LEONOR DE LA CUEVA Y SILVA: UNA POETA DEL XVII. TRADICIÓN, DESPLAZAMIENTO Y LEGITIMIDAD AUTORIAL

Leonor de la Cueva y Silva: a Poet of the 17th Century. Tradition, Displacement, and Authorial Legitimacy

René Aldo Vijarra*

Universidad Nacional de Córdoba

renevijarra@unc.edu.ar

Recibido: 05/06/2024 - Aceptado: 24/07/2024

Resumen

Durante los Siglos de Oro, las poetas, dramaturgas y novelistas carecieron de una tradición literaria propia, por lo tanto, la única posibilidad para incorporarse al campo de la literatura fue adoptando la poética de tradición masculina. Más allá de esta limitación, Leonor de la Cueva y Silva (1611-1705) no se atuvo a reproducir modelos y se “atrevió” a desplazarse de la norma. El conocimiento y empleo del legado literario legitimaron la labor de Leonor como poeta y esa validación la animó a expresar su disenso con algunas verdades consagradas. Y, desde una posición “excéntrica” en términos de De Lauretis, la poeta se apropia de los recursos y tópicos poéticos canónicos para resignificarlos y, de ese modo, exteriorizar vivencias femeninas.

Palabras clave: Siglo XVII; España; escritora; tradición; desplazamiento

Abstract

During the Spanish Golden Age, female poets, playwrights and novelists lacked a literary tradition of their own; therefore, the only possibility to enter the field of literature was to adopt the poetics of the male tradition. Beyond this limitation, Leonor de la Cueva y Silva (1611-1705) did not stick to reproducing models and “dared” to move away from the norm. The knowledge and use of the literary legacy legitimized Leonor's work as a poet, and this validation encouraged her to express her dissent with some consecrated truths. And, from an "eccentric" position, in terms of de Lauretis, the poet appropriated the canonical poetic resources and topics to resignify them and, in this way, externalize feminine experiences.

Keywords: 17th century; Spain; writer; tradition; displacement

Leonor de la Cueva y Silva: una poeta del XVII. Tradición, desplazamiento y legitimidad autorial

Si hojeamos los capítulos referidos a los Siglos de Oro en las ya clásicas historias de la Literatura Española del siglo pasado no encontraremos nombres de escritoras o, en el mejor de los casos, una breve referencia a alguna de ellas (lo más frecuente es la mención a María de Zayas). El motivo de esta ausencia se resume en el escaso o nulo valor literario que se otorgó a la producción femenina del periodo hasta bien entrado el siglo XX. Hoy, ya bien avanzado el siglo XXI, con los aportes de distintos campos de saber y con la entusiasta labor de investigadoras e investigadores sabemos que las mujeres intervinieron en el campo literario de los siglos XVI y XVII escribiendo teatro, novela y poesía y, estudiando sus obras, podemos reconocer en su práctica escrituraria un elaborado trabajo con la palabra y un prolífico ingenio para crear mundos ficcionales.

“¿Qué escriben las mujeres?”, se pregunta la investigadora María Porro Herrera y afirma que ningún género queda fuera de su alcance, aunque “la mujer que accede a la lectura y escritura lo hace por una alianza más o menos implícita con la tradición literaria masculina que es la imperante aceptando sus códigos de comunicación (…)” (1995, p. 56). Entonces, si hubo un acuerdo más o menos sobreentendido con los escritores, ¿qué lugares pudieron ocupar las escritoras en el campo literario? ¿Cómo se posicionaron ante el canon fuertemente marcado por una impronta masculina? ¿De qué modo construyen su legitimidad autorial?

Con respecto al género lírico, Julián Olivares y Elizabeth Boyce sostienen que:

(…) aunque la poeta participa en el discurso dominante, aceptando la hegemonía del mismo, lo hace con el fin de exponer su destreza en el manejo de este discurso y ganar la aprobación de admiradores varones exponiendo su competencia con la pluma. (Olivares y Boyce, 2012, p. 30)

Ciertas son estas aseveraciones, sin embargo, es necesario adentrarse en cada caso particular para analizar en qué medida las poetas, dramaturgas o novelistas se limitaron o no a reproducir tópicos, estructuras y géneros difundidos a lo largo de una extensa tradición retórica y poética creada por los escritores consagrados. En el caso de las mujeres, según entiende Myriam Díaz-Diocaretz, no se puede hablar de una tradición “sino de un campo de prácticas textuales dentro de una problemática sociocultural y sociorretórica” (2011, p. 90).

Las mujeres poetas se insertaron en el campo cultural haciendo propia la tradición literaria con impronta masculina, utilizando las mismas técnicas y tópicos de sus contemporáneos, no obstante, ellas no se limitaron a una mera imitación y se “atrevieron”1 a ponerle palabras a sus vivencias, sus emociones, sus experiencias, reelaborando los procedimientos literarios vigentes para exteriorizar sus propios afectos. Sumergirse en sus discursos permite conocer su júbilo ante la vida, pero también, desentrañar muchas de sus inquietudes, pesares, frustraciones, desconsuelos fruto del desengaño ante algunas verdades consagradas. Expresar las propias emociones haciendo pública su voz es un modo de manifestar su resistencia al orden patriarcal que les (im)pone –como dice Zayas– “el cambray en las almohadillas y los dibujos en el bastidor” (2010, p. 160).

