RELATOS INVERSOS. INFANCIA Y CLAUSURA EN FICCIONES ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS

Inverse Stories. Childhood and Closure in Contemporary Spanish Fictions

Germán Guillermo Prósperi*

Universidad Nacional del Litoral (Ihucso, UNL-CONICET / CEDINTEL) / Universidad Nacional de Rosario

germanprosperi@gmail.com

Fecha de recepción: 23/06/2024

Fecha de aceptación: 21/08/2024

Resumen

¿Qué ocurre cuando un relato se inicia con una escena extrema como es la muerte de un niño o una niña? ¿Qué forma adquiere la puesta en discurso de ese suceso? ¿De qué manera el hecho narrado en el inicio determina una especial configuración de la trama? Este trabajo busca acercarse a algunas novelas españolas contemporáneas que exhiben esa figuración y que constituyen lo que denominamos relatos inversos. El artículo propone: 1) caracterizar estos relatos en el marco de las relaciones entre literatura e infancia y 2) abordar el análisis de algunos ejemplos que ponen a funcionar esa especial presencia.

Palabras clave: relatos inversos; infancia; clausura

Abstract

What happens when a story begins with an extreme scene such as the death of a boy or girl? How is this event discoursively framed? In what way does the initial event shape a unique configuration of the plot? This study explores contemporary Spanish novels that feature this narrative structure, which we refer to as “inverse stories”. The article: 1) characterize these stories within the context of the relationships between literature and childhood and 2) analyze specific examples that illustrate this distinctive narrative approach.

Keywords: inverse stories; childhood; closure

Relatos inversos. Infancia y clausura en ficciones españolas contemporáneas1

1.Preguntas iniciales

A lo largo de estos últimos años hemos venido desarrollando en diversos espacios de investigación y enseñanza2 argumentaciones sobre las relaciones entre literatura e infancia y, en un segundo momento, sobre literatura y vejez. No deseamos reseñar aquí el marco teórico que los proyectos abordaron pero sí detenernos en el enunciado de dos hipótesis que los sucesivos desarrollos retomaron, ampliaron e interrogaron en tanto punto de partida:

  1. En las ficciones de nuestros corpus, la infancia se figura no solo como presencia de personajes particulares sino como umbral de una escritura o proyecto escritural. Las categorías de figuración y laboratorio de escritura (Premat, 2016) permiten abordar esta primera afirmación.

  2. La presencia de lo infantil en los textos siempre se lee en términos de falta, de aquello que no puede alcanzarse más que como instancia de futura definición. La tesis de Daniel Link (2014), la infancia como falta, nos permitió abordar esta compleja trama al mismo tiempo que nos posibilitó postular, también siguiendo al crítico argentino, que las ficciones que se ocupan de figurar la infancia son también ficciones teóricas porque dicen algo sobre esa especial presencia. De este modo, un corpus de infancia –esto es, textos con protagonismos infantiles– no necesariamente constituye una ficción teórica de infancia, la que exige un modo de leer particular que busca caracterizar, siempre en diferido, aquella construcción.

A partir de estas conjeturas se abren varias series que ponen a funcionar estas hipótesis y amplían la especulación hacia zonas que no estaban originalmente en nuestros desarrollos. De este modo, aparece un corpus por asalto, textos que estaban allí pero no habíamos imaginado que pudieran formar parte de nuestra cantera de ejemplos y que plantearon un desafío para nuestras posiciones metodológicas. Los textos que leemos nos permiten plantear preguntas que también han estado en el centro de las especulaciones teóricas de varias disciplinas que han abordado la cuestión de la infancia pero que no necesariamente definen nuestro problema. Graciela Frigerio ha instalado una discusión sobre los modos de abordaje de la infancia en diversas perspectivas y las consecuencias metodológicas que esos puntos de vistas delinean y reconfiguran:

¿Quiénes son los niños reales? ¿De quién se habla cuando nos referimos a ellos? ¿Se trata del infans de la psicología y el psicoanálisis? ¿De la infancia definida por ciertas corrientes de la filosofía? En ambos casos, la cronología, el rasgo de identidad etario, tiene un valor cuestionable. Quien más claramente lo presenta en este sentido es Francois Lyotard, cuando advierte que infancia no es algo comprendido en una edad, sino algo que nos acompaña durante la vida.

