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Universidad Nacional del Litoral
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Recibido: 19/08/2024 - Aceptado: 29/08/2024
En las últimas décadas, los estudios sobre la Transición española han proliferado, habilitando nuevas dimensiones de abordaje en los modos de la construcción del relato del pasado. En este sentido, las dinámicas de las subjetividades díscolas (Chamouleau, 2017) en torno a lo queer se han constituido como foco de interés, por su potencia de resistencia en relación con un relato transicional homogéneo y normalizador. En esta línea, la exploración narrativa de los tránsitos en torno a la niñez y la infancia expone una singular productividad. En este trabajo nos proponemos indagar sobre la infancia como emergente en la narrativa reciente de la Transición, a partir de una lectura de la novela La mala costumbre (Seix Barral, 2023), de Alana S. Portero. Nos interesará desmontar críticamente la noción de temporalidad queer (Freeman, 2010; Dinshaw et al., 2007; Solana 2016) a partir del tratamiento de lo generacional como núcleo de la construcción del relato transicional que la novela propone.
Palabras clave: Transición española; infancia; temporalidad queer; Alana S. Portero.
In recent decades, the studies about Spanish Transition have proliferated. This interest has enabled new dimensions of approach to the ways of constructing the narrative of the past. In this sense, the dynamics of unruly subjectivities (Chamouleau, 2017) around the queerness have become a focus of interest, due to their power of resistance in relation to a homogeneous and normalizing transitional narrative. In this direction, the narrative exploration around childhood and infancy shows a unique productivity. In this work we propose to investigate infancy as an emergent in the recent narrative of the Transition, based on a reading of the novel La mala costumbre (Seix Barral, 2023), by Alana S. Portero. We will be interested in critically dismantling the notion of queer temporality (Freeman, 2010; Dinshaw et al., 2007; Solana, 2016) based on the treatment of generation as the core of the construction of the transitional narrative that the novel proposes.
Keywords: Spanish Transition; Infancy; Queer Temporality; Alana S. Portero.
El periodo de la Transición española constituye en la actualidad un territorio crítico especialmente productivo. Si bien, en su carácter de proceso político institucional, la Transición se extendería, en sentido estricto, de 1975 a 1978, en el presente su delimitación temporal es parte de un extenso debate que considera sus efectos expandidos. De este modo, la agenda crítica tiende a entender la Transición como algo más que un período concreto de posdictadura.1 Esta transformación ha posibilitado su asedio desde perspectivas múltiples, que conducen a reconocer su condición de proceso desdoblado: por un lado, como proyecto institucional de consenso democrático, que se impuso como relato de un pasaje modélico; por otro, como una confluencia de relatos diversos y contradictorios en cuyas tensiones el pasado se negoció de maneras más o menos crudas y solapadas. En el seno de esa trama de relatos, la crítica literaria encuentra un terreno fértil para indagar sobre el modo en que la literatura dio lugar, por fuera de una cultura institucional legitimada en el discurso público oficial a “formas democráticas de la imaginación política” (Labrador Méndez, 2017, p. 14).
En esta dirección, la cuestión de la infancia se revela como una dimensión altamente productiva en los relatos de y en la Transición. Sobre un conjunto de narrativas que se sitúan, en principio, en el período transicional, resulta posible reconocer algunos elementos especialmente significativos sobre formas alternativas de decir el pasado. Por tanto, en sintonía con el reconocimiento de las figuraciones de la niñez como enclaves del recuerdo (Deleuze y Guattari, 1990), la distinción entre niñez y posición infantil (Fumis, 2019) se puede considerar especialmente operativa para leer algunas textualidades vinculadas a la Transición. De ahí que la infancia en la narrativa descubra sentidos-destellos que circulan entre las ideas del origen imposible y la de aquello que se mira por primera vez (la Infancia-ojo, en línea con Foucault, 2004).