Transgredir la norma del silencio implica adoptar una posición “excéntrica” en el sentido dado por Teresa De Lauretis, quien señala que todo “desplazamiento” de lo seguro a lo desconocido supone una transformación, una desidentificación respecto de un grupo, de una familia, de una tradición. Este “des-plazamiento” implica renunciar a un lugar seguro –socio-geográfico, afectivo, etc.– y, además, implica “un des-plazamiento del propio modo de pensar: comporta nuevos saberes y nuevas modalidades de conocimiento” (2000, p. 139). Ocupar una posición “excéntrica” respecto a los discursos dominantes “significa disociarse, des-identificarse, des-plazarse y adquirir un punto de vista excéntrico al sistema” (De Lauretis, 2000, p. 144). En palabras de Marc Angenot (2010), esos descentramientos conforman “murmullos periféricos”, que se oponen a la lógica de las verdades consagradas y a la imposición de ver el mundo de un determinado modo.

Álvarez Solís sostiene que las producciones simbólicas del Barroco “operan como contra-discursos que son capaces de generar resistencias políticas, contra-conductas y discursos marginales” (2015, p. 28). Esos “contra-discursos” funcionan como discursos heterónomos en el sentido dado por Angenot, quien denomina heteronomía “a aquello que en el discurso social escapa a la lógica de la hegemónica” (2010, p 38). El discurso social de una época se organiza en sectores canónicos y la periferia del sistema discursivo está ocupada por toda clase de grupúsculos que se oponen a los valores y a las ideas dominantes estableciendo disidencias y “de este modo, esas disidencias se organizan siempre como resistencias” (Angenot, 2010, p. 47).

1. Leonor de la Cueva y Silva

Más allá de todas las adversidades, existieron mujeres que se “atrevieron” a ponerle palabras a sus emociones. Una de ellas fue Leonor de la Cueva y Silva, también conocida como Leonor de la Rúa y Silva, nacida en Medina del Campo en 1611 y fallecida en 1705 en su pueblo natal.2 En vida solo publicó dos sonetos funerarios y en la actualidad se conservan una comedia, La firmeza en la ausencia, y 54 poemas.

La poeta pretende incursionar en un campo literario marcado con una notoria impronta masculina y en un momento de transformación cultural visible en las nuevas tendencias poéticas, en el éxito de la comedia nueva, en el nacimiento de la novela moderna, en la presencia de una conciencia autorial y en la aparición de un nuevo público lector / espectador (entre otras tantas transformaciones del siglo XVII).

En aquel inquieto ambiente sociocultural de renovación e innovación, Leonor de la Cueva y Silva se apropia de los recursos y tópicos poéticos canónicos para resignificarlos y este desplazamiento implica un posicionamiento “excéntrico” frente a la tradición literaria (y a las tendencias estéticas de su tiempo). Esta desobediencia tanto a las normas patriarcales como a las del campo literario tiene como razón primordial visibilizar las propias emociones, que son las mismas emociones de otras tantas mujeres. De ese modo, su voz se constituye como forma de resistencia a quienes le y les imponen el silencio y les niegan el ingenio suficiente para la práctica de la escritura.

Claro que la ruptura con la tradición literaria nunca podría haber sido total, una innovación radical hubiera implicado la marginación, el rechazo o la censura, por lo tanto, todo desplazamiento de las convenciones debió realizarlo sin confrontar y constituyendo su autoridad como mujer poeta con un saber, poder y querer generar un corrimiento con respecto al modelo establecido.

2. La poeta ante la muerte

Muy certeras son las palabras de Porro Herrera cuando señala que las escritoras se aventuraban a los mismos géneros y tópicos que sus contemporáneos; por ejemplo, Leonor dedicó un soneto al uso de la época A la muerte de Doña Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV fallecida el 6 de octubre de 1644.

En este texto poético publicado en la Pompa funeral a doña Isabel de Borbón, celebrado en el Real Convento de San Jerónimo de la Villa de Madrid en 1645, la poeta se incorpora al campo literario dando muestras de su sensibilidad y de su maestría poética al utilizar el tradicional encomio, al apropiarse de la mitología clásica y servirse de cuanto recurso poético está a su alcance para homenajear a la difunta reina Isabel “que injusto triunfo de la Parca ha sido”:

Este grandioso túmulo erigido

fúnebre pompa de cristiano afeto,

al más hermoso y al mayor sujeto

que injusto triunfo de la Parca ha sido;

este consigo mismo competido,

de lealtad y amor piadoso efeto,

funesto ocaso, es hoy del más perfeto

sol que gozar España ha merecido.

Con golpe mortal en breve instante,

al gran Filipo, su divina aurora

la Lis francesa, la beldad galante

quitó, llevó la muerte robadora.

Mas si en eterno imperio más brillante

tantos de gloria grados atesora,

¿para qué España llora

a Isabel de Borbón, que muerta yace,

si al cielo Fénix inmortal renace? 3

Los cuartetos presentan el tópico de la muerte y las honras fúnebres “al más hermoso y al mayor sujeto” y se resalta la antítesis entre el ayer “funesto” y el hoy resplandeciente por la luminosidad del alma de la difunta. Un verso contundente, al modo quevedesco, abre el primer terceto –“Con golpe mortal en breve instante”–, enunciando el momento último y aciago de doña Isabel de Borbón. La voz poética se sirve del hipérbaton casi gongorino para enfatizar la fuerza de la acción, mostrar al sujeto lastimado y a la víctima de la Parca.

