AUSENCIAS Y PRESENCIAS CORPORALES EN ALGUIEN MUERE EN SAN ONOFRE DE CUARUMÍ DE JOSEFINA PLÁ Y ÁNGEL PÉREZ PARDELLA

Absences and Bodily Presences in Alguien muere en San Onofre de Cuarumí By Josefina Plá and Ángel Pérez Paredella

Paula Daniela Bianchi* ORCID: https://orcid.org/0000-0001-6262-0721

Universidad de Buenos Aires - CONICET

azuldragonk@hotmail.com

Recibido: 07/07/2023 - Aceptado: 28/02/2024

Resumen

El siguiente artículo aborda la ausencia y la presencia de los cuerpos en Alguien muere en San Onofre de Cuarumí (1984), novela escrita a cuatro manos por la escritora paraguaya adoptiva Josefina Plá (1903-1999) en coautoría con el escritor argentino Ángel Pérez Pardella (1927-2007). Asumo la categoría de cuerpos como proyectos políticos en la literatura de Josefina Plá, que recrean eventos corporales a través de los recuerdos y de las emisiones de la lengua. La corporalidad remite a aquello que le da cuerpo a las presencias y ausencias corporales (Bianchi, 2019). Tomo esta categoría para luego centrarme en la figuración de los cuerpos físicos de los personajes dispuestos en la novela y de los cuerpos textuales en relación con la palabra y la lengua, o las lenguas: español, guaraní y jopará.

Palabras clave: jopará; cuerpos; violencias; memoria; guaraní

Abstract

The following article addresses the absence and presence of bodies in Alguien muere en San Onofre de Cuarumí (1984), a novel written by Josefina Plá (1903-1999) and Ángel Pérez Pardella (1927-2007). I consider the category of bodies as political projects in Josefina Plá's literature, which recreate bodily events through memories and language emissions. Corporeality refers to that which gives body to bodily presences and absences (Bianchi, 2019). I take this category to then focus on the figuration of the character physical bodies arranged in the novel and of the textual bodies in relation to the word and the language, or languages: Spanish, Guaraní and Jopará.

Keywords: jopará; bodies; violence; memory; guaraní

Ausencias y presencias corporales en Alguien muere en San Onofre de Cuarumí de Josefina Plá y Ángel Pérez Pardella

Introducción

El siguiente artículo aborda la ausencia y la presencia de los cuerpos en Alguien muere en San Onofre de Cuarumí (1984), novela escrita por Josefina Plá (1903-1999) y Ángel Pérez Pardella (1927-2007). Asumo la categoría de cuerpos como proyectos políticos en la literatura de Josefina Plá, que recrean eventos corporales a través de los recuerdos y de las emisiones de la lengua. El cuerpo se constituye como un territorio en el que se inscriben discursos en forma de redes tejidas (Rivera Cusicanqui, 2018) que despliegan enlaces lingüísticos (Vivas Hurtado, 2015) y dérmicos (Nancy, 1992). La corporalidad remite a aquello que le da cuerpo a las presencias y ausencias corporales (Bianchi, 2019, p. 39). Tomo esta categoría para luego centrarme en la figuración de los cuerpos físicos de los personajes dispuestos en la novela y de los cuerpos textuales en relación con la palabra y la lengua, o las lenguas: español, guaraní y jopará.

Alguien muere en San Onofre de Cuarumí presenta una fuerte ligazón de ausencias-presencias desde el inicio de su “aparición”. Es considerada la primera (y única) novela escrita por Josefina Plá en colaboración con Ángel Pérez Pardella. Si bien es su única novela, el “Preámbulo”, solo escrito por ella, que funciona como la antesala de una cocina donde anuncia los problemas de la construcción del cuerpo textual en cuestión, también advierte algo esencial. En primer lugar, que esta novela no es una novela, sino un relato porque no tiene “intriga, argumento” (Plá, 1984, p. 8) y cuenta con un “desenlace no previsto” (p. 8). En segundo lugar, se señala que irrumpe la lengua jopará en la misma y que la esposa de Pardella, Lida Fernández Alder, fue quien los ayudó con la familiaridad lingüística que también adquiere una temática de corporalidad. El jopará, además de ser considerada por Josefina Plá y Bartomeu Melià (ya en 1975) como la tercera lengua1 del Paraguay, es el resultado de la mixtura del español con el guaraní, un mestizaje o mejor una lengua transculturada en la que se reivindica la tradición indígena (Coelho, 2017). Igualmente es un guiso en el que predomina la mezcla de los ingredientes que estén a la mano, pero principalmente sus componentes infaltables son el maíz y el poroto rojo. Entonces, el jopará o yopará es constituido como una corporalidad de mezcla lingüística pero también culinaria recubierta de mitos. El guiso se prepara y se come el primero de octubre para tener prosperidad y fecundidad y para ahuyentar al Karaí Octubre. Esta creencia procede aparentemente de la época en que los jesuitas y franciscanos habitaban las reducciones en Paraguay. Asimismo, se le llama jopará a la siembra del avatí y el kumandá avatiky que crecen juntos y se entremezclan. Finalmente, en tercer lugar, Plá sostiene en el “Preámbulo” que Alguien muere en San Onofre de Cuarumí articula una saga de relatos encadenados que evoca las historias de las mujeres a partir de “la resurrección trabajosa de un pueblo tras la gran tragedia nacional” (p. 8), en lo que atañe a un período comprendido desde 1870 hasta 1912.

Este relato dimensiona la importancia de la lengua coloquial, por eso en el diálogo que se establece entre las mujeres de San Onofre, se despliega la diglosia, siendo el jopará la lengua predominante, con inclusiones de palabras y de frases en guaraní. Se asume así la diversidad lingüística coloquial como en pocas obras literarias de la época. Josefina Plá en varias piezas teatrales de su autoría expone algunos elementos del registro coloquial jopará en boca de sus personajes y traslada esta técnica a algunos de sus cuentos, como “Vacá retá”, “Ciegos de Caacupé”, los de La mano en la tierra, entre otros, y la exacerba en Alguien muere en San Onofre de Cuarumí, ya que el diálogo que se suscita entre los personajes sustenta la narración y la preferencia del registro oral para imprimir el estilo narrativo de la novela. Es decir, Alguien muere en San Onofre de Cuarumí es la primera novela que no es novela, y es la primera novela escrita en jopará.2 Generalmente se le atribuye a Ramona Quebranto (1989) de Margot Ayala ser la primera historia novelada en jopará, no obstante, en la contratapa la voz anónima de quien elogia el relato, asegura que el antecedente lo tiene Monólogos (1973), de José Luis Appleyard, quien escribía columnas del mismo nombre para el diario asunceno La Tribuna. Pero, ¿por qué no se le arroga ser la primera novela en jopará a Alguien muere en San Onofre de Cuarumí? Quizás porque al día de la fecha no ha sido explorada, ni se encuentra disponible en cualquier biblioteca. No circula su cuerpo textual: ni físico ni virtual.3

La temporalidad es otra particularidad que hace al cuerpo de la novela que comenzó a escribirse, según el “Preámbulo” de Josefina Plá, en 1968. La escritura se reanudó en 1974 y se concluyó en 1983 para ser publicada en 1984. Josefina Plá nació en 1903 en la isla de Lobos, en Canarias. En 1927 llegó a la capital paraguaya casada por poder con el ceramista, pintor y grabador Andrés Campos Cervera, conocido como Julián de la Herrería, y falleció en Asunción en 1999. La producción de Plá es vasta y diversa, abarca desde la poesía al teatro, cuentos, ensayos, crónicas, fue además ceramista, pintó murales en Asunción con José Laterza Parodi, se dedicó a la pintura, al grabado y la serigrafía. Integró el grupo Arte Nuevo en 1950 con Olga Blinder, José Laterza Parodi y Susi del Mónico. La importancia de la obra de Plá la ubica como una de las más importantes escritoras y cultoras del arte latinoamericanas. Una de las características distintivas de Plá la encontramos en los elementos de la tierra y del agua. En sus trabajos como ceramista se destaca la materialidad del barro, que también traslada a algunos de sus cuentos como “La mano en la tierra” (Cota, 2021, p. 12).