Así, siguiendo esta línea, se propone como hipótesis que el trabajo de la infancia situaría al relato de la Transición española en un terreno difuso donde el tiempo se refuncionaliza en tanto temporalidad queer (Freeman, 2010). En esta sintonía, se abordarán los matices de esa trama temporal compleja en la novela de Alana S. Portero La mala costumbre (2023) en términos de una época (la Transición en términos ampliados), en la que sobrevivir se postula como el término clave.2 Se buscará habilitar preguntas sobre el modo en que las representaciones de las lógicas etarias atraviesan voces y posiciones de escritura en relatos en los que los sujetos se manifiestan díscolos en relación con lo que la crono-normatividad establece para ellos.
Como dejáramos planteado, la infancia en la narrativa española del periodo de la Transición se expone como una dimensión especialmente potente. Si la literatura durante el franquismo funcionó como “fábrica de niños raros” (Fernández Savater y Labrador Méndez, 2018), esto explica los modos en que la infancia habilitaría intersticios para hacer funcionar la fantasía como resistencia a las violencias durante la Transición. Estas violencias se vinculan a la gestión del relato transicional en tanto pasaje exitoso, que conduce, subrepticiamente, a hacer funcionar los discursos de la democracia como máquina de exclusiones (Vilarós, 1998).
El trabajo de la infancia consiste, entonces, en la posibilidad de construir mundos dentro de límites constreñidos, desde la imaginación como expansión de la ficción. Por esta razón, Labrador Méndez (2017) va a referirse a “lo niño liberado” como una dimensión emergente durante la primera Transición.3 Así, en las búsquedas ligadas al arrebato y al éxtasis de la fantasía (que, como explica también el autor, se dejan leer en el acceso masivo a las sustancias de la época), se reconoce una rehabilitación de la infancia que se pliega al reconocimiento de su potencia.
No obstante, aquello que se impone de modo predominante durante la Transición es el discurso de la libertad bajo una moral construida desde los marcos de inteligibilidad del franquismo convertido en horizonte de sentido común. Ahí las dinámicas de resistencia de las subjetividades disidentes adquirirán el espesor de los fantasmas queer de la democracia (Chamouleau, 2017). En sintonía con ello, los procesos de visibilización normalizantes conllevarán silenciamientos y obturaciones de sentidos que serán revisitados en las primeras décadas de los dos mil. Ahí, podríamos pensar con Violeta Ros Ferrer (2020) en la idea de un tiempo transicional en términos expandidos. Las promesas incumplidas del relato institucionalizado de la Transición impulsan a reconocer las exclusiones y la proliferación de las vidas precarias como una consecuencia directa de un proceso incompleto, que condujo a nutrir discursos celebratorios sostenidos sobre el descarte de vidas violentadas (vidas de mujeres, vidas minorizadas, vidas trans, vidas adictas, vidas patologizadas, vidas bastardas, etc.).
Podríamos pensar que ese tiempo ampliado de la Transición tiene al menos dos efectos: por un lado, se vuelve un núcleo de interés para la narrativa anclada en el presente; por otro, ilumina dinámicas en términos de vivencias etarias y vínculos intergeneracionales a la hora de la construcción del relato transicional. En relación con estos problemas dialoga la novela La mala costumbre (Seix Barral, 2023) de Alana S. Portero.
En la distinción entre narrativa en la Transición y narrativa de la Transición, la novela de Portero puede ser leída en esta última dimensión. La propuesta se inscribe en un recorte temporal ampliado, periodo que se extiende desde mediados-fines de los ochenta a comienzos de la segunda década de dos mil, aproximadamente. En ese periodo leemos una voz niña que va transicionando con el devenir de una democracia mezquina: la que se desarrolla en las periferias empobrecidas.4
En ese amplio arco temporal en el que se reconoce la dinámica del tiempo transicional, el relato de Portero explora productivamente una problematización de lo etario desde la pregunta por la infancia. Es por ello que resulta posible analizar la propuesta en términos de temporalidad queer.