El soneto no concluye con las acostumbradas expresiones de congoja por la pérdida irreparable, sino con la idea de la luminosidad eterna de la reina. Y, además, incorpora un estrambote4 con una pregunta retórica, que fusiona la idea cristiana de la inmortalidad del alma con la mitología pagana: Isabel / Fénix. En otras palabras, la reina igual que el ave fabulosa se eleva a la eternidad, entonces para qué llorarla si será “el más perfeto / sol que gozar España ha merecido”.

Nieves Romero-Díaz afirma que la poeta participó de las celebraciones funerarias a la reina “como una forma de autopromoción poética y, al mismo tiempo, de pronunciamiento político, es decir, se aprovecha de la circunstancialidad del evento para constituir una identidad pública, declarar una posición política y crear una persona poética a nivel nacional” (2010, p. 15). La participación en este tipo de certámenes5 y la publicación de la composición le habrían permitido a la poeta, no solo darse a conocer, sino también, obtener reconocimiento en un espacio cultural más amplio. Pero para la consecución de sus fines, primero, debe legitimarse como autora dando muestras de un saber hacer de acuerdo a las convenciones, por ejemplo, el empleo de formas métricas o la recuperación de la tradición clásica y, recién entonces, desplazarse del tono lúgubre al goce esperanzador del resplandor eterno.

El tópico de la muerte, también, se encuentra presente en otro poema de la poeta, En la muerte de mi querido padre y señor:

Dejad, cansados ojos,

el justo llanto que os convierte en fuentes;

cesen ya los enojos

y enjugad vuestras líquidas corrientes,

que al mal que oprime el pecho

el alma y corazón le viene estrecho.

En tan terrible pena

ni hallo descanso, gusto ni alegría;

de todo estoy ajena,

y solo tengo la desdicha mía,

por alivio y consuelo,

que de todo lo más me priva el cielo.

Quitóme en breves días,

airado y riguroso, un bien amado

a las fortunas mías,

añadiendo este golpe desdichado.

¡Oh suerte fiera y dura!

¡Llorad, ojos, llorad mi desventura!

Contenta el alma estaba

en sus trabajos, penas y dolores

con el bien que gozaba,

mas la parca cruel con mil rigores,

fiera y embravecida

cortó el hilo al estambre de su vida.

Musa detente un poco

que si de tantos males hago suma

y en el presente toco,

no es suficiente mi grosera pluma,

que, pues estoy penando,

cuanto puedo decir, digo callando.

La composición revitaliza la tradición elegíaca con metáforas al uso de la época como ojos / fuentes, lágrimas / líquidas corrientes, con el rebuscamiento de la estructura gramatical generando fuertes hipérbatos y el empleo del encabalgamiento entre los versos para sugerir –muy al gusto barroco– la rapidez de los acontecimientos en el tiempo. Por ejemplo, en la estrofa cuatro, la voz poética rememora en pocos versos la alegría del pasado hasta la privación de “bien amado” incluyendo una calificación de la muerte con adjetivos evaluativos afectivos.6

Lo relevante de la composición radica en que el yo poético no oculta su identidad de género: “de todo estoy ajena”, y desde el lugar de hija expresa el propio e íntimo proceso emocional, que transcurre entre el “llanto” y el “enojo” ante lo irreparable. Estas emociones, que repercuten en su cuerpo, las expresa por medio de la sinécdoque: “oprime el pecho” y es tan grande el dolor que no cabe en él ni, tampoco, en el alma.

En la lira se observa un primer desplazamiento, por un lado, la manifestación identitaria de la voz poética y, por otro, se permite hacer público su dolor con un tono marcadamente intimista causado por la partida del ser querido. Si algún lector ingenuo pretende conocer las cualidades del difunto quedará insatisfecho porque a lo largo de los versos no se desarrolla la tradicional exaltación del occiso, solo lo alude en forma accesoria: “un bien amado”, “cortó el hilo al estambre de su vida”. La única protagonista es la “afección del alma”7 y del cuerpo de la voz poética.

En la última estrofa, el yo lírico se desplaza de la isotopía del dolor y con un tono apelativo exclama: “Musa detente un poco” dado que la “grosera pluma” es insuficiente para la expresión de la emocionalidad. Dejó para el final, lo que el uso y costumbre sugerían al comienzo: el tópico de la falsa modestia o “modestia afectada”, como la llama Josefina Ludmer (1985). En esa expresión de humildad poco creíble sostiene que su “grosera pluma” (en el sentido de escritura sin arte) nada puede expresar, aunque ya lo ha dicho todo. Fue frecuente que las escritoras recurrieran a expresiones de descargo por emprender una actividad impropia para las mujeres y, de ese modo, hacerle creer al sistema patriarcal que se disculpaban por realizar una actividad restringida para ellas.

La voz poética da un paso más y cierra la composición diciendo: “Cuanto puedo decir, digo callando”. Esta “modestia afectada” es paradójica dado que decide no decir cuando ya ha manifestado sus afecciones. Y, además, confiesa no tener la habilidad para la escritura, sin embargo, ha dado acabada muestra de conocimiento de arte poéticas y de la tradición cultural. Su treta, en términos de Ludmer, es el silencio final como un modo de manifestación del dolor inefable para una pluma, así mismo lo intenta.