Respecto de Ángel Pérez Pardella no pude reponer demasiada información. En la página de una iglesia evangélica que ofrece servicios genealógicos ancestrales figura que un Ángel Pérez Pardella, nacido en Buenos Aires en 1927, se casó en 1950 con María Lyda Fernández Fernández, asuncena. Escribió el prólogo de la novela Segundo horror (2001) del escritor paraguayo Augusto Casola. Josefina Plá (1976) señala que Pérez Pardella en 1973 ganó el primer premio en el certamen de cuentos del diario La Tribuna y en 1974 fue uno de los ganadores del Concurso de Cuentos de la Hispanidad, con “Demasiada suerte” publicado en Hispanidad 74 en Madrid en 19764. No existen a la vista otros registros, al menos no los he encontrado, respecto de la producción literaria o cultural u otra actividad de Pardella.

En el análisis textual de la novela me referiré en general a la obra de Josefina Plá, ya que la misma esboza las huellas escriturarias y retoma cuentos escritos solo por la autora. En cuanto a la bibliografía me detengo en el análisis textual de la novela, porque como remití anteriormente no hay bibliografía que se focalice en el análisis de la novela en cuestión, aunque sí a la vasta producción de Plá (Benatti, 2018; Zambrano, 2021; Pereira Rodrigues, 2021; Cota, 2021; Cabrera, 2021; Benisz, 2023).

Cuerpos, corporalidades y lengua en la obra de Josefina Plá

Una de las variantes más importantes que despliega Josefina Plá en sus narrativas es la construcción de lo político a partir de sus personajes. Es decir, la preocupación por diseñar personajes sufrientes, pobres y oprimidos que, tras un dejo de ironía, unas veces, y de humor, otras, soslayando el género realista, descubren las miserias de sus existencias. Al mismo tiempo le interesa mostrar las diferencias efectivas existentes entre la capital asuncena y las escenas desamparadas que ocurren en los montes, en los esteros y en los espacios rurales. Los indios, las mujeres, los huérfanos y los desvalidos son los personajes más destacados de su obra, porque incorpora una escritura que actúa como dispositivo político que remarca la presencia de ciertas borraduras de la Historia oficial. Las características de estos personajes de los márgenes, que habitan “escenarios subalternos” (Zambrano, 2021, p. 305), cuentan con el plus de portar cuerpos ampulosos, mutilados o desgastados y de estar mayoritariamente conectados con comidas o con su ausencia (hambrunas). En particular, algunos de los cuentos más destacados de Plá son aquellos en los cuales los personajes exhiben algún cercenamiento corporal, o mal funcionamiento de este o el desgaste por la edad avanzada o por las condiciones de deterioro.

¿Por qué la inclusión casi constante de amputaciones corporales en sus ficciones narrativas? ¿Por qué irrumpen los cuerpos gastados, avejentados o incompletos en su obra? Porque la propuesta de Plá se encarga de los cuerpos periféricos, muchas veces insertos en determinados momentos destacados de la Historia paraguaya que ocupa un espacio de telón de fondo, sin dejar por eso de ser relevante. Josefina Plá no se centra en la Historia sino que la inscribe dentro de las historias de sus personajes a modo de tejido que se enreda en las hebras de las palabras como un ñandutí. Este procedimiento narrativo se destaca en los relatos sobre la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870) y la Guerra del Chaco (1932-1935). Por corporalidades gastadas me refiero a la categoría de cuerpos usados, abusados y calados por la pobreza, por las condiciones climatológicas y por el hambre como consecuencia de prácticas violentas dirigidas hacia esos cuerpos. Algunos ejemplos que tomo al azar para demostrar esto son: “La pierna de Severina” (1954), cuya protagonista coja y sin dinero peregrina desde su pueblo hacia la ciudad capital para dirigirse luego a Buenos Aires en busca de una prótesis ortopédica encontrando hostilidad, indiferencia y violaciones en manada; “Tortillas de harina” (1982), en el que una abuela muy anciana y ciega extingue sin querer a toda su familia al confundir veneno para ratas con harina en medio de una miseria exasperante; “La mano en la tierra” (1952) cuando el protagonista, el español Blas de Lemos, en la campaña por la fundación de ciudades coloniales, queda inútil de su mano izquierda y perece a merced de la melancolía con un cuerpo marchito y decrépito. Pero quizás sea el cuento “Prometeo” (1967), dedicado al poeta paraguayo José Luis Appleyeard, el que despliega la figuración de la corporalidad “gastada” que construye Plá como dispositivo de lectura de las violencias corporales. En su narrativa el cuerpo pareciera querer desprenderse de la voz narradora: “algo no tan grato a veces –¿quién está del todo conforme con su cuerpo a los cincuenta años?– pero siempre perdonable, porque cargó y calló todas mis debilidades” (Plá, 1996, p. 326). Más adelante, en el cuento se mapea otra situación corporal: “Ahora mi cuerpo es tierra desconocida en la que quiero plantar mi memoria como una planta traída de otro huerto, y golpeo siempre en piedra; una superficie siempre igual, rasa, dura, impenetrable” (p. 326). En esta frase se sintetiza una gran puesta de la escritora que busca a través de la ficción “sembrar memorias” y adaptar a los personajes a la tierra que toque, en el momento que les toque. Así los cuerpos en su narrativa, atravesados por el hambre y por la idea de corporalidad (aquello que los compone), dan cuenta del tiempo de la violencia y de la memoria del trauma manifiesto en la trama de cada personaje que busca siempre soluciones y no permanecer en la desesperanza: “Pero este cuerpo que me encadena y, me lastra, que me da habitación, y es mi celda” (p. 327) es el mismo que propicia la movilidad nómade, a veces, o asentada, otras, según lo lleve la historia.

Cuerpos en ausencia y en presencia

En 1969 Josefina Plá publica “El canasto de Serapio” y en la compilación Cuentos completos de 1996, en dicho cuento en una nota al pie se aclara que sus personajes y trama son retomados en Alguien muere en San Onofre de Cuarumí. Esta fecha, 1969, coincide con el inicio de la escritura de la novela en 1968. Luego en 1974 escribe “Vacá retá”, dedicado a Lida Adler, “por obra y gracia evocativa” (Plá, 1996, p. 369), donde reaparecen los mismos protagonistas del cuento precedente y que es retomado en la novela. El “Preámbulo” le sirve a Plá como un pretexto para enmarcar la ficción narrativa en “el relato de este relato” (Plá, 1984, p. 9) y para generar un registro escrito con puntos y comas, mientras que la novela, estructurada en tres episodios y unida por un hilo conductor del presente lineal, no usa puntos seguido ni aparte y tampoco comas, solo aparece cada tanto la marca de los puntos suspensivos. Es decir, las oraciones no están puntuadas. Cada cambio de oración inicia con mayúscula, pero sin uso de punto seguido o punto aparte a modo de grafía. Eso ocurre en el presente de la enunciación cuando dialogan los personajes y cuando rememoran, desde la tipografía que se grafica en cursiva, entre paréntesis, pero también sin puntos. De alguna manera, esto indica que la linealidad temporal en la que se incorporan “modismos o giros de habla popular” (p. 9) o se brindan giros en “guaraní o en yopará” (p. 8) discurre sin puntos, porque se le da importancia al habla coloquial, el habla que sí se pisa, en la evocación de las historias y de la Historia –que abarca la posguerra de la Tiple Alianza–.

