︎

  6. A propósito de esta cuestión en Zambrano, resulta pertinente la opinión de Laura Llevadot (2001) cuando expresa: “si de entre todos los géneros literarios la Confesión es el que de modo más enérgico anuda vida y escritura, es por el redoblamiento casi metódico al que somete ese tercer elemento que es el vivir” (p. 65).↩︎

  7. Junto con el libro de Ugarte (1999), también parece pertinente evocar acá la categoría de razón exiliada tal como la define Alicia Sánchez Dorado (2020) en su estudio sobre Zambrano y la realidad de la víctima. El gran hallazgo de Zambrano habría sido el de pensar la filosofía como saber piadoso, considerando “una razón que fuera capaz de aproximarse al alma humana” (p. 170), es decir, “una razón exiliada, en que la persona es víctima de un exilio que se da en la historia, pero que también acontece en un nivel más básico y fundamental, en la experiencia de no estar en el lugar que nos pertenece: el exilio ontológico” (p. 170).↩︎

  8. Es acertado el énfasis que hace Elvira Luengo Gascón (2012) al señalar que en Zambrano el carácter “metódico” de lo confesional tiene que ver con producir la evidencia necesaria para salir de la crisis epocal (p. 291). En la misma línea, la confesión como clave de “salida”, lleva a Carmen Revilla Guzmán (2005) a afirmar: “…la forma peculiar en la que la razón poética ‘salva las circunstancias’ exige una ‘época de catacumbas’ –época que ella transcurre, reflexiona y escribe, en su exilio y, por eso, la salida de la ‘patria’ no da lugar a una ‘parálisis de la actividad vital’, sino que crea, por el contrario, la primordial condición de posibilidad de arraigo en la vida…−” (p. 53). Para una problematización de la evidencia vale también consultar el artículo de Alberto Díez Gómez (2022).↩︎

  9. Esta noción es afín a la idea zambraniana del realismo español: una filosofía capaz de hallarse en los entresijos de la serie artística, de las obras literarias. Como explica Sonsoles Ginestal Calvo (2022): “El realismo español es, en fin, un conocimiento poético, radicalmente opuesto al conocimiento metódico racional (…). Desde su particular modo de conocer, el conocer poético, España ha quedado incólume frente al racionalismo europeo, ha permanecido en una vigilante emboscadura…” (p. 588).↩︎

  10. Es interesante lo que señala Ana Gómez-Pérez (2001) cuando indica que La sinrazón resulta de la propia revisión de Estación. Ida y vuelta, y que ambas novelas parecen reforzar un cierto “pacto fantasmático” que reconduce al lector desde la ficción a la propia autobiografía de la autora. Esto reforzaría nuestra idea de que las ficciones de Chacel son un modo otro de articular la confesión emergente de las coordenadas del exilio.↩︎

  11. Al respecto, ya he señalado previamente (Saba, 2022) la necesidad de inscribir esta oposición dentro de cierta genealogía unamuniana de largo alcance. En esa tradición, “la confesión resulta entonces un particular síntoma expresivo de la jerarquización filosófica de esa experiencia vital y subjetiva” (p. 36). En la misma línea, resulta interesante lo que plantea la tesis de Patricia Palomar Galdón (2017) al concebir la confesión como forma particular de conocimiento que escapa a lo meramente teórico, entendiendo su objetivo primordial en lograr “la transformación de quien la lee” (p. 247).↩︎