3. Una pluma melancólica

Históricamente, las mujeres han sido objeto de una diversidad de discursos performadores de su subjetividad,8 tanto en los tratados médicos como filosóficos y morales fueron consideradas seres incapaces, desprovistas de fuerzas físicas, sin demasiada fortaleza espiritual, carentes de ingenio para la creación artística y la producción científica y con competencias “naturales” para el espacio doméstico. Estas valoraciones patriarcales, que ellas no ignoraban, no limitaron su agencia9 y, desde una posición desfavorable, las mujeres escritoras se constituyeron como sujetos con discurso propio y al tomar la pluma fueron capaces de expresar sus propias emociones.

En el caso de Leonor de la Cueva y Silva, un tono melancólico recorre las líneas de algunas de sus composiciones. Esa expresión intenta visibilizar los dolores padecidos, los miedos, los desengaños, esa violencia ejercida sobre las mujeres. Klibansky, Panofsky y Saxl sostienen que: “Esta melancolía moderna es esencialmente una conciencia de uno mismo intensificada, puesto que el yo es el eje en torno al cual gira la esfera de la alegría y del dolor” (2004, p. 230).10

¿Qué motiva esa conciencia que hace mella en el alma y en el cuerpo de las mujeres? El origen de la pasión melancólica casi no tiene límites: el paso del tiempo, un desengaño amoroso, o la insatisfacción ante la vida son motivos suficientes para que ese yo sufriente quiera mostrar sus emociones. El soneto VI es una muestra de esa agonía que la invade:

¡Válgame Dios, qué penas he pasado,

qué desgracias, qué males he sufrido,

qué de inmensos pesares he tenido,

qué pocas glorias vanas he gozado!

¡Qué riguroso que me ha sido el hado,

siempre de azares por mi mal vestido,

y el tiempo alegre de mi edad florido,

en verde primavera marchitado!

Mas ¿para qué me canso en dar al viento

lágrimas y suspiros de mis ojos,

si el cielo gusta de que yo padezca?

En gloria se convierta mi tormento,

que si paso contenta estos enojos,

espero que a mi llanto se enternezca.

En el primer cuarteto, el yo poético da cuenta de una sucesión de padecimientos por medio de una serie de sustantivos del campo semántico del dolor: “penas”, “desgracias”, “males” y “pesares”. Y por si no fuera suficiente, explícita sus dolencias en un proceso que va del “he pasado”, “he sufrido”, “he tenido”. El uso del pretérito perfecto compuesto extiende todo su efecto al presente del yo poético y, además, refuerza su desconsuelo con una antítesis final que señala la escasez de momentos felices: “¡(…) qué pocas glorias vanas he gozado!”

¿Cuáles son esas “desgracias” y esos “males”? El yo poético no los revela. Solo enfatiza su aflicción con una extensa exclamación y, en el inicio del segundo cuarteto, se limita a mencionar la severidad del hado (“¡Qué riguroso que me ha sido el hado (…)!”) y agregar una referencia a la juventud perdida: “¡(…) y el tiempo alegre de mi edad florido / en verde primavera marchitado!”.

Para los sujetos del barroco, el hado consistía en un poder irresistible que “en rigor no es otro que la voluntad de Dios, y lo que está determinado en su eternidad” (Covarrubias Orozco, 1995, p. 620). Asimismo, entendían el tiempo como un movimiento permanente y cambiante y “en él adquieren su forma y presencia las cosas y en él desaparecen al pasar, no quedando más que el tiempo (…)” (Maravall, 1980, p. 383). El tiempo con su permanente fluidez hizo mella en el sujeto poético y solo puede actualizarse en el presente de la enunciación por medio de una evocación dolorosa.

En el primer terceto, esa emoción contenida se transforma en “lágrimas y suspiros”. Y una lacónica conclusión llega con una pregunta retórica: “Mas ¿para qué me canso (…) / si el cielo gusta de que yo padezca?”. El hado, ahora nombrado como el cielo, metonimia de Dios, pareciera que solo tiene reservada desgracias para esa mujer. El terceto ofrece la imagen de una mujer quebrada por el llanto, pero no vencida en la medida en que se interroga sobre la finalidad de los sufrimientos.

El último consuelo, ante lo irremediable de las experiencias vividas, es el deseo de redención, siempre y cuando acepte su destino: “En gloria se convierta mi tormento, / que si paso contenta estos enojos / espero que a mis llantos se enternezca”. La lacerante voz femenina de la enunciación da muestra de una existencia fatigosa y con la fe puesta en el poder divino, único capaz de transformar ese sufrimiento en bienaventuranzas. La voz poética deja una insalvable duda sobre sus “enojos”. ¿A qué se refiere? ¿Por qué no confiesa esa “pasión del alma” que tanto la atormenta? Es evidente que desde una posición de sujeto sufriente prefiere dar a conocer la pasión, pero no el motivo. Una posible respuesta la podemos encontrar en la composición En la muerte a mi querido padre y señor, cuando afirma: “(…) pues estoy penando, / cuanto puedo decir digo callando”. En otras palabras, para qué insistir en lo ya sabido sobre los padecimientos de las mujeres en una sociedad con valores y normas patriarcales. La voz poética es capaz de callar el origen de las aflicciones, pero no silenciar el sufrimiento ni la fortaleza para sobrellevarlas.