En la novela circulan los mismos personajes de los dos cuentos antes citados, pero con un relato nuevo que reúne fragmentos de una historia pasada, contada en un presente evocativo. Es decir, a medida que las narradoras cuidan el cuerpo enfermo y yacente de Librada, evocan trozos del pasado que traen al presente de enunciación con los personajes centrales de “El Canasto de Serapio” y de “Vacá retá”. Al mismo tiempo rememoran otros momentos de la historia del Paraguay, a modo de telón de fondo, pero con efectos perdurables y puntuales en cada uno de ellos. De esta manera, en la novela se desmontan los procedimientos narrativos del horror de la guerra desplazados o emplazados en los cuerpos desviantes, y no desviados, de las protagonistas. A medida que las tres mujeres que veremos a continuación narran diferentes períodos vividos, cuestionan o superan normas culturales, sexuales, estéticas, e imponen las comunitarias. Así se indaga en los cuerpos que se liberan de estructuras que oprimen y que revelan. La novela se concentra en los cuerpos que devienen testigos, a la vez que víctimas de experiencias violentas y dolorosas que traen aparejadas la Guerra de la Triple Alianza, su culminación, la montonera y las legiones. Desde el título podemos acercarnos a la temporalidad perdurable que se ubica a partir de la muerte constante que no parece nunca terminar de ocurrir, inscripta en la frase “alguien muere”. El “alguien”, como un pronombre indefinido, se asocia a la corporalidad de cualquier habitante o pasante por San Onofre. Y, a su vez, ese alguien permanece ligado al vínculo de la muerte física o simbólica del Paraguay de la posguerra.

Entonces, los cuerpos que habitan en San Onofre de Cuarumí o que están insertos dentro de los recuerdos que recuperan las mujeres de este relato, delatan presencia al momento de enunciación y de evocación y resguardan en su reminiscencia los cuerpos ausentes, mediante la oralidad del pasado, dentro de la selva, de los montes, de los pueblos, de la ciudad, de las casas pero también dentro del campo semántico diverso de la discapacidad física, del dolor, del trauma, de la comunión y de la violencia. Porque en definitiva son cuerpos testigos activos, ya que los tiempos de guerra y posguerra que se viven en San Onofre y un tercer tiempo más alejado de esa primera posguerra, parecieran producir transformaciones en las corporalidades productoras de otros saberes para la supervivencia y la transformación de los dolores y de las violencias en experiencias positivas.

El relato está dividido en tres episodios que acontecen en el cuarto de la moribunda Librada que yace enferma terminal en su cama. Mientras asistimos a su descomposición y muerte en proceso, sus tres amigas, Ña Sotera, Marta y Catalina, la cuidan y recuerdan diferentes tiempos compartidos durante la Gran Guerra, los inicios de la posguerra y el final de la misma traduciendo el pasado en el presente en modo de huella que debe considerarse vivencia de la pérdida y del aprendizaje. Lo único que nos comunica con el afuera de esa habitación, además de los recuerdos, es una pequeña ventana que da al exterior desde la que puede verse la plaza, la cúpula de la iglesia y desde la que se oyen las campanadas, los petardos y las risas de los niños del pueblo. También desde la que los ojos de Marta y Catalina nos propician otras vivencias y añoranzas compartidas. Así la intimidad del dormitorio se amalgama con la vida pública de San Onofre y de otros espacios que toman importancia en la arquitectura del relato, como el cementerio, la iglesia, los viajes a los alrededores y las peripecias vividas por cada personaje.

Entonces, el primer episodio comienza con la apertura de una ventana hacia el exterior del pueblo y con un diálogo que efectúa una pregunta que se repetirá a lo largo de la novela: “¿Te acordá […]?” (Plá, 1984, p. 9). De ese modo se emprende la remembranza de lo ocurrido durante la Guerra de la Triple Alianza a las mujeres. En este caso, es con la pregunta del paso del tiempo y con la llegada de un grupo de mujeres y un viejo “caminando, en rotosa fila india” (Plá, 1996, p. 379) a San Onofre que se abre la dimensión de la imagen en la memoria. Marta y Librada recuperan la fecha aproximada de llegada una vez finalizada la Guerra, es el ocho de septiembre. Lo sitúan en septiembre, más precisamente el ocho de septiembre porque era San Adrián y su madre se llamaba Adriana, en honor al santo. Adrián, que deriva del latín, significa “marinero” u “hombre cercano del mar”, pero además esa fecha de 1876 recuerda el día que Argentina toma posesión de la Isla del Cerrito5 en la confluencia de los ríos Paraná y Paraguay, como día en el que renacieron todas ellas, los personajes femeninos de la novela, u otra vez en la refundación de San Onofre de Cuarumí, un pueblo vacío y devastado por la guerra.

En la descripción primera la presencia del mangrullo marca el límite entre el pueblo y el monte, el mangrullo adquiere una visibilidad notoria que funciona como bastión erigido delimitando la memoria de los tiempos de la colonia, de la conquista y de los fuertes. En “El canasto de Serapio” también la figura del mangrullo que resplandece bajo el cielo azul es destacada junto con el machete de Paí Conché, el viejo del pueblo que no fue a la guerra. Las imágenes del machete, arma de trabajo, y del mangrullo, torre para vigilar y prevenir invasiones, funcionan a modo de elementos erectos, manipulados por los varones, que denotan una marcación específica que no se desliga de una lectura de género, aunque veremos luego una escena en la que esto puede revertirse. Más allá de estos dos elementos, las casas de San Onofre establecen cierta apariencia corporal escenificada en una insistente precariedad. El pueblo estaba vacío como las casas, que fueron saqueadas y ultrajadas como si fueran territorio corporal femenino mientras el mangrullo permanece erguido sin haber sufrido cambios, a la vez que las casas permiten atisbar sus aberturas descoladas, abusadas, penetradas, arrancadas. Es decir, el espacio del pueblo y sus viviendas originan la metonimia de las corporalidades de los personajes con las huellas del pasado inscripto en su presente ruinoso.

El cuerpo de Librada y la corporalidad de las amigas

El relato transcurre en la habitación de Librada, la enferma, y como si fuera un escenario teatral las participantes cambian de sitio excepto Librada, que permanece siempre en escena. En las descripciones prevalecen las características de un cuerpo que se deteriora cada vez más a medida que avanzan las historias narradas por las amigas. La larga enfermedad de Librada concentra la atención y entrega de las mujeres del pueblo con los cuidados familiares. Al inicio aparece un cuerpo que “cada día habla menos” (Plá, 1984, p. 10), de sonrisa “descolorida” (p. 10), de apariencia “más lánguida, más amarilla” (p. 10). La historia está situada en San Onofre, un pueblo al norte de Asunción, a poca distancia de la Capital, pero no lo suficientemente cerca como para ir a pie en el día, está en las afueras. Desde la ventana del cuarto se puede divisar el monte. El pueblo es tierra de montes, despoblada, de poca gente. El marido de la enferma debe viajar a la capital a buscar un ataúd, ya que no hay carpinteros en San Onofre.