¿Se trata del niño de la pedagogía? ¿El que requiere supuestamente de una versión cada vez más didactizada del mundo de las ideas? ¿El niño confundido con la figura del escolar?

¿Se trata de la noción sociológica de niñez? ¿De la llamada ficción jurídica de la minoridad presente en el derecho? (Frigerio, 2013, p. 19)

Esta cita es representativa de un estado de preguntas pero deja afuera una cuestión que impacta en nuestra perspectiva y es la de los niños en la ficción, por lo cual podemos ampliar estos interrogantes hacia esa zona. ¿Qué le hace la infancia a la ficción? ¿De qué maneras la ficción se deja atrapar por la infancia? ¿Basta decir que es una falta (Link, 2014), que habilita la experiencia (Agamben, 2011), que irrumpe en la lengua (Deleuze y Guattari, 2002; Benjamin, 1989, 1990), que es una otredad radical, un estado de la imaginación o un fantasma (Link, 2009)? ¿Cuál es la infancia o las infancias a las que la literatura da lugar?

Entre estas opciones aparece una figuración extrema como es la de la desaparición o la muerte de los niños en la ficción. ¿Cómo se narra esa muerte, a través de qué estrategias, modulaciones, flexiones? ¿Cuál es la forma que adquieren esas ficciones cuando optan por la narración de esa acción en el límite? Llamamos a esas ficciones como relatos inversos, en el sentido en que la infancia funciona allí contrariamente a una apertura o promesa de inicio. En los relatos que comentaremos, la infancia opera como clausura, como cierre, como trazado de un horizonte del final que habilita esta extrema vulnerabilidad como resolución. En lugar de estar en el inicio del laboratorio de escritura y ser un puro futuro de realización, la infancia se instala como una paradoja, esa que irrumpe en el principio de los relatos pero para contar un final.

La figura de la inversión ha sido abordada a través de varias modulaciones en la lectura de la obra tanto de narradores como de poetas españoles contemporáneos. En esta serie mencionamos los trabajos de María Julia Ruiz (2022) sobre la temporalidad desajustada en el proyecto autorial de Joaquín Sabina. Para Ruiz, la obra de Sabina exhibe una flexión paradojal que instala la vejez en el inicio y que se sostiene a través de una autofiguración a partir de la cual el viejo cantautor emerge en el origen de su proyecto musical. Esta hipótesis recupera los desarrollos de Julio Premat (2012) sobre las funciones del principio, aspecto que el crítico propone abordar básicamente desde dos materialidades, los textos que se refieren a la infancia del autor (tanto ficcionales como autopoéticos) o aquellos que representan el gesto de entrada en la escritura a través de las primeras publicaciones. En esta segunda perspectiva, Premat incluye la posibilidad de abordar estos principios en términos formales, lo que implicaría la mirada a “las primeras líneas de un relato” (p. 4) como plataforma de partida para investigar los principios de una obra. De este modo, nos preguntamos qué ocurre con aquellos textos ficcionales cuyos inicios no promueven el desarrollo de una trama o un proyecto escritural sino que narran la muerte de la infancia en tanto matriz generadora del relato.

Una segunda modalidad de abordaje de la cuestión de la inversión es la desarrollada por Daniela Fumis (2022) en sus acercamientos a las relaciones entre vejez y literatura. Fumis sostiene que la vejez representa una ajenidad amenazante para la literatura, la cual habilita la discusión sobre dos aspectos que atraviesan estas representaciones: la arbitrariedad de la crononormatividad y las capacidades de unos cuerpos que escapan a la integridad y las capacidades exigidas para su sostenimiento en la trama social. Fumis habla sí de un “tiempo de más” (p. 9) que la vejez viene a traer a la ficción, en tanto ese transcurrir improductivo en el que el relato puede continuar.