Ese mismo estado de desasosiego está presente en el soneto octavo, que comienza con una antítesis barroca:

Ni sé si muero ni si tengo vida

ni estoy en mí ni fuera puedo hallarme;

ni en tanto olvido cuido de buscarme,

que estoy de pena y dolor vestida.11

La voz poética nuevamente exterioriza esa congoja que la invade. Para los sujetos barrocos, la vida se presenta como una abrumadora experiencia individual dada la incertidumbre permanente y la apremiante falta de certezas ante un mundo cambiante. Los pares de oposiciones (Muerte / vida; dentro / fuera; buscar / encontrar) manifiestan el abismo interior del yo lírico y, a diferencia del texto anterior, en el terceto final revela el origen de la inestabilidad emocional:

Lo que desprecio a un tiempo adoro y amo:

¡vario portento en condición parezco!

pues que me cansa toda humana cosa.

El yo poético mantiene una lucidez que le permite reconocerse en la extrañeza de su estado. En palabras de Klibansky, Panofsky y Saxl, este estado es inherente a la “melancolía poética” de los modernos: “un sentimiento de doble filo que constantemente provee a su propio sustento, en el que el alma disfruta de su aislamiento, pero por ese mismo placer vuelve a tomar mayor conciencia de su soledad” (2004, p. 229). La gran cuestión barroca no solo es dominar las pasiones sino someterlas, ocultarlas, disimularlas y, como sostiene Rodríguez de la Flor, “ello provoca una tensión especial, una ‘angustia epocal’ fundada por la oposición dialéctica de interioridad y exterioridad, así como sus derivados y consecuencias: público / privado, público / secreto …” (2005, p. 28)

4. La poeta ante la convención amorosa

La poesía amorosa de la época contuvo la más honda expresión de la intimidad masculina de la temprana modernidad. Aquel yo poético respaldó su voz con el ingenio, como atributo exclusivo y excluyente de la masculinidad; y en la fortaleza no solo física, sino también, moral para controlar las “afecciones del alma”. Sin embargo, las pasiones no siempre fueron obedientes al entendimiento, lo que originó no pocas disputas entre razón y pasión. Esos conflictos se trasladaron magistralmente a la escritura colmando las mejores páginas de la poesía española.

Pareciera que, por aquel entonces, la única voz apasionada y autorizada para expresar las emociones y emocionar fue la palabra masculina y que las mujeres debían resignarse con ser sujeto / objeto de inspiración poética. Tradicionalmente, ellas fueron el eterno sujeto cantado, contado y deseado por un yo enamorado. En innumerables ocasiones, la voz poética solo encareció sus propias emociones, otras veces, ese yo embelesado por la belleza de la amada plasmó su figura en exquisitas composiciones y, en otras tantas oportunidades, celoso y perturbado por la falta de correspondencia lloró sus malogrados sentimientos. En síntesis, ellos fueron los perpetuos protagonistas de las emociones y ellas, solo la excusa necesaria para poder manifestar los afectos masculinos.

En un interesante artículo, “Las ambigüedades del discurso literario”, Jean Paul Desaive advierte sobre lo engañoso del discurso amatorio del Siglo de Oro que bajo el pretexto de celebrar a las mujeres no hace más que negarlas como sujetos y en el torrente de versificación amorosa que caracteriza al siglo XVI: “El poeta canta sus propias emociones, sus sempiternas heridas, su muerte cien veces recomenzada en una narcisista escenificación en que la mujer-pretexto brilla desesperadamente por su ausencia” (1993, p. 16).

Ideas similares sostienen Julián Olivares y Elizabeth Boyce al postular que los poetas del período escribían para demostrar sus propias destrezas, reelaborando tópicos de la tradición y utilizando imágenes femeninas con el fin de enaltecer su propia figura y reputación literarias: “El sujeto / objeto femenino del deseo poético era un icono convencional y despersonalizado, un sujeto fingido; el verdadero sujeto de la poesía del amor cortés era el amante lírico, sus sufrimientos, percances y adversidades” (2012, p. 16).

Los poetas del XVI y XVII elaboraron una representación de la amada causante del manantial de heridas y establecieron un modo de expresión poética para manifestar el efluvio afectivo. Mientras que la pluma masculina construía esa mujer idealizada y culpable de provocar pasiones; las otras, las mujeres de carne y hueso, intentaban insertarse en ese medio socio-cultural dominado por estructuras patriarcales y, como sostienen Olivares y Boyce, algunas de ellas dieron un paso hacia la emancipación literaria “abandonando la rueca y empuñando la pluma” (2012, p. 13).

Las cuestiones del “corazón” formaron parte de las inquietudes de doña Leonor y de esto dan testimonio una serie de sonetos amorosos. La poeta se sirvió de la larga tradición amorosa masculina, pero desplazó la figura femenina del lugar de sujeto / objeto amoroso para posicionarla como sujeto con sus propias pasiones y puso en tela de juicio algunas verdades consagradas como la firmeza del enamorado, la sinceridad de los hombres e incluso negó la tan mentada incapacidad de las mujeres para decidir sobre sus vidas afectivas. En el soneto III, Introduce un pretendiente, desesperado de salir con su pretensión, que con el favor de un poderoso la consiguió muy presto:

Sin esperanza en su tormenta esquiva

un navegante por el mar perdido,

de mil olas furiosas combatido,

rota la nave, al agua se derriba;

y aunque su furia del sentir le priva,

se anima contra el mar embravecido

y sale a puerto de una tabla asido,

muerta su pena ya, su gloria viva.

¡Ay débil pretensión, que ansina eres

navegante en un mar de mil temores!

Rota la nave, muerta la esperanza,

al agua del olvido echarte quieres,

donde, asiendo la tabla de favores,

sales triunfante al puerto de bonanza.