El cuerpo de Librada se desvanece lentamente, emite gemidos débiles y los párpados finos se pegan a los ojos. Permanece “tiesa amarilla” (p. 30). A medida que el tiempo avanza, “el cuerpo pesa poco” (p. 62), se torna leve, aunque comienza a “no oler bien” (p. 62), y “su respiración es lenta” (p. 63). Los ojos descansan “cubiertos por una película opaca y es como si no consiguiesen hallar un foco Ojos de pescado muerto” (p. 66). La descripción de Librada a pasos de la muerte refleja el cabello “negro grueso y áspero salpicado de canas brillantes” (p. 67). Su cuerpo enfermo se apaga y su rostro cambia por un rostro amarillento “donde los pómulos amenazan desgarrar la piel” (p. 67). La joven Librada que fue madre a los catorce años porta ahora un cuerpo decrépito, además de enfermo y ostenta una “boca marchita” (p. 70), que “se remanga un poco sobre la ya desguarnecida dentadura” (p. 70).

Librada expele un aroma putrefacto que se desprende de su piel, “el espectáculo es inenarrable” (p. 83) porque el olor es fatal, y a pesar de armarle una protección con tul, las moscas se cuelan en un cuerpo que parece estar siendo velado antes de apagarse. El juego de palabras de velas, velo de tul y velatorio en vida cobra sentido con la muerte de Librada o con un pueblo librado de la guerra, pero que padece las consecuencias de la posguerra. El foco de la mirada sobre el cuerpo de la enferma se traduce en una mirada crítica respecto de la situación social que atraviesa el pueblo. La espectacularización corpórea, y lo inenarrable del olor putrefacto, abyecta la escopía de la historia también inenarrable, aunque recuperable por la memoria comunitaria de las amigas. La descomposición física de Librada junto con las moscas y el hedor impregnado que excede las cuatro paredes del cuarto, coincide con la llegada de su esposo e hijo que regresaron de la capital con el féretro. La descripción final de Librada es de una poesía abyecta impecable: “rostro amarillo que va cada vez pareciéndose más a la calavera escondida por cuarenta años bajo la carne En las orejas de Librada los agujeros vacíos de los aros son dos hondos rasguños en los lóbulos marchitos” (p. 94).6 Pero el verdadero dolor de la enferma es “la entraña más entraña Allí donde surge la vida Y cuando eso duele no es sólo todo el cuerpo es todo el ser lo que duele” (p. 103). La novela dispone a las amigas reunidas alrededor del lecho mortuorio, como una corporalidad en custodia hasta que el cuerpo se torne cadáver. Aguardan allí frente a la exposición del cuerpo derruido de una enferma y de una mujer vieja, lo que reconoce la presencia brutal de los cuerpos en una historia que narra la decrepitud en la miseria.

Cada peculiaridad de deterioro físico es dolorosa, pero más lo es que la mujer muera antes del regreso de su marido y de su hijo porque no llegaron a tiempo para despedirse, que no se la pueda curar porque los médicos no van a esos pueblos ya que nadie les puede pagar, tampoco a los curanderos. El esquema de la novela formula la disposición y deposición de los cuerpos que se desgastan sin supervisión científica, siendo solo son esculcados y cuidados paliativamente por la red comunitaria de vecinas, amigas y mujeres del lugar. Los rasgos de las precariedades corporales dejan los cuerpos expuestos a la intemperie baldía que se anclan en la desprotección y en la obscenidad del desamparo y del abandono estatal. De este modo, Plá esgrime una escritura astuta, en la que por instantes al leer una sonríe porque cruza los momentos de más álgida tensión con una broma, con un recuerdo que hace sonreír en silencio a las amigas, con ironías o con humor, pero sin perder de vista, la idea de desmantelar la denuncia de la desidia de los Estados, de las instituciones, de la iglesia, de todos. Los recuerdos recuperados como testimonios nos brindan un registro específico como documento de una memoria histórica, corporal y colectiva. Los testimonios que narran las mujeres son de carácter fragmentario, sin fechas, sin nombres casi, pero son lo suficientemente contundentes como para dar cuenta de violaciones, de embarazos por violación, de hambrunas, de golpizas, de expropiaciones materiales, de robos, de trabajos forzados (no forzosos) en un escenario descarnado. Las enunciaciones en jopará delatan las huellas dejadas en los cuerpos de las supervivientes, y las palabras y las cicatrices trazan huellas como un dispositivo que documenta lo atroz de la guerra Guasú.

Cuerpos, comida y memoria

Es interesante cómo desde el inicio de la historia irrumpe el contraste entre un cuerpo inerte y un cuerpo comunitario: “Las otras mujeres […] Reunidas junto al catre” (p. 11) recuerdan la imagen de ellas saliendo del monte y viendo el campanario con la campana de San Onofre (escena que se sitúa en tiempo presente en “El canasto de Serapio”). El campanario es fraguado como recordatorio de la religión cristiana y transculturada junto con el añoso “yvapovó” (p. 11), árbol nativo guaraní que da un fruto muy dulce y que vive cerca de cien años. Mientras las mujeres comparten el primer recuerdo, Librada pregunta por Engracia, protagonista en los dos cuentos mencionados, “El canasto de Serapio” y “Vacá retá”, pero en la novela nos enteramos de que murió hace cinco años.

Los recuerdos en la trama, en general, se organizan acompañados por un plato de comida, por un registro gastronómico o por una infusión que en cierto punto vinculan los cuerpos con el hambre, la memoria y las subjetividades identitarias de los personajes. Los platos que aparecen a lo largo de la novela, como también el mate que acompaña a modo de fogón a las amigas que cuidan a Librada, conforman dispositivos de consolidación narrativa. Las mujeres sentadas en la silla baja con el mate compartido reconstruyen fragmentos de la historia, de sus cuerpos más jóvenes, por medio de la restauración de las vivencias dentro de un pasado concreto. Lo novedoso de la novela de Plá como de los cuentos sobre la Gran Guerra, es que logra apartarse de fechas o de sucesos que hacen a la novela histórica, ella solo esparce referencias salpicadas en un aparente desorden azaroso que inmediatamente nos conducen a referencias históricas inconfundibles, como cuando se menciona al Mariscal Francisco Solano López, a la “Lynche” (p. 115),7 a José Díaz, a Caballero, o cuando nos diagrama un mapa de los puntos imperiosos del momento: Piribebuy, Estero Bellaco, las ciudades de Villarica y Asunción; pero no se detiene en esa Historia, sino que sus personajes, entre cebada y cebada, fundan un discurso crítico de un pasado injusto y violento para con las mujeres, montando otra cara de la historia mediante los discursos en jopará (lengua que no es la de los libros ni la de la ley) redoblando su apuesta política y estética. Estas mujeres exponen los vínculos irrompibles que entablan entre ellas para resguardarse, cuidarse, reír y quererse. Son diagramadas desde la intimidad de sus subjetividades, inmersas en la intimidad de la casa, de un cuarto y desde la cotidianidad. De este modo, se articula una doble mirada del pasado, el pasado histórico y el pasado testimonial e íntimo de cada personaje. Cuerpos enlazados en corporalidades orales, evocativas y con la comida, en la que el mate es el enlace de esos encuentros, no solo en el presente de la enunciación sino en varias oportunidades. Así el mate como las pocas piezas de comida compartidas fortalecen los vínculos entre las mujeres frente al mate y el rito de la preparación de cada elemento, la disposición de los cuerpos, de la silla, de la pava, de la yerba, y de los yuyos son relevantes en la construcción de la narrativa de Plá.