Nos preguntamos entonces si iniciar una obra con la muerte de un niño o una niña no es un modo de figurar también una vejez, la que a pesar de estar en trance de desaparición sirve de plataforma de partida para la máquina ficcional en la que se inscribe.

La hipótesis que sostenemos es que en las novelas que abordaremos la infancia surge también como una flexión inversa, ya no apelando a un desajuste del tiempo o una interrogación sobre las posibilidades de un cuerpo otro, sino como desafío para que el relato pueda existir. Borrada desde el inicio, la infancia se figura no solo como una falta sino como potencia que tracciona el relato hacia adelante, el que deberá buscar más allá de la intemperie a la que aquella desaparición lo ha condenado.

2. Un corpus en huida

Lo perturbador de la ausencia es la marca de dos novelas que ofrecemos como ejemplos para pensar los relatos inversos, esos que ponen la muerte de la infancia como condición de posibilidad de una trama.

Niños en el tiempo, de Ricardo Menéndez Salmón, ofrece un particular abordaje de nuestro problema. Desde inicios del siglo XXI, la obra de este autor ofrece matices que permiten alejarla de algunas poéticas canónicas que la narrativa española contemporánea instaló como funciones constructivas. De esas marcas sobresalen dos: el alejamiento de sus ficciones de un espacio que podemos denominar como español para instalarlas en un horizonte cosmopolita (o al menos europeo) y un cierto abandono de la flexión autofictiva, salvo en su novela de 2020 No entres dócilmente en esa noche quieta, en la que narra la enfermedad y muerte de su padre.

En Niños en el tiempo se cuentan tres historias, las cuales pueden leerse de manera independiente pero que cobran su sentido final en la integración de la estructura tripartita, lo cual nos habla desde el inicio de una interrogación metafictiva acerca de lo que una novela es.

El título ofrece una doble posibilidad de lectura. Si hablamos de “niños en el tiempo” podemos ensayar que se trata de postular que la niñez será abordada en la ficción en términos de la perduración de esa etapa (no exenta de cambios) en el tiempo, o bien de un mecanismo por el cual lo temporal se convierte en un espacio. A través de esta segunda opción, los niños de la ficción de Menéndez Salmón están (y no solamente son) en el tiempo, como si este fuera una delimitación espacial que invierte el cronotopo y lo interroga. De este modo, la novela puede hacer serie con narraciones en las cuales el tiempo es otro de los espacios (peligrosos, portadores de vulnerabilidad, inestables, violentos) en los que la infancia se ubica en algunas ficciones del presente. Recordamos aquí la primera novela de Jesús Carrasco, Intemperie (2013), y El niño que robó el caballo de Atila, de Iván Repila (2013), en las cuales la infancia está literalmente en un pozo. Lo que llama la atención es que esa marcación espacial se realiza en el inicio de las ficciones. La infancia no llega al pozo en términos de un proceso de degradación al que ha sido sometida, sino que se instala allí como promesa de relato.

La estructura de Niños en el tiempo también ofrece datos para esta argumentación. Se trata de tres secciones integradas que desde sus títulos (“La herida”, “La cicatriz”, “La piel”) cuentan una historia antes de su desarrollo, relato que incorpora la cuestión del cuerpo en tanto matriz desde donde leer esa narración cautiva. Lo que los títulos cuentan es lo que le ocurre a un cuerpo: la herida, la cicatriz y la restauración de la piel. Podemos pensar aquí también en un modelo invertido, el cual parte de los efectos para avanzar hacia un origen que alguna vez fue sin mancha, sin cicatriz, la cual sabemos que no puede borrarse. El hecho de que la piel sea la última estación del círculo narrativo nos permite hablar de la hipótesis de lo inverso como matriz constructiva. Esta función se pone de manifiesto en el inicio mismo del relato:

Y así como el instante de la concepción, ese misterioso empuje en el que dos principios colisionan para cambiar el curso del mundo, resultó inaudible, con ambos actores ajenos a lo que nacía dentro de los cuerpos, así el instante de la desgracia fue también silencioso.