El anclaje referencial del título es el pretendiente quien no tiene esperanza de alcanzar la pretensión, sin embargo, con ayuda obtiene lo deseado. ¿Qué otra cosa deseará el pretendiente, sino el alcanzar el sujeto / objeto de su deseo? ¿Quién es el “poderoso” colaborador?

Los dos primeros cuartetos describen el naufragio de un navegante, quien finalmente con la ayuda de un madero se salva. El adjetivo “desesperado” presente en el título se refuerza con el sintagma del primer verso “Sin esperanza”. La isotopía marina sostiene el primer cuarteto: navegante, mar, olas, nave, agua. En cambio, el segundo cuarteto se apoya en la isotopía afectiva: furia, sentir, animarse, embravecido, pena, gloria.

En el primer terceto reúne las dos isotopías anteriores: marinas (nave, navegante, mar) y afectivas (débil, temor). La pretensión es equiparada a un marinero navegando en la incertidumbre y el navío destrozado es la fortaleza, la constancia, el deseo desvanecido. Como dice Ernest Curtius: “La navegación es un arte difícil sobre todo cuando la practica un marinero inexperto o cuando se hace en una barca frágil” (1975, p. 190). Frágil es el amante que, ante las adversidades, entiéndase la esquividad de la amante como prescribía el código amoroso, pretende olvidar lo que antes quería obtener.

La voz poética utiliza los dos terceros para resignificar los cuartetos y, además, interpelar a un tú ya que se pasa del uso de la tercera “un navegante por el mar perdido” “eres navegante”, “echarte quieres”, “sales triunfante”. El terceto final presenta a un náufrago sobreviviente de las tempestades amorosas gracias a la “tabla de favores” que puede entenderse como la gracia concedida por la amada como gesto de aceptación de las pretensiones del galán, o como una lista de objetos de valor ofrecidos a la mujer amada como juego de seducción, o la intercesión de algún mediador para persuadir a la amada. Sin embargo, el título refiere a “el favor de un poderoso” que trae a la memoria la letrilla de Quevedo (“Poderoso caballero es don dinero”) y, tal vez, de un modo sutil se deja asentado que el navegante amoroso no triunfó por la constancia sino con el patrocinio del dinero.

La poeta aprovecha los componentes de la poesía amorosa idealizante en donde la voz poética masculina es la portadora de los afectos y ellas son lo inalcanzable, idealizadas hasta la desintegración de la condición de mujer. Leonor de la Cueva invierte el esquema al situar como sujeto / objeto al varón sin la fortaleza afectiva que le atribuye el discurso poético. Todo lo contrario, lo presenta como el ser imperfecto que es, y de ese modo, se opone a toda una ancestral tradición amorosa que pervive desde el amor cortés, pasando por la tradición petrarquista, hasta la idealización neoplatónica vigente en ese momento.

Otro caso de inconstancia del enamorado, se presenta en el soneto A un galán, en donde desarrolla la historia de infidelidad de Galicio, quien dice adorar a Leonarda, sin embargo, la engaña con Elia. El soneto se sustenta sobre el eje de la falsedad del enamorado:

Con gran fineza, aunque si bien fingida,

a Leonarda da su alma por despojos,

y luego con un falso y nuevo modo

dice que es Elia el dueño de su vida.

Pues oiga un desengaño a sus antojos:

Todo lo pierde quien lo quiere todo.

El pretendiente cree que ha engañado, sin embargo, es víctima de su propio fingimiento. El anteúltimo verso se inicia con un enfático “pues” con valor consecutivo que acompaña al verbo oír en presente de subjuntivo que exhorta a “despertar” de la falsa creencia de que el hombre todo lo puede obtener y la voz poética lo pone de manifiesto. En el mundo barroco del revés, ya no es la mujer la única burlada, ellos también lo son de sus propias falsedades.

Otros ejemplos pueden abonar la inconstancia del pretendiente ante el amor, solo un último caso, el soneto XI (a petición):

Introduce una dama que se aficionó a un galán que estaba prendado de otra, y dándole a entender su amor la correspondió, hasta que vino a saber que quería a otra, y enojada le hace este soneto dando de mano a su amor12

El título ya de por sí es elocuente y, además, hace creer al lector que es una composición “a petición”. La poeta se auto-representa como mujer que escribe para otra, por lo tanto, alguien la considera voz autorizada como poeta (y por qué no en cuestiones amorosas). Los tercetos finales no solo colocan al enamorado con objeto de crítica:

Grillos amor me puso a los sentidos,

y la causa cruel de tantos daños

con sus regalos aumento mis glorias;

pero sabiendo, ¡ay Dios!, que eran fingidos,

he sepultado en caros desengaños

mi firmeza, mi amor y sus memorias.13

Además, exponen la capacidad del sujeto poético para controlar las propias pasiones poniendo en relieve la “firmeza” de la enamorada, la pasión amorosa y la competencia para “olvidar” los recuerdos. En síntesis, voluntad, memoria e ingenio, atributos negados a las mujeres en los discursos hegemónicos.

5. Legitimidad literaria

A lo largo de la historia, el sistema patriarcal impidió la participación de las mujeres en la producción de conocimiento y respaldó su posición en los saberes heredados de los ámbitos de la medicina, la filosofía y la teología, que defendían la convicción de que la condición biológica de frialdad y humedad les limitaba la capacidad intelectual. Esta concepción sesgada impidió a las mujeres el desarrollo pleno de una práctica literaria con impronta femenil y

(…) ante la carencia de una tradición teórica femenina y unas prácticas determinadas desde las que pudieran extraer los fundamentos esenciales del arte literario van a disponer, pensar y dirigir los caminos por los que ha de regirse el canon literario. (Sánchez Dueñas, 2008, p. 165)

En otras palabras, tenían como referente las pautas señaladas por la autoridad literaria masculina.