El mate es una presencia primordial en la escena de la vigilia que acomoda a los personajes que velan el cuerpo de Librada. Es un mate que se describe en varias oportunidades, de plata labrada, es lo poco de valor material que tienen. Fue salvado de los saqueos de la guerra. El mate además representa lo comunitario, la bebida que reúne y que convoca al fogón, a la charla, a la complicidad, a la memoria ancestral y a la lengua. El mate que comparten no es tereré ni mate de los yerbales simplemente, sino “mate de coco con leche” (p. 23) servido en el recipiente de “plata labrada con adornos de oro y la bombilla antigua como el mate fastuoso de doble globo” (p. 24).

Otro elemento que las acompaña es el tabaco particular de Ña Sotera. Ella fuma cigarros armados de floripón (flor conocida como floripondio; una planta típica de América Latina, que consumida en exceso produce efectos alucinógenos). En Paraguay se utilizan sus flores para curar el asma o, al menos, para calmar la enfermedad respiratoria. Es una planta con usos medicinales y de conocimiento popular y como sostiene Ña Sotera: “mi cigarro e remedio no le puede hacer mal” (p. 20). Estas mujeres se curan entre ellas, por ejemplo, el mal de ojo (p. 29), preparan “remedios con todos los yuyos” (p. 38) que luego beben con mate “de yuyos” (p. 41), o con “té con cáscara de naranja” (p. 39), cavan tumbas con las manos o con una sola pala vieja porque no tienen herramientas adecuadas para enterrar a los suyos, ayudan a parir entre sí sentadas, como práctica ancestral. Es decir, se asiste a una división de tareas donde los repartos recaen completos para ellas porque no quedaron hombres para redistribuir las tareas. El pueblo es un hábitat signado por el trabajo con un sistema comunitario de funciones.

El hambre en tiempos de guerra y al inicio de la posguerra era tal que las alusiones de cuerpos estremecidos por ávido apetito son penosas: “Todo el día medio denuda temblando y tosiendo y muerta de hambre” (p. 37). O los recuerdos del viejo Paí Conché que quería comerse un perro mientras regresaban a San Onofre, del hambre que tenía, porque era mucha la necesidad: “Masiado hambre de carne tenía” (p. 29). Estas escenas contrastan con la de algunos personajes que retornan al pueblo con raciones de comida de la buena y con abrigos sin agujeros: con “bolsas de yerba soopirú” (p. 42), mientras estas mujeres como las residentas lo habían dejado todo para el Ejército. En un recuerdo relatan cuando vieron al viejo manco, Don Ulogio, comer “carne Carne Carne No era soopirú no Era carne fresca Cuánto tiempo era que no habían comido ni un ratacito” (p. 43).8 La carne fresca en contraposición con el soopirú o carne seca, hace despertar el recuerdo del apetito, lo que difiere con las comidas que deglutían en comunidad, siempre compartiéndolo todo, porotos hervidos con poca sal o mate sin endulzar casi por la escasez, mandioca o apepú. Todo siempre en compañía como con el mate “reunidas junto al fuego en el corredor” (p. 45) con su “cantarito con yuyo refrescante” (p. 61).

Entre la carne de res y las carnes magras de los delgados cuerpos, las mujeres reparan en la enferma que no come y eso que era comilona como Serapio. La observación les sirve para recuperar olvidos entre mate y mate. Mientras, la carne leve y flaca del cuerpo de Librada se une al repaso del primer asado que comieron en reunión en la plaza del pueblo después de la guerra tras matar una vaca: “No me quiero acordar por todo el hambre que pasamo me entra otra ve gana de comer” (p. 64). La matriz de ese recuerdo se imprime en la delgadez de los cuerpos porque no hay abundancia en el presente, menos la hubo en la guerra y recién terminada esta. De hecho, rememoran cuando Engracia le daba de comer a Serapio muchas noches su mandioca o pan porque él era “comilón” (p. 65) y no dejaba de demandar alimentos. Las bocas en la novela funcionan como una referencia para hablar, para exponer los hechos de la pobreza, para matear, para rememorar, para sonreír desde la complicidad, pero también funcionan como “muecas marchitas” (p. 70), como bocas para comer y decir mamá, en el caso de Serapio, para violar con “brillo de gato en los ojos y sonrisas de mendigo en la boca” (p. 47). Las bocas que se silencian y que mastican las palabras, cual vacas sin carne, “quedan otra vez calladas rumiando la profunda sabiduría” (p. 69) de los saberes compartidos, de la cosa ancestral. De este modo, la novela establece relaciones de la carencia que se vinculan directamente con el retiro de las políticas estatales. El hambre se organiza en un núcleo potente que persiste en el presente evocativo de los cuerpos de la enunciación.

Las mujeres hablan, ceban mate o cosen y remiendan ropas rotas, agujereadas, como las parcas que esperan que se vaya libre Librada de su cuerpo, cosen la historia entre los puntos de las historias conjuntas. El tiempo pasa entre comidas, mates de yuyo, coco, leche, caldos y pucheros sin carne con algo de soyo duro para morder. Una sopa paraguaya sin queso y con poca grasa porque es todo lo que hay, puchero y locro son algunos de los manjares diarios que ingieren. Todo sucede en el afuera y el adentro de la plaza, las campanas y el barullo de los chicos, la fiesta pagana y la comida del final. El silencio y el sueño junto al pueblo participan del festín metafórico de la voz narradora: “Luego callan como si alguien les pusiera un dedo sobre la frente El pueblo se cuece en la implacable siesta como una olla cubierta con la tapadera del silencio” (p. 106).

Después de la gran hambruna en San Onofre emergen alimentos de la tierra colorada: mandioca, arroz, maíz, poroto, zapallo, mandarinas, además de pocas vacas, algún chancho y docenas de gallinas.

Engracia encargada

La habitación de Librada sitúa en escena la irrupción del recuerdo de Engracia, la protagonista de “El canasto de Serapio” y “Vacá retá”. Librada la nombra entre sueños y perdida en su umbral de ensoñación, le agradece por cuidarla en este momento de enfermedad. En ese escenario mortuorio la cama, la ventana, la mujer muriendo, las amigas, intervienen dispuestas en un escenario teatral literario donde se reponen fragmentos de la Historia. La teatralidad es un recurso que implementa Plá, que también era dramaturga, en varios cuentos y funciona como un dispositivo discursivo específico “que implica siempre la puesta en relación de cuerpos y objetos en determinados espacios cotidianos resignificando las relaciones habituales” (Diéguez, 2018, p. 79). Entonces, los cuerpos intervienen en la escena política y social mientras que desde la ventana las tres sobrevivientes (Moiras, Parcas, Gracias) miran “el mismo cuadro lejano y violento” (p. 26) que no las abandona desde los tiempos de guerra.

Engracia no volvió a descansar desde que su hijo perdió las piernas en el campo de batalla y tanto en los cuentos como en la novela es portadora de un cuerpo fatigado, demacrado y magro, repleto de ojeras. Pero, a la vez, es recordada como “un fierro esa cuñá” (p. 15) y el armado del relato de las remembranzas de las mujeres que rodean el lecho de Librada capturan fragmentos de la corporalidad envejecida y enferma de agotamiento de Engracia que estaba “cada día más flaca y pálida” (p. 45).