Sólo más tarde, al entrar en casa desde el jardín de juegos, descubrieron la sangre empapando el pantalón del niño. Ese mismo niño que los miraba con ojos inocentes, sin huella de dolor o sorpresa, ignorante de que algo se había quebrado dentro de él, fatal y decisivamente.

De modo que piernas arriba, con menos temor que asombro, siguieron el dibujo de la mácula, aquel flujo que no era rojo, como quiere el lugar común, sino negro y espeso, como cantó el primer poeta, hasta llegar al pequeño y tierno agujero por donde el hijo amado se vaciaba igual que una taza rota.

Entonces los conmovió el espanto. (Menéndez Salmón, 2014, p. 11-12)

¿Cuál sería el efecto del cambio del sujeto del enunciado? ¿Cómo se desarrollaría el proceso de recepción si en lugar de “pantalón del niño” se hubiera optado por otros sintagmas tales como “pantalón del hombre, del hermano, del vecino, del jardinero, del padre”? Vemos así que la infancia está desde el inicio pero no como horizonte de un futuro posible sino como clausura que necesita ser explicada lo que convierte a la novela en un relato sobre el duelo.3 Sin embargo, esta hipótesis se enfrenta hacia la constatación de una imposibilidad, la que adviene ante la impotencia de la escritura: “Antares supo entonces que, por más que se desee, no se puede nombrar lo innombrable” (Menéndez Salmón, 2014, p. 14). Es así como la primera parte de la novela puede leerse como el espacio en el cual ensayar una salida a la inmovilidad a la que la desaparición del cuerpo infantil ha condenado a la ficción familiar: “Esa búsqueda que, acaso sin anunciarse, había empezado al abandonar el hospital y allá dentro, en la colmena de su arquitectura funcional, dejar el cadáver del niño” (Menéndez Salmón, 2014, p. 17). Esto es significativo porque permite advertir que el inicio es un relato sobre la familia y no sobre el niño muerto, el que solo será la garantía de una escritura, a la que por el momento no podemos acceder. Padre, madre, abuelos, perra están allí para intentar reordenar una lógica que estalla ante la desaparición del hijo pero que sin embargo, y tal vez de manera paradojal, permite un movimiento en ese entramado. Quien primero lo vivencia es Elena, la madre del niño muerto, quien deviene igualmente niña ante los ojos de Antares, su esposo: “Besaba entonces sus cabellos, que desde hace días olían a madera y salitre, y la llevaba así, abrazada como a una niña, en dirección al dormitorio” (Menéndez Salmón, 2014, p. 34). El devenir niña de la madre es una de las instancias de ese avance, el que va del cuerpo enfermo del hijo, su cadáver, sus cenizas y su fantasma, enunciados que permiten interrogarnos acerca del fin.

¿Hacia dónde van los niños? Esta parece ser la pregunta que el relato instala como enigma y que resuelve sin dificultad porque es esa figuración, la de la infancia, la que se mantiene a lo largo de las tres partes del relato como potencia y garantía de producción de la imaginación narrativa. Si la serie de los hijos4 encuentra una salida, no ocurre lo mismo con la de las madres, las cuales quedan condenadas a una zona de preguntas sin respuestas. “Los niños –dijo a nadie–. Los niños lo soportan todo” (Menéndez Salmón, 2014, p. 56) dice Antares quien no puede sin embargo habilitar un futuro para la madre que ya no lo será:

Pero mientras el sol tenía sus ojos, mientras el insomnio hacía que la habitación oscilara y el perro, la urna y el Niño5 buscaban acomodo en el día que empezaba, Antares recuperó la última imagen de Elena que conservaría durante años, la misma que mucho después, cuando cerrara los ojos para siempre en compañía de otra persona, de otras manos y de otro clima, se llevaría consigo la negrura infinita donde no hay padres, donde no hay hijos, donde no hay literatura.