Si bien la política patriarcal del Antiguo Régimen reprobó la incursión de las mujeres en el campo literario, no por eso dejaron de participar en justas poéticas, en el espacio teatral o como autoras de novelas. Desde una posición “excéntrica”, las escritoras hicieron pública su voz ya sea teniendo la posibilidad de imprimir su obra, o con la circulación informal de manuscritos.

Nieves Baranda Leturio sostiene que más allá de que la práctica de la escritura en las mujeres suponga un acto de rebeldía, el problema de fondo está en la propia autorización como voz emisora: “La autoridad se obtiene por diversos causes o medios en la sociedad a la que pertenece la escritora y es lo que le permite aspirar a que su voz sea escuchada entre la élite cultural o social” (2005, p. 118).

En el caso de Leonor de la Cueva, ante la ausencia de una tradición literaria femenina, en donde respaldarse, tuvo la habilidad de “negociar” con el único canon vigente, el canon literario masculino. Hizo propios los temas, códigos, estructuras y, de ese modo, dio muestras de conocer la tradición literaria. El conocimiento y empleo del legado literario legitimaron su labor como poeta y con esa validación se “atrevió” a correrse sutilmente de la preceptiva y expresar sus disconformidades. Por ejemplo, en el soneto dedicado a la reina Isabel se desplaza de la representación funesta de la muerte para albergar la idea de eternidad resplandeciente del alma de la difunta fundiendo mitología con el más allá cristiano. Otro deslizamiento ocurre en los sonetos amorosos, donde mostró conocimiento sobre lo que estaba escribiendo al incorporar con maestría isotopías, rimas, recursos poéticos en boga, y con esa exhibición de dominio técnico se “atrevió” a colocar al sujeto masculino como centro de las composiciones.

Según entiende Bourdin: “El lenguaje es el modo usual en que la experiencia emocional se ‘empaqueta’ para hacerla accesible a los demás” (2005, p. 180). El medio sociocultural determina los modos de la expresión afectiva y el deseo de hacer pública la intimidad debe amoldarse a esas formas. En el caso Leonor de la Cueva y Silva comparte con sus contemporáneos ese estado casi inefable de inestabilidad ante la vida y expresa esas emociones en términos poéticos similares a los usados por los poetas lo que legitima su saber hacer como mujer poeta. Sin embargo, con la manifestación de la identidad genérica del sujeto lírico, la poeta visibiliza los sufrimientos de las mujeres, los pone en valor y, finalmente, hace de las dolencias femeninas un tópico poético.

Por supuesto que no postulamos una poesía de la experiencia, solo decimos que, a partir de la experiencia de mujer con agencia para decir, manifiesta su posición ante la vida. La poeta se toma el atrevimiento –término usado por muchas escritoras del momento– de desplazarse del monopolio literario masculino construyendo una voz poética femenina que habla de sus desengaños amorosos y describe al amante con flaqueza emocional o lo presenta como un manipulador de los afectos femeninos. Los sonetos amorosos no están construidos sobre la sublimación de la pasión, ni de la idealización de la amada o del amante, sino sobre la degradación de los atributos del amante como la fortaleza, la constancia, la fidelidad en oposición a la capacidad de las mujeres para decidir y expresar sus afecciones. Incluso, en la lira a la muerte del padre exterioriza la afectividad de hija huérfana y no deja de sorprender que el occiso apenas es mencionado porque el eje está en el proceso del dolor de la voz poética.

No se detiene aquí la producción de Leonor de la Cueva y Silva y en otras composiciones define el amor, los celos, la vida, elabora composiciones con personajes mitológicos y hasta un romance en desagravio de las damas. También se anima a satirizar algunos aspectos del amor y los enamorados usando una diversidad formas estróficas e incorporando la parodia y la ironía con efectos humorísticos.

Es muy probable que el hecho de haber pertenecido a una familia pudiente y haber sido la sobrina del conocido poeta y dramaturgo Francisco de la Cueva le permitieran acceder a una esmerada formación e ingresar al espacio cultural en su terruño. Sin embargo, solo un par de composiciones de la poeta se publicaron en vida, lo que no implica que su obra no fuera conocida y trascendiera las fronteras de su pueblo natal. Leonor encontró en la publicación de los sonetos fúnebres un resquicio donde exponer su habilidad como poeta y, según sostiene Romero-Díaz (2010), la participación en estos eventos muestra la existencia de una red de conexiones políticas, sociales y culturales que le otorgan legitimidad como poeta y la ayudan en su proyección. Seguramente que la situación personal de Leonor de la Cueva la favoreció para posicionarse en el campo literario, sin embargo, si no hubiera dado muestra de un saber hacer con la escritura, solo con la posición social no hubiera sido suficiente.

Al margen de su situación social, el discurso poético de Leonor de la Cueva y Silva es “excéntrico” en tanto se aparta sutilmente de algunos tópicos del canon literario tradicional como hemos señalado y ese “murmullo periférico”, en palabras de Angenot, aunque paradójicamente producidos desde una cómoda posición social, se presenta como resistencias a algunas ideas imperantes de quienes detentaron la autoridad y poder en la sociedad del momento. Tal vez, la disidencia con algunas ideas patriarcales manifestadas en su discurso poético limitó la posibilidad de publicación de su obra o quizás fue por voluntad propia dado que desplazarse de la norma implicaba arriesgarse a ser rechazada. Más allá de esos motivos, la poeta Leonor de la Cueva y Silva trascendió los siglos y su producción habla no solo de sus habilidades poéticas y de su formación cultural, sino también, de su empeño en dar a conocer algunas pasiones femeninas.