Engracia encarna la fuerza de las mujeres, del mitaí y del viejo Conché en los cuentos y en la novela. Es el machete y la maternidad, es el hierro y la conductora del orden y la restitución del pueblo, es la madre abnegada y la de la mirada gélida. Es la que acepta ser abandonada por el padre de Serapio y la que hace prometer a sus amigas que lo cuiden cuando ella muera. Es la que se defiende a punta de machete, la que rescata del lodo del estero a Paí Conché, es la figura esbelta “siempre alta y delgada con su pollera y su blusa negra” (p. 50) al punto que parecía “nuestra justicia” (p. 50) dicen las mujeres. En sus discursos se politizan las voces de las opresiones en el acto de contar. Engracia ante la interpelación de las otras logra desviarse de pronto y eso hace que surjan nuevas posibilidades de acción que le permite ser “la justiciera”. De este modo, se adjudica el mando entre las mujeres para reconstruir el pueblo como una extensión de la nación. Engracia, la “implacable” (p. 80), “siempre guapa No se plagueaba nunca” (p. 22), además de bonita, la guapeza instaura el signo de fortaleza de ese cuerpo flaco pero activo para la pelea de la supervivencia cotidiana.

En esta novela, el contacto con el pasado reverbera el presente político y social. Dos veces Engracia en el recuerdo de las mujeres ratifica que “no hay hombres” (p. 59) en San Onofre y tampoco “hay padres” (p. 59) de los bebés nacientes. Frente a los episodios de violencia las mujeres parecen asumir cierto rol de aceptación, sin embargo, eso no sucede cuando dos muchachos quieren asaltarlas en el camino y, además, violarlas. Al menos así lo rememoran, cuando les robaron, no sin antes intentar las violaciones. Al ser cuatro contra dos, no llegaron a consumar el delito porque las otras, Marta y Librada les pegaron y huyeron. Cuando años más tarde de ese suceso se presentan en el pueblo cuatro jóvenes legionarios para aprovecharse de los cuerpos femeninos, es Engracia la que se da cuenta, a pesar de convidarles obligada un mate, de sus malas intenciones. Ella, siempre fuerte, a pesar de su miedo y rembé morotí (el perfil del rostro blanco), enfrenta a esos “cambaé de ley” (p. 49) con el machete en la mano. De todos modos, violaron al resto de las compañeras, Engracia por sostener el machete de modo amenazante y a Ña Sotera porque estaba enferma, no porque fuera vieja, porque no se salvaba ninguna de ser violada. Los montoneros fueron también por Leónida y quedó embarazada y, ante el enojo, Ulogio primero la golpeó hasta el cansancio, y con el embarazo ajeno, colapsó. Tras un ataque del que nunca se recuperó quedó inmovilizado como cuerpo babeante y sin habla. Todas festejaron el silencio de Ulogio, pero ninguna intercedió cuando la golpeó hasta casi matarla.

Incluso en la muerte Engracia se ve fuerte: “larga larga flaca hasta lo increíble La piel pegada a los huesos Los ojos negros más grandes e imperiosos que nunca ahora brillantes de súplica” (p. 77). En relatos de ellas no parece atisbar el dolor, a veces, sino una desobediencia alegre compartida, en comunidad.

Santos y hombres

La novela se ocupa también de presentar otras corporalidades, como los cuerpos de los santos en San Onofre, que se ordenan en los tiempos del Estado. Se habla de la mutilación de las imágenes como si fueran cuerpos reales. De todas las estatuas de la iglesia, la más maltratada resultó ser la de San Onofre, en “desmochado a golpe de machete la cabellera cintura abajo buscando tal vez en obscena broma lo que la cabellera pudorosa escondía” (p. 15). Josefina Plá acude al recurso discursivo de la ironía y del humor en sus narraciones para dar cuenta del saqueo y del daño de las figuras sacras, pero también para destacar que las partes que permanecieron sanas son las portadoras de ostensible virilidad, como las de Serapio. La virgen contaba con un “brazo cortado” (p. 52). San Onofre quedó diferente, raro, porque además sufrió una invasión de cupié que lo dejó con trozos carcomidos, aunque las mujeres buscaron restaurarlo con lo poco que tenían: “la cabeza que no se entendía más dónde tenía la cara desde que las mujeres le habían zambullido en agua hirviendo para matarle el cupié” (p. 53).

En la novela, más allá del cuarto de Librada, el que despunta es el del campanario y la de una campana que suena cada media hora anunciando a modo de advertencia por el cura del pueblo una fiesta en honor al santo. La fiesta que entusiasma a las cuidadoras de Librada se ponen en tensión porque al mismo tiempo se celebrará abajo del pueblo una fiesta pagana en honor a Serapio en Cambá-reongüé. San Onofre, luego de que lo agarraran las cupié y fuera puesto en agua hirviendo, quedó descolorido, con la barba negra “de la cintura para abajo La otra mitad descolorida como racimo de lombrices. Todo el cuerpo lleno de carachas” (p. 81).9 Incluso en esa comparación del santo patrono con la del santo pagano, Serapio mutilado de la cintura para abajo, no es casual, sino que se ligan. El cuerpo pagano canonizado por el pueblo otro permite leer otros pactos estéticos que se sitúa en las afuera del pueblo que ya está en las afueras.

Además del cuerpo de Serapio, otros cuerpos rotos atestiguan ser los cuerpos de la guerra como el de Aparicio que tiene recuerdos de la guerra en la piel: rengo también por una herida en la pierna. Ciego de un ojo por una bomba y el otro andaba mal. Ulogio que era “viejo y rengo” (p. 46) tenía por mano un muñón con el que golpeaba a su mujer Leónida. Y el joven Serapio que fue mutilado en Piribebuy quedando con las piernas cortadas al ras del muslo a los 16 años. La narración entre pasado y pasados rearma momentos determinados de la historia de la guerra, de las batallas, de la pérdida en cada guerra, de la pobreza extrema y de lo que tardaron en reconstruir el pueblo, de los santos, y de las enfermedades. Entonces, estos cuerpos mutilados, con huellas en la piel y en la memoria, deambulan en escenarios de guerra dejando al descubierto una gramática de violencias impresas en la corporalidad toda.

Serapio Rojas encarna varias corporalidades. Él es el cuerpo de los hijos e hijas de la nación repoblada a partir de su servicio sexual. El joven sordomudo que fue a la guerra con veinte años, y al que Engracia tuvo que buscar mutilado, sirvió a la patria primero y luego sirvió a las mujeres como padre refundador, o pene erecto con esperma, lo que posibilitó el nacimiento de esos hijos. También Serapio al morir sufre otra transformación que es la condición de ser un santo, o un propiciador de milagros. Los rasgos que se destacan de los fragmentos corporales de Serapio no son bellos, recuerdan que era cabezón, que su cabeza resaltaba por ser más grande que el resto de su cuerpo. Es decir, Serapio es evocado como un cuerpo mutilado, lampiño, hambriento, chillón, pero también reproductor y refundador en parte de la reconstrucción de San Onofre. Pero Serapio en ausencia presente por el recuerdo de las mujeres es quien se reconstruye en un muerto con propósitos que posibilitan inventar otro lugar y otra función: ya no habita en San Onofre, sino que su cadáver se sitúa abajo en Cambá-reongüé, pueblo hereje que le fabricó una crucita y luego un altar y, finalmente, una capilla porque es considerado un hacedor de milagros. El cadáver y el recuerdo de Serapio propician el diseño de una nueva frontera entre vivos y muertos, paganos, cristianos y cristianopaganos, esos que le rezan al santo, a la virgen y que le piden milagritos a Serapio. Entonces, su cuerpo es múltiple en diversos planos, constituye el cuerpo de la guerra, de la repoblación de la nación, del capricho, de la lujuria y de los milagros para una población diezmada pero no vencida.