Para intentar comprender el concepto de temporalidad queer resulta fundamental partir del concepto de crononormatividad. El planteo clave para asediar los efectos y contra-efectos de la cronononormatividad pareciera formularse de manera inaugural en Freeman (2010). Allí sostiene
(...) la unión es lo que convierte la mera existencia en una forma de dominio en un proceso al que me referiré como crononormatividad, o el uso del tiempo para organizar los cuerpos humanos individuales hacia la máxima productividad. Y quiero decir que las personas están ligadas entre sí, agrupadas, se las hace sentir coherentemente colectivas, a través de orquestaciones particulares del tiempo: Dana Luciano ha llamado a esto cronobiopolítica, o “la disposición sexual del tiempo de la vida” de poblaciones enteras. La crononormatividad es un modo de implantación, una técnica por la cual las fuerzas institucionales llegan a parecer hechos somáticos. Los horarios, calendarios, zonas horarias e incluso los relojes de pulsera inculcan lo que el sociólogo Evitar Zerubavel llama “ritmos ocultos”, formas de experiencia temporal que parecen naturales para aquellos a quienes privilegian. Las manipulaciones del tiempo convierten regímenes históricamente específicos de poder asimétrico en ritmos y rutinas corporales aparentemente ordinarios, que a su vez organizan el valor y el significado del tiempo. (...)
Los “ritmos ocultos” de Zerubavel, el “habitus” de Bourdieu y la “performatividad de género” de Butler describen cómo la repetición engendra identidad, situando la supuesta verdad del cuerpo en lo que Nietzsche llama “tiempo monumental” o existencia estática fuera del movimiento histórico. Pero Bourdieu es el único que nos permite ver que la subjetividad emerge en parte a través del dominio de las normas culturales de retención, demora, sorpresa, pausa y saber cuándo parar, a través del dominio de ciertas formas de tiempo. En manipulaciones temporales que van más allá de la pura repetición, sugiere su obra, los ritmos o tiempos impuestos institucional y culturalmente dan forma a la carne en una encarnación legible y aceptable. (Freeman, 2010, p. 3-4)
Los cuerpos legibles y aceptables son, por tanto, aquellos que saben jugar el juego de la crononormatividad. El disturbio de lo etario, las genealogías familiares subvertidas, la exploración de los ritmos, etc., son estrategias de intervención de una temporalidad queer. Asimismo, siguiendo las posibilidades del desmontaje del concepto de la crononormatividad, Carolyn Dinshaw aborda la cuestión de la temporalidad en términos de la asincronía. Para Dinshaw la asincronía de la temporalidad es lo que produce lo queer. Dinshaw desplaza su idea original de “ser un anacronismo” por la de “un ser asincrónico” (1999, 2007). Lo queer no sería un atributo que ciertas vidas vuelcan sobre la temporalidad sino una condición de la asincronicidad misma del presente que permite encontrar fisuras en la superficie homogénea de un hetero-tiempo, el de la crononormatividad.5 Y si esta lectura tiene interés, es porque posibilita reconocer otro modo de producirse el discurso de la historia, esta vez, permeable y fértil a las voces de lo diverso.
El tiempo transicional es un tiempo propenso a las temporalidades queer: la Transición es, quizás, (salvo para la generación del 68 que es la de quienes triunfaron discursivamente [Ros Ferrer, 2020]) por definición, en los cuerpos, temporalidad queer. Porque todo pareciera indicar que la crononormatividad, esa naturalización de la temporalidad de los cuerpos como habitus franquista, será intervenida especialmente en términos de interrupciones, repeticiones y ralentizaciones como una forma de reapropiación de la temporalidad en términos desplazados.
Así, sobre este recorrido implícito que venimos planteando en términos teóricos en torno a la Transición, podríamos seguir una línea en la que su abordaje inicial como lapsus de la sintaxis (con Vilarós, 1998 leyendo a de Certeau) se revisa como trastocamiento de una semántica del tiempo (con Ros Ferrer, 2020 leyendo a Koselleck) para arribar, finalmente, a la idea de su condición de temporalidad queer (pensando en la interrupción queer de la crononormatividad, con Dinshaw y Freeman). En esta última dimensión, el tiempo transicional habilita un abordaje de los cuerpos que, autopercibiéndose torcidos, se expanden valiéndose productivamente para sobrevivir de las valencias de la infancia en el seno de formas familiares alternativas.