Referencias bibliográficas

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*René Aldo Vijarra es Profesor y Licenciado en Letras Modernas y Doctor en Estudios de Género por la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Profesor Titular regular en la Cátedra de Literatura Española I de la carrera de Letras Modernas de la Facultad de Filosofía y Humanidades (UNC). Actual vicepresidente de la Asociación Argentina de Hispanistas y miembro del Comité Ejecutivo de la Red Internacional Multidisciplinar en Estudios de Género (RIMEG). Ha participado en más de 70 congresos nacionales e internacionales como expositor, panelista y conferencista. Ha dictado seminarios de grado y posgrado sobre autores/as del Siglo de Oro y publicado en revistas nacionales y extranjeras artículos referidos a su área de estudios. Autor, junto a Andréa Correa Paraíso Müller y Rosangela Schardong, del libro Ler e escrever, sendo mulher (2022) publicado en Brasil. Ha dirigido, co-dirigido e integrado proyectos de investigación en relación a la literatura española del Siglo de Oro con énfasis en el estudio de obras escritas por mujeres.


  1. Atreverse es un término usado frecuentemente por las escritoras para justificar su incursión en el ámbito literario.↩︎

  2. Sus padres fueron Agustín de la Rúa y doña Leonor de la Silva, familia formada por cuatro hijos: Antonio, Jerónimo, Jacinta y Leonor. La poeta contrajo matrimonio con don Baltasar Blásquez de Frías. Olivares y Boyce (2012) creen que la etapa de más intensa producción de doña Leonor pudo haber sido entre 1630 y 1650 y es probable que escribiera mucho más de lo que se conserva. La investigadora Juana Escabias en su obra, Dramaturgas del Siglo de Oro. Guía completa (2022) sostiene que se desconocen las fechas de nacimiento y muerte de la escritora.↩︎

  3. Cito por la edición de Olivares y Boyce (2012).↩︎

  4. “Estrambote. s. m. Versos o copla añadida al fin de alguna composición poética, especialmente en los sonetos, para mayor expressión (sic), lucimiento y gracejo” (RAE, 1726-1739).↩︎

  5. Romero-Díaz sostiene que la celebración de exequias, honras o pompas funerales en honor de los miembros difuntos de las familias reales se convirtió en una cuestión de estado con el propósito de la “(re)legitimación” de la monarquía. “Dentro de estas celebraciones funerarias destacan los certámenes y misceláneas poéticas que contribuyen discursivamente a la dignificación de Isabel al tiempo que adornan literariamente tales celebraciones” (2010, p. 10).↩︎

  6. “Los adjetivos afectivos enuncian, al mismo tiempo, que una propiedad del objeto al que determinan, una reacción emocional del sujeto hablante frente a ese objeto. En la medida en que implican un compromiso afectivo del enunciador, en que manifiestan su presencia en el interior del enunciado, son enunciativos” (Kerbrat-Orecchioni, 1997, p. 111).↩︎

  7. “En los siglos XVI al XVIII se hablaba sobre todo de afectos o pasiones, esto es, de padecimientos pasajeros que afectaban (alteraban) al individuo, para después permitirle volver a su ser” (Tausiet y Amelang, 2009, p. 8).↩︎

  8. La performatividad, según Butler, debe entenderse como una práctica reiterativa y referencial de interpelación y reprimenda mediante la cual el discurso produce los efectos que nombra, regula e impone: “Si el poder que tiene el discurso para producir aquello que nombra está asociado a la cuestión de la performatividad, luego la performatividad es una esfera en la que el poder actúa como discurso” (2002, p. 316).↩︎

  9. “La agencia como potencia se refiere a la capacidad-posibilidad de producir un efecto de novedad frente a un trasfondo de constricciones normativas” (Ema López, 2004, p. 17).↩︎

  10. “Hay en la historia de la palabra «melancolía» una línea de desarrollo en la que ha pasado a ser sinónimo de ‘tristeza sin causa’. Ha venido a significar un estado mental temporal, un sentimiento de depresión independiente de cualesquiera circunstancias patológicas o fisiológicas, un sentimiento que Burton (a la vez que protesta contra esta extensión del vocablo) denomina ‘disposición melancólica transitoria’, frente al ‘hábito melancólico’ o la ‘enfermedad melancólica’” (Klibansky, Panofsky y Saxl, 2004, p. 217).↩︎

  11. Por razones de espacio no transcribo ni comento el soneto en forma pormenorizada. Se puede leer en Cervantes Virtual (2024).↩︎

  12. “Dar de mano. Despreciar a alguno o alguna cosa, no hacer caso de él, ni ocuparle en cosa alguna. El origen de esta phrase parece salió de la natural acción con que al tiempo que se propone alguna cosa que no conviene, se desprecia extendiendo la mano hacia afuera del cuerpo, como que no se quiere que se ponga a la vista” (RAE, 1726-1739).↩︎

  13. Por razones de espacio no transcribo ni comento el soneto en forma pormenorizada. Se puede leer en Sabido Sánchez (2015).↩︎