Serapio en el recuerdo de los relatos muere persiguiendo en su canasto con ruedas a Catalina, pero en “El canasto de Serapio” lo hace persiguiendo a Marta, la mujer del usurero. Los restos de Serapio fueron enterrados unos kilómetros más abajo del pueblo, por quienes localizaron el cadáver. Ese cuerpo sin miembros y sin nombre para quienes lo hallaron encontró un propósito, se lo rescató del río y se lo sepultó en sus orillas, otorgándole una presencia mítica a través del duelo y del deseo de creer en milagros. Por otro lado, en la novela se enumeran los muertos de los sobrevivientes que perecieron en la guerra y a los que no han vuelto a ver. Al respecto de estos cuerpos perdidos por violencias bélicas, pueden los otros realizar el duelo que no hicieron por los suyos, porque en el cuerpo encontrado en el río recuperan a los suyos y a “partir del cuerpo del otro se practican los cuidados que sus propios muertos no pudieron recibir” (Diéguez, 2018, p. 167).

Los muertos

Los muertos de San Onofre en las trincheras, en los campos de batalla y en el pueblo aparecen como espectros que son aludidos por sus nombres o evocados como un recuento de pérdidas que se asumen como los resultados esperables de una guerra desigual. La experiencia de la muerte es un elemento conductor central al armado de la hisotoria que acompaña la comparecencia de Librada. En el relato se puede tramar un trazado de recuento de pérdidas, así Librada y Engracia lograron salvar a sus hijos. Paí Conché, que nunca reconoció a Engracia como su hija, dejó en los campos de guerra desparramados a dieciséis hijos e hijas más que nunca pudo recuperar: “Aunque la verdad a ninguno casi había conocido” (p. 22). Catalina perdió a su padre, a su compañero, a sus dos hermanos y a dos hijos pequeños. Durante la guerra muchos de los que se quedaban morían de hambre o por enfermedades, por falta de atención médica y de medicinas. El padre y dos hermanos de Marta murieron también, el tercero nunca apareció. Ña Sotera afrontó la muerte de toda su familia, incluso la su hijo mayor. Todas las muertes producidas durante el conflicto bélico y el período de transición fueron insuperables.

La primera muerte que se produjo en San Onofre desde que el pueblo se refundó fue la de Paí Conché aunque ya en vida era un cuerpo esmirriado, “limpio esqueleto” (p. 85). La pobreza era tan extrema que para velarlo y vestirlo tuvieron que dar partes de sus prendas. El episodio es narrado entre risas, sin que por ello se cuele la pena del hecho. Su mortaja fue “un tubo de calzón” (p. 38) por el que pasaban las dos piernas y su reyuno viejo porque no podían enterrarlo sin él. A pesar de la precariedad infinita, los rituales hacia los muertos los cumplían como podían. Con una pala quitada al usurero Ulogio cavaron cuatro mujeres la tumba. No hubo féretro porque solo había tablas, pero no clavos ni herramientas. Le taparon la cara para que no le cayera tierra, le rezaron y le pusieron una cruz como recordatorio de su paso por la vida.

Otro muerto sin ataúd fue Don Ulogio, al que metieron dentro de un baúl, su carameguá, que quedó medio abierto por la dimensión del cadáver, y del que se escapó una mano al bajarlo hacia la fosa. El dinero carece de valor si no hay nada qué comprar. Este episodio condensa el esfuerzo y sacrificio de estas mujeres para cumplir con los ritos de la sepultura cristiana, no sin cierta revancha poética. Se ríen de los entierros de Paí Conché y de Ulogio y de la disposición de sus cuerpos que contrastará con la de Engracia y Librada. Engracia fue velada en un cajón hecho por un carpintero que estuvo de paso por San Onofre. El cadáver de Engracias yació estirado, de presencia “severa y digna tranquilo el rostro” (p. 85). De ese entierro pasaron cinco años, y aún no hay quien confeccione ataúdes en San Onofre. Para Librada, el marido lo fue a comprar a la capital. Con mejores mortajas, trajes, féretros o apenas con unas hilachas, los muertos de San Onofre tienen su velatorio y su entierro. Es decir, su derecho al rito y a la tumba.

A modo de coda

El cuerpo comunitario

Ellas son un cuerpo, las cuatro mujeres que cuidaron a Engracia, a Serapio, a Librada, a Paí Conché, las que compartieron a Serapio y a Engracia que fue la madrina de todos los niños de la posguerra. Ellas son las residentas y reconstructoras que dieron sus pertenencias, las que compartieron lo que no tenían con mitái o monaguillo, las que compartieron las hebras de las sobras. Son un cuerpo comunitario que sufre pero que también en comunión se divierte y se ríe de sus propias desgracias. Se juegan, no se celan, comparten el mate de plata, los hombres, las violaciones, el hambre, los hijos. Son tomadas por la fuerza a veces, por entrega otras, por necesidades fisiológicas como en el caso de Serapio. En la novela, los actos sexuales vehiculizan la satisfacción y la procreación de la nación.

El humor, a veces sutil, torsiona a ironía, o incluso a humor ácido. Dentro de la desgracia se fisura la tensión de la miseria con la risa de un acto cotidiano. Todo configura un gran cuerpo: el pueblo, el monte, las mujeres, los santos, todos juntos conforman la corporalidad subjetiva del pueblo, constituido por los gritos de los niños y las campanadas amenazantes de la iglesia. Corporalidad subjetiva surgida de las violencias internas y externas como las ejercidas por los Estados. El dolor y la pérdida funcionan como una experiencia de aproximación que crea nuevos vínculos y consolida los ya existentes siendo capaces de resignificar comunidades.

En la novela las temporalidades asociadas con el clima y la naturaleza impulsan los cuerpos que rasgan grietas que posibilitan establecer otros vínculos con la historia o con otras historias. Así la supervivencia es un delicado potencial si trae consigo alguna arista de la herida del pasado y si se fortifica en la idea de colectivo. Las mujeres resuelven sus carencias con elementos de la tierra: verduras, cereales, frutos, yuyos; con elementos que provee la naturaleza: peces, aves de corral, agua de pozo. Los alimentos son compartidos como los saberes resultantes de aplicar la mezcla de diferentes hierbas para solucionar enfermedades, curar heridas, atender partos o, simplemente, tomar mate.

Librada putrefacta queda reducida a ser un bulto liviano bajo las sábanas y muere en el momento que comienza la fiesta pagana de Serapio abajo, arriba las campanas no dejan de sonar para opacar el ruido fiestero que retumba desde abajo. Hacia el final se confunde en la narración el cuerpo de Marta y de Catalina asomados por la ventana, en la misma escena una es descripta con el nombre de la otra. Es un olvido de revisión o es que son un cuerpo colectivo, o es una confusión ex profeso de Josefina Plá para leer diferentes nombres pero mismos hechos en los cuentos y en la novela y así apostar a la memoria comunitaria de estas mujeres atravesadas por el dolor, pero unidas por el amor. En la novela Engracia, al igual que en los cuentos, es la madre de Serapio, pero en algún fragmento es Librada la madre de Serapio. ¿Será que cuela en la novela el pensamiento moribundo y perdido de Librada? ¿Será un error de no corrección de la novela y confusión de la escritora? ¿Será que las mujeres mezclan divertidamente estos nombres de mismos hechos? O, ¿será que lo que importa son los sucesos marcados como huellas en los cuerpos de ellas, esa impronta que deja el baldío desamparado de los Estados nación? Plá emplea un procedimiento narrativo que enuncia las opresiones y las injusticias desde el que se puede leer la memoria comunitaria y los afectos que afectan los cuerpos y las corporalidades de la posguerra, porque “practicar memoria es amasar un cuerpo, darle una domus en los afectos que habitan nuestro cuerpo” (Diéguez, 2018, p. 235). Es decir, tejer memoria es trenzar las hebras del recuerdo impreso en el cuerpo como huellas escritas. Es compartir la experiencia de los cuerpos y de las corporalidades de modo comunitario, en una misma matriz narrativa de memoria celular corporal ausente y presente. Los cuerpos comunitarios comparten la memoria colectiva compuesta de indefinidos pasados (recuerdos que se reconfiguran en la evocación de cada presente) tejiendo lazos de historias del dolor unidas por los afectos, e historias de las violencias ligadas por la solidaridad entre mujeres supervivientes.