La novela de Alana S. Portero titulada La mala costumbre cuenta la historia en primera persona de una voz en su camino de transición de género, desde su niñez hasta su asunción plena como mujer en el final del relato. Pero ese tránsito no es solo de género sino también implica un redescubrimiento del entorno obrero y el retorno de lo familiar reconfigurado.6
A lo largo de veintinueve apartados (cada uno de ellos titulado y con funcionamiento particular en tanto unidad episódica) conocemos la historia de esa voz, quien ingresa al relato desde el barrio de San Blas, un barrio de la periferia madrileña, a mediados de los años ochenta. Allí nos encontramos, de comienzo, con un territorio donde prolifera la heroína, la muerte y distintas formas de violencia y lo conocemos desde los ojos de unx niñx, quien ha sido imaginadx por su madre como “un hijo torero” (Portero, 2023, p. 21). En el desarrollo de su vida cotidiana, esta voz niña reconoce y se encuentra sucesivamente con distintos personajes mientras va creciendo y desde cuyos encuentros va aprendiendo a mirar.
En este sentido, los elementos salientes en lo que respecta a la historia tienen que ver, en principio, con los rasgos característicos (y podríamos agregar, ahora, estereotipados) de la experiencia marginal de la Transición: jeringas, nocturnidad y vivencias límite. No obstante, de una manera sutil, la trama avanza situando el foco en la cuestión de clase y, a su vez, en los lazos de la solidaridad femenina, como formas de construir comunidad. Es en este aspecto, particularmente, en el que la cuestión etaria se explora de manera productiva.
De comienzo, en la novela leemos: “Cuando reímos con ganas no tenemos edad, lo hacemos igual durante toda nuestra vida y puede adivinarse en nuestra mueca la niña que fuimos o la anciana que seremos” (2023, p. 28). Esa reflexión, que se produce en el marco de un intercambio con doña María, la vecina a la que llaman “la Peluca”, por quien lx niñx manifiesta en partes iguales fascinación y miedo, se encuentra ya prefigurado el tránsito de la protagonista cuando dice: “Para llegar a ser una gran dama una debe saber cuándo retirarse a tiempo” (2023, p. 29). Este enunciado cobra otra dimensión cuando la protagonista, víctima de una gran decepción, vuelve al armario. Solo diez años después de haberse guardado, luego de un reencuentro transformador, podrá volver a mirarse al espejo para un auto-descubrimiento renovador. Son estos ingresos y egresos de la crononormatividad, esta autopercepción etaria desfasada, los que nos permiten considerar la asincronía como una posición infantil que se nutre en el encuentro con otrxs. En consecuencia, hay, de comienzo, una suerte de réplica de ese lapsus de la sintaxis transicional en la propia trayectoria de la protagonista. Volver al closet, obturar la palabra, es una forma de violentamiento que se le impone en tanto subjetividad díscola pero que, prontamente, se transformará reconfigurándose en un renacer.
La protagonista dice: “Mis primeros pasos como travesti fueron los de una transformista de metro veinte que imitaba a una anciana bruja y chamarilera que olía a tanatorio” (2023, p. 18). Aunque alude en concreto al personaje de “la Peluca”, el tono de este pasaje expresa, en general, la atmósfera de la primera parte: lx niñx crece nutriéndose de un entorno en el que predomina lo tanático (violencias, enfermedad, adicciones, etc.) y, sin embargo, puede construir con su fantasía una salida a un exterior imaginario en el que tiempo circula en términos de dimensión problemática:
Me soñaba, tomando prestado el aspecto de alguna mujer de revista, vestida por Manuel Piña, impactante, voluminosa, extraña, femenina y definida. Me pasaba el día imaginando, pero no era capaz de proyectar mi propia imagen en el futuro, como si lo que era, quién era, estuviese condenado a una infancia perpetua jugando al escondite de la existencia. (2023, p. 60)
La infancia se anuncia, así, como oscilación entre el principio y el fin, como la muerte de la progresión, pero a la vez como la resignificación adulta de la fantasía infantil. No obstante, la fantasía que se despliega como performance de imitación de la anciana o de cualquier otra figura fascinante, dejará expuesta lo trascendental de cada nuevo encuentro con el otrx. En este sentido, la importancia de los lazos a la hora de reconfigurar el sí mismo en relación con temporalidades otras- temporalidades queer queda expuesta en el vínculo final con las referentes a las que se alude, en especial, el vínculo con la figura de Margarita (una mujer trans envejecida), que posibilita reconvertir, desde la intimidad, el lugar del trauma en impulso para la salida final. En la instancia del reencuentro, se interviene sobre lo familiar dando lugar a una genealogía de restitución. Ni madres ni hijas sino figuras del afecto que constituyen lazos de reparación. De esta manera, podríamos decir que, si la voz niñx es aquella que no puede salir del closet, la voz de la escritura es la voz de la infancia que recompone.