La visión de la mujer que durante quince años había compartido su vida, la visión de Elena volviéndose en el umbral de la casa mientras decía:

-¿Qué me devolverá a mi hijo? (Menéndez Salmón, 2014, p. 76)

La segunda parte (“La cicatriz”) es el relato imaginado de la infancia de Jesús en el que se incorporan datos que podemos leer en serie con la primera parte. Hay aquí nuevas muertes infantiles, como la del gemelo de Jesús y la de Lavinia, la amiga romana del Niño a quien no puede salvar de su enfermedad. Es significativa la manera en que se produce también en este momento del relato un desmantelamiento de la maternidad, en este caso exhibida en la figura de la Virgen María quien es sexualizada por efecto de la mirada de los tres reyes que llegan de Oriente: “De modo que comen pasas y beben leche en vez de agua, y a cada rato, sin pudor, miran el cuerpo de María con ojos encendidos. Hace tiempo que duermen solos. Demasiadas noches para hombres como ellos” (Menéndez Salmón, 2014, p. 88).

Esta segunda parte, dedicada a Elena, expone la necesidad de construir un relato sobre la infancia de Jesús pero al mismo tiempo sobre cualquier infancia, esa ficción teórica que ha comenzado con la muerte de un niño pero ha sido desde allí pura promesa de relato futuro, máquina de narrar que no evita el contrapunto y ejemplo de los modos de emergencia de una poética a través de la cual la narrativa española contemporánea vuelve a reinsertarse en la flexión metafictiva como uno de sus rasgos principales:

¿Cómo se amaban las familias hace dos mil años? ¿Hay documentos que nos hablen de ese amor, el que se comparte durante la comida, en el descubrimiento del entorno, con los primeros ritos, en la comunión con los animales? ¿Cómo ama un carpintero a sus hijos? ¿Y una madre primeriza, joven, bella sin duda por la que tres viajeros llegados de Libia insinuaron con su deseo? ¿Por qué nadie menciona los juguetes de Jesús?

Hay que hacerlo. Tenemos que regalarle una infancia a este niño. Cómo, si no, alguien podrá un día creer en él. De qué hablan esos amanuenses, qué palabras vacías pronuncian, si ninguno mencionó jamás cómo le dolían los dientes, de qué color eran sus deposiciones, quién le hizo su primer rasguño.

Infancia y vida oculta. ¿Por qué, embaucadores? (Menéndez Salmón, 2014, p. 95)

El cumplimiento de este proyecto, la escritura de esa infancia, concluye con una entrega, la que muchos años después realiza Antonio (quien fue Antares en la primera parte) a una mujer embarazada en un viaje a Creta. Antonio regala el texto que ha firmado, “La cicatriz”, a esta madre futura, Helena, quien porta en su nombre el silencio, ese plus de sentido al que ha sido condenada la esposa en la primera parte.

Helena decide tener a su hijo, lo cual habilita una posible salida a la serie de muertes infantiles que la novela despliega: la muerte del hijo en “La herida” y la muerte de Jesús en “La cicatriz”. Esta segunda muerte se figura a partir de una irrupción de infancia, la que desordena el relato de la Historia y reescribe la ficción familiar. Es así que en la imaginación del relato de la muerte de Jesús en la cruz, el personaje vuelve a ser un niño ante los ojos de su madre y de todas las madres:

Todos, a su modo, desde el misterio de la fe, venerarán esta imagen como el instante sagrado de la reconciliación, la llama nunca apagada de un destino más grande que las vidas que lo circundaron: la Madre estéril, doliente, destinada a perdurar, ligada a la rotación del planeta por el sufrimiento silencioso de su niño crucificado junto a dos ladrones.

Todas las madres han abrevado en esa cruz. Yo lo he visto.