Dolor que deviene deseo (Cabrera, 2021) de recordar el pasado, los pasados y los muertos producidos en el presente para que no se rompa ese lazo en un tono rememorativo y nostálgico que le da fuerza a la historia. Lo que hacen las tres mujeres, además de poner el cuerpo, de cuidar un cuerpo y de evocar los cuerpos de los que no están, es crear una matriz narrativa que teje como un ñandutí diferentes historias recuperadas en la corporalidad de la lengua. A través de la lengua oral, por eso es imprescindible la presencia del jopará, unida a la posición de los cuerpos dispuestos en ronda con la pava al lado, sentadas en semicírculo en la sillita carapé, con el mate por medio elaborando matrices narrativas encadenadas al recuerdo, hilvanadas como lo hacen con las palabras, cualquier punto de la trama de costura de historias reproduce una nueva.

Las tres mujeres, como las Moiras, las Gracias, las Parcas, junto con Librada y Engracia, todas ellas a modo coral de una tradición repiten gestos, tuercen palabras, sellando tanto su paciencia como su afecto como su supervivencia. El duelo, la memoria y la ceremonia mortuoria potencian la unidad emocional de un dolor que puede ser comunitario y plural y que se singulariza en una nación.

Alguien muere en San Onofre, quién muere, acaso es Librada solamente, le creemos a Josefina Plá cuando dice que no hay intrigas en este relato que no es novela, o muere aquel que es olvidado con cada despedida en San Onofre y por eso no es “alguien murió” sino que se toma una muerte presente, permanente.

De este modo, la matriz narrativa que propone Plá es establecer un proyecto político de los cuerpos y de las corporalidades formulando un registro visible en lengua coloquial, jopará (que redobla su proyecto político), a pesar de que “No Paraguai, a presença do guarani na historiografia literária continua sendo periférica” (Pereira Rodrigues, 2021, p. 28) y creando otras visiones de la historia de las mujeres de la posguerra, no desde lo monumental sino desde lo comunitario amoroso íntimo y afectivo tatuado en la memoria. Es decir, poder recordar desde lo cotidiano como dispositivo teatral de la violencia un relato compartido alrededor del fogón, de la pava, del rito. En este sentido, el pasado es reconfigurado como un acto de memoria selectiva, como un escenario de cuerpos en duelo y dolientes, y de cuerpos gastados y rotos. No en vano el recuerdo del retorno a San Onofre se evoca así: “El pueblo que se acerca creciendo Acercándose a los ojos y a la memoria” (p. 14). Así las historias crean múltiples sentidos, suscitan otros relatos, multiplican las bifurcaciones fundidas en una heteroglosia popular que se define una puesta estética y política.

En San Onofre las mujeres comparten las faenas, los cuidados, los secretos, todo se teje como el ñandutí entre las “hilachas de voces” donde son puestas en escena las presencias y las ausencias corporales como deseo de continuidad.

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*Paula Daniela Bianchi es Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y docente de la materia Literatura Latinoamericana II en la Facultad de Filosofía y Letras en la misma institución. Es investigadora del Instituto de Literatura Hispanoamericana y del Instituto Investigaciones Estudios de Género en la misma Facultad e investigadora del CONICET. Publicó Cuerpos marcados. Prostitución, literatura y derecho (2019, Didot), Femicidios, transfemicidios y travesticidios en la literatura latinoamericana del siglo XXI (2024, Peter Lang).


  1. En Bilingüismo y tercera lengua en el Paraguay, Bartomeu Melià menciona el jopará, guarañol o guaraní paraguayo distinguiendo que no es solo una lengua abstracta, sino que intervienen operaciones diacrónicas y sincrónicas, además de étnicas, sociales y culturales conformando una diversidad lingüística del jopará (Plá y Melià, 1975, p. 53).↩︎

  2. Cabe señalar que la lengua guaraní se destaca por la oralidad, lo mismo que el jopará, de modo que el registro coloquial en esta novela es el imperante. Las primeras traducciones al guaraní en un sistema gramatical escrito surgieron en el 1600 por parte de los jesuitas que dirigían las reducciones en el Paraguay. La primera gramática de guaraní (Plá, 1966a, p. 578) fue escrita en 1595 por el padre José de Anchieta en Coimbra. Durante la Gran Guerra o Guerra de la Triple Alianza (1865-1870) se procedió a preponderar la lengua guaraní con una intencionalidad patriótica. Se destaca en ese momento el poeta Natalicio González y proliferan los periódicos de guerra: El Centinela, Cabichu`í y Cacique Lambaré. El dramaturgo Julio Correa escribió varias obras de teatro en lengua coloquial vernácula, por ejemplo, Sandía yvyguy, que remite a los desertores de la Guerra del Chaco (1932-1935), Péicha guarànte, Tereho jey fréntepe, Guerra aja, escritas en 1933. También Josefina Plá y Roque Centurión plasmaron la oralidad diglósica en obras teatrales. Carlos Villagra Marsal despunta un estilo peculiar en Mancuello y la perdiz (1964) que fue escrita en guaraní primero y traducida por el mismo escritor al castellano, después.↩︎

  3. Le agradezco a la Doctora Vera Wurst de la Universidad de Berlín que tuvo la generosidad de compartir la novela conmigo. Sin su colaboración este artículo no hubiera sido posible.↩︎

  4. En esa compilación se publicaron conjuntamente otros relatos premiados en el mismo certamen, los de Jesús Ruiz Nestosa y Roque Vallejos, por El Banco del Exterior de España.↩︎

  5. La isla del Cerrito también tuvo en funcionamiento un leprosario.↩︎

  6. Los aros de Librada fueron donados para la Guerra. Las mujeres dieron todos sus objetos de valor para la Guerra. Las residentas, mujeres obligadas a dejar sus casas y partir en fila acompañando a sus soldados y luego las reconstructoras son las que mantuvieron la economía paraguaya que diezmó la población de hombres. Las casas por orden del Mariscal López debían ser evacuadas forzadamente y vaciadas para que no quede nada para los invasores, lamentablemente tampoco quedaba nada para los civiles que morían por hambrunas y por falta de atención médica. Y las mujeres fueron mano de obra gratuita: levantaban cosechas, hilaban, cultivaban, lavaban, curaban a los soldados (Rodríguez Alcalá, 2011, p. 38).↩︎

  7. Lynche con el agregado de la “e” en el final del apellido en el original. Podría deberse a una intencionalidad coloquial del personaje o a un error de tipeo (Plá, 1984, p. 115).↩︎

  8. En “El canasto de Serapio” el personaje usurero se llama Luciano y su mujer criada Marta, en “Vacá retá” lo mencionan como Lorenzo acompañado de Marta, su criada y mujer, mientras que en la novela es Ulogio y su criada y mujer es Léonida.↩︎

  9. Al final de esta oración y de la palabra lombrices, se inserta un punto seguido. Es probable que sea un error de tipeo involuntario.↩︎