Leemos en la novela: “Que una acabará siendo mujer lo descubre a través de los ejemplos que tiene cerca, de la sed de referentes, de la necesidad de participar de la herencia que unas mujeres se dejan a otras y que es ajena a los hombres” (2023, p. 23). Para la voz protagonista el principio y el fin viene dado por dos figuras ancianas: “la Peluca” y Margarita, voces ancianas que le enseñan un modo de mirar sensible hacia el mundo. La Infancia-ojo implica, así, reconocerse como parte de una comunidad de subjetividades díscolas que hacen de la existencia solidaria una narrativa que sostiene. El último apartado titulado “Todas las mujeres” cierra con una mención a aquellas que han marcado un camino y, sin embargo, la enseñanza de dichas figuras es la de la persistencia en sobrevivir, el impulso de iniciar ese mismo camino, permanentemente, cada vez, de la mano de otrxs.
En este sentido, podemos preguntarnos ¿qué significa desmontar las inscripciones etarias en términos de bio-crononormatividad y reconsiderarlas como repertorio imaginario de una sensibilidad de intercambios que configuran una cultura? Responder a esta pregunta supone preguntarse, a continuación ¿qué ve lx niñx en Margarita? ¿Qué clase de fascinación es la que despierta en ella? Si las referentes crean imaginarios posibles para la existencia, el relato apuesta por reconocer la importancia de las figuras que se distancian del imaginario sobre lo LGTB. Vale decir, no se trata de grandes estrellas del espectáculo ni divas hollywoodenses. Las referentes que habilitan una narrativa posible para sí son ancianas que en la fragilidad final de su cuerpo y de su voz, exponen la potencia de las alianzas afectivas. “Nadie sabe lo que ama una familia travesti” (2023, p. 194): es ese amor el que se derrama en la cascada de la genealogía (2023, 196).
¿Cómo sobrevivir a los sueños de exterminio (Giorgi, 2004)? Ahí donde el discurso normalizante de la Transición buscó empujar al closet de lo privado a las figuras disonantes para una narrativa mesocrática (Chamouleau, 2017), el relato de Portero explora sobre las posibilidades de imaginar otro relato y lo hace a través de la mirada infantil. Los ojos de lx niñx suponen, de comienzo, el descubrimiento del mundo en torno, un mundo precario y roto. No obstante, el aprendizaje de la potencia de lo vincular posibilita desarrollar alternativas en la riqueza de la imaginación: “Lo primero que una niña trans aprende (…) es a controlar la ilusión, o a fingirla (…)” (2023, p. 55). Y en ese trabajo de imaginar otros mundos posibles vienen al encuentro Boy George y Prince, Mendicutti y los poemas de Baudelaire, Madonna, Mary per sempre y Morrisey, Terenci Moix y Eduardo Mendicutti, Almodóvar, Depeche Mode, The Cure y Elton John, entre muchos otros nombres que surgen en la trama como insumos para fantasear un espacio otro: el de la ensoñación infantil que traslada hacia un lugar mejor. Un tránsito que, además, se eleva al producirse junto a otrxs.
De este modo, el pasaje hacia el periodo de los dos mil (el de la adultez de la protagonista) implicará el reconocimiento de la fantasía como aprendizaje de resistencia, un modo de hacer las libertades en los cuerpos a fin de vencer las violencias institucionalizadas. En ese mismo sentido, ese tiempo transicional y sus efectos en la novela de Portero dejarán expuesto el modo en que las narrativas de los referentes en las trayectorias de las subjetividades díscolas son puntos de encuentro, puntos de adhesión temporarios (como la identidad de Stuart Hall) donde la afectividad se vuelve la materialidad instrumental de los intercambios, instrumentos para batallar contra las violencias.
Interrumpir la progresión, proponer una pausa sobre la vivencia límite, aparece como el gesto de la apuesta de la infancia. Esa detención posibilita mirar al otrx y hacer familia allí. El instante en el que se produce la revelación del ser-con-el-otro funciona como el comienzo de lo posible cada vez.
“Yo aún no había cumplido los seis años, llevaba un parche en el ojo y tartamudeaba” (Portero, 2023, p. 12). La niñez en La mala costumbre resulta una figuración de alta productividad porque los ojos de lx niñx descubren lo que lx rodea de manera desplazada. La marginalidad del barrio se revela con la belleza de la fealdad, la superficie en la que la mirada descubre en eso próximo algo que se hace propio, aun cuando para el sentido común burgués se considere desecho. Ahí, el encuentro como parte de un colectivo es postulado como la forma de hacer hogar en aquello que no necesita nombre (una forma-familia expandida). Ese mismo encuentro es el que posibilita que la voz, aún sin nombre, se habilite en su condición de extático arrebato de infancia donde se halla un hogar junto a un otrx.
Esa temporalidad de la revelación improductiva es el lujo de lo efímero, ahí donde lo que predomina es el encuentro en el éxtasis de la fantasía y el deseo, y hace del mecanismo de la infancia aquello en lo que los rasgos de una cultura se merodean y se reconocen como propios. Hacer, sin marcos ni condicionamientos en términos de definiciones, contribuye a ampliar el espectro de lo posible sobre encuentros en los que la niñez todavía sirve como instrumento de resistencia.
Frente a la asincronía que ilumina la temporalidad queer, podemos reconocer, finalmente dos dinámicas: a) la repetición transformada por el legado amoroso y, b) la comunión de una cultura que se desborda de los límites, que se reconoce como propia de una época en la que lxs sujetxs se reconocen como en plenitud, la infancia en tanto territorio del relato que merodea la fantasía de un imposible retorno. El impulso es de salida, llega a destiempo, pero ilumina un habitar posible. Las formas de la salida pueden ser drásticas a veces: es la amorosa enseñanza de la Transición.
La novela de Portero, entonces, logra instalarse en una fisura sobre los relatos transicionales, una fisura que es temporal y que habilita la queerización de la narrativa crítica sobre el tiempo transicional, desde la potencia de la infancia en diálogo con las posibilidades de las tramas intergeneracionales (algo que emerge en la conexión entre niñez y ancianidad). Ahí, donde quienes han abierto caminos no son las que la historia crononormada nombra, el relato de Portero logra descubrir los matices de la transformación de lo torcido en afectividad, para finalmente poner de manifiesto la contundencia en la que una posición infantil puede resignificar las categorías cerradas de los que tienen la potestad de contar la historia.
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*Daniela Fumis es Profesora de Letras por la Universidad Nacional del Litoral (UNL) y Doctora en Humanidades (mención Letras) por la misma Universidad. Se desempeña como docente JTP en las asignaturas de Literatura Española de las carreras de Letras de la UNL y del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Autónoma de Entre Ríos (UADER). Es Co-Directora del Centro de Investigaciones Teórico-Literarias (CEDINTEL) de la UNL e integra distintos Proyectos y redes de investigación, en los que indaga sobre temas de narrativa hispánica en relación con cuestiones de infancia y familia. Actualmente estudia, además, problemas relacionados a los procesos de institucionalización de los hispanismos recientes en Argentina.
Ver Labrador Méndez (2017), Ros Ferrer (2020), Fumis (2018, 2020), Topuzian (2023) y Minardi (2023).↩︎
Es la razón por la que esta supervivencia no podría ser abordada sólo en términos filosóficos (la imagen superviviente de Didi-Huberman, 2009) y se expresaría