Todas. (Menéndez Salmón, 2014, p. 160)

Si bien se trata de un Jesús niño, es la Historia la que nos hace tomar conciencia de esa desaparición que conocemos antes de cualquier escena de lectura, eso que Roland Barthes denominó el punctum de intensidad. Recordemos su posición de lector en La cámara lúcida (2003), texto pensando en torno a la muerte de su madre (junto con Diario de duelo) en la que ensaya una metodología de observación de fotografías, la que va del studium al punctum. Para Barthes hay una tercera estación del proceso, la cual adviene en el momento en que advertimos que en las fotografías de infancia la humanidad representada allí es pura desaparición. Como la fotografía de la madre en el invernadero, centro exclusivo de la galaxia del último Barthes, “La cicatriz” es la constatación de que ese niño ha muerto. Si bien el final de la novela permite trazar una línea de esperanza a través del desarrollo del embarazo de Helena y el don del relato que Antonio/Antares otorga, la ficción no puede alejarse de ese horizonte del fin. El texto va así desde el cadáver del hijo hacia la constatación de que “la literatura reclama el privilegio de la imaginación” (Menéndez Salmón, 2014, p. 111) pero sin garantías ante la intemperie de la Historia.

Familia, naturaleza e infancia se cruzan en República Luminosa, la novela Premio Herralde de Andrés Barba publicada en 2017 y que ofrecemos como segundo ejemplo de relato inverso. No hay pozos aquí, sino selva, espacio que contiene a una ciudad, San Cristóbal, a la que un funcionario de Asuntos Sociales de Estepí llega en 1993 para resolver el enigma de la muerte de 32 niños. La novela narrada en primera persona expone una serie de preguntas acerca del estatuto de la infancia en una naturaleza que parece expulsarla de sus circuitos sociales y económicos. Del mismo modo que en las novelas de Carrasco y Repila, no hay aquí referentes reales en el espacio convocado y solo podemos intuir que se trata de un país tropical o subtropical posiblemente sudamericano.

Los 32 niños protagonistas desafían la ficción en la interrogación sobre el espacio. La pregunta que atraviesa la novela es puesta a circular en el inicio, “¿De dónde salieron los niños?” (Barba, 2017, p. 23), interrogante que la trama responderá con precisión hacia el final del relato. Es así como podemos leer la novela de Barba en el cruce productivo entre infancia y espacio, el cual, a pesar de sugerir que está determinado por la naturaleza, no tarda en desviarse hacia otra zona menos luminosa, a pesar de lo que el título promete.

No nos detendremos en núcleos de la trama que pueden reponerse en la lectura, tales como la cuestión de la lengua que el grupo inventa o el proceso de resolución del enigma del origen del grupo, pero sí señalamos que estas líneas argumentales apuntan a la interrogación sobre el modo en que la infancia afecta el mundo ficcional y convierte a la novela en una ficción teórica de infancia. Así lo plantea el narrador:

Hoy sabemos por el cadáver de una de las niñas, una chica de trece años, que estaba embarazada. Tuvo que haber, por tanto, relaciones entre ellos, también entre los más pequeños. Aquellos meses en la selva debieron ser determinantes en ese sentido. ¿Y cómo se empieza el amor desde cero? ¿Cómo se ama en un mundo sin referencias? El célebre adagio de La Rochefoucauld de que hay gente que nunca se habría enamorado si no hubiese oído hablar del amor tiene, en el caso de los 32, un peso específico. ¿Gruñían, se daban la mano, se acariciaban en la oscuridad? ¿Cómo eran sus declaraciones de amor, sus miradas de deseo, dónde terminaba la herrumbre y dónde comenzaba lo nuevo? Igual que hicieron brotar una lengua nueva de la lengua española, tal vez partieron de nuestros gestos consabidos del amor para hacer de ellos otra cosa. A ratos me gusta creer que vimos esos gestos sin comprenderlos, que cuando estaban en la ciudad se cruzaron delante de nuestra mirada esos brotes de humanidad. Algo había nacido a nuestras expensas y también en nuestra contra. La infancia es más poderosa que la ficción. (Barba, 2017, p. 84-85)

Del mismo modo en que el título habilitaba en la novela de Menéndez Salmón una doble lectura, en el caso de Barba se reitera la necesidad de hipotetizar sobre este enunciado paratextual. La república luminosa remite a la comunidad imaginada por los 32 niños en las alcantarillas de San Cristóbal, bajo la superficie de la ciudad tropical, esa “sala pentagonal cubierta de espejos y cristales y trozos de latas y gafas” (Barba, 2017, p.173) que era “lo más parecido a un cuerpo que pueda imaginarse” (Barba, 2017, p. 173) y que será finalmente la tumba a la que la infancia queda reducida.

De este modo, la infancia vuelve al pozo en la novela de Barba, pozo elegido y construido como “un seno” (Barba, 2017, p. 173), pero que a pesar de la puesta en marcha de la maquinaria imaginativa no logra, como sabemos desde la primera oración del libro, la supervivencia. A causa de una explosión, la alcantarilla es inundada por las aguas del río Eré que aniquila la utopía de esa nación infantil. A pesar del final contundente, la novela nunca responde a la pregunta por el origen, ya que nunca sabemos de dónde vinieron los 32. Este interrogante sin respuesta es un argumento más para sostener que la muerte infantil se erige de manera paradojal como inicio pero también como modo de acceder a unos territorios imaginados o referenciados con precisión desde los que un mundo reclama su existencia.

3. Conclusiones

Sin certezas, las ficciones que leemos son una declaración acerca del lugar incómodo en que la infancia irrumpe en el presente. Estos relatos nos interrogan acerca del estatuto de la ficción en sociedades que son violentas y no han resuelto todavía la excentricidad a la que la infancia, ese mundo sin habla, las enfrenta. Se trata de paisajes mudos, alejados de cualquier referencia y que, por lo mismo, potencian la precariedad de quienes los habitan. Pozos, agujeros, pesebres, selvas extrañas, ciudades que no están en ningún mapa, alcantarillas. Espacios que devienen rápidamente en llanos destruidos por la sequía, espacios abiertos donde se consuma el sacrificio, tumbas luminosas inundadas por el humano río de la adultez.

Niños en el tiempo no solo es un ejercicio metatextual en el que cada sección dialoga con su precedente sino que expone una hipótesis que intenta explicar el estatuto de la infancia en la ficción contemporánea y las preguntas a las que la enfrenta. La potencia de la escena inicial en la que se narra la muerte del niño es una manera de señalar que la desaparición de una vida también puede formar parte de una trama, serie en la que el duelo y la escritura encuentran su vía de realización. La ficción de Menéndez Salmón apuesta por una imaginación desbordada en la que la lengua de la infancia, lejos de constituirse como instancia muda, proyecta sus voces sobre las superficies del presente.

Ese tiempo es también convocado en República Luminosa, ficción en la que la infancia ingresa en los devenires de un cierre o una clausura. La novela de Barba nos dice que esos cuerpos minorizados caducan ante la intervención de los adultos, quienes precarizan, hasta su extinción, esas presencias incómodas. El fin es aquí también inicio, artificio que permite no solo la escritura de la novela sino la interrogación sobre las condiciones de posibilidad de existencia de formas de vida violentadas.

De este modo, ambas narraciones se postulan como ficciones teóricas de infancia en el sentido de que se sustentan no solo en protagonismos infantiles sino que plantean fundamentalmente la potencia de interrogantes urgentes. Los niños y niñas están allí para desafiar un futuro que les había reservado su desaparición (Edelman, 2004) y ahora necesitan de la ficción como manera de ingresar a ese tiempo de posibilidad de existencia.

Tal vez por eso, las dos últimas novelas de los autores que leímos se pueden explicar en estas coordenadas. En 2021, Menéndez Salmón publicó Horda, relato distópico que presenta una sociedad sin lenguaje en la que los niños han tomado el poder y lo ejercen con crueldad a través del control de Magma, un dispositivo que emite estímulos visuales sin descanso. Lo prohibido atraviesa la trama, no es posible hablar ni enterrar a los muertos y quien rompa esa ley será aniquilado por esa infancia extrema y apocalíptica.

En 2023, Andrés Barba publicó El último día de la vida anterior en el que la empleada de una inmobiliaria prepara una casa para la venta y se encuentra con un niño de siete años que no pestañea y que rápidamente identificamos como una aparición fantasmal.

Llama la atención este cierre (momentáneo porque se trata de obras abiertas) con novelas que apelan a la figura de lo fantástico para nombrar la infancia, como si los pozos, los pesebres, las cruces, las alcantarillas, las selvas no hubieran sido suficientes para constatar la vulnerabilidad con la que la infancia se enfrenta a este presente. Pura imaginación, fantasma, mudez, retorno, formas de la inversión que son también una apuesta en la que la narrativa española parece encontrar otra vía de realización.

Referencias bibliográficas

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*Germán Prósperi es Doctor (Área Literatura) de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y Profesor en Letras y Magíster en Didácticas Específicas por la Universidad Nacional del Litoral (UNL). Profesor Titular ordinario de Literatura española II (Moderna y Contemporánea) en la UNL donde también tiene a su cargo las cátedras Literatura española I y Seminario de Literatura española. Profesor Titular ordinario de Literatura española (Siglos XVI a XXI) en la Universidad Nacional de Rosario (UNR). Ha dirigido y dirige Proyectos de investigación sobre literatura española contemporánea y sus últimos aportes se han centrado en el estudio de las figuraciones de la infancia y la vejez. Ha publicado los resultados de sus investigaciones en libros, artículos y capítulos en volúmenes colectivos. Director del Doctorado en Humanidades (Facultad de Humanidades y Ciencias, UNL). Fue Presidente de la Asociación Argentina de Hispanistas (2017-2021).


  1. El presente trabajo se inscribe en los desarrollos del Proyecto de Investigación CAID “Figuraciones de infancia y vejez en la literatura española contemporánea. Proyectos escriturales y otredad”, alojado en la Universidad Nacional del Litoral.↩︎

  2. Entre estos espacios pueden mencionarse el Proyecto CAID 2016-2020 “Figuraciones de infancia en la literatura española contemporánea. Laboratorios de escritura, emergencia de lo queer”, el Proyecto CAID 2020-2023 “Figuraciones de infancia y vejez en la literatura española contemporánea. Proyectos escriturales y otredad” y las sucesivas ediciones del “Seminario de Literatura Española” (asignatura del Plan de estudios de la carrera de Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la UNL) en el que ensayamos con un entusiasta grupo de estudiantes las líneas argumentativas de los proyectos anteriores.↩︎

  3. Otras novelas de Menéndez Salmón abordan la cuestión de la muerte de niños, por ejemplo La noche feroz (2006), narración situada en 1936 (elemento altamente significativo) en la que se cuenta el asesinato de una niña. También en Medusa (2012) se inscribe en la trama la muerte de un niño.↩︎

  4. Recordemos aquí el fundacional trabajo de Nora Domínguez (2007) sobre las ficciones de maternidad. Si bien el corpus que analiza es argentino, su metodología posee potentes derivaciones para el abordaje de las figuraciones de la infancia en otras literaturas ya que la investigadora opta por el trazado de series (la de los hijos, la de las hijas, la de las madres), lo que permite no solo la identificación de funciones constructivas al interior de cada texto sino los diálogos con las series vecinas.↩︎

  5. La palabra Niño se indica aquí con mayúsculas porque remite a una figura de barro proveniente de un pesebre que Antares roba de una Iglesia. Recordemos que, en sus acercamientos a la infancia y la experiencia, Agamben dedica un capítulo a la cuestión del pesebre (2011, p. 181-190) en el que señala el modo en que los animales enmudecen ante el nacimiento de la historia y la muerte de la fábula. Más allá de este marco, la referencia a la figura del Niño funciona en la novela como indicio de lo narrado en la segunda parte, la infancia de Jesús.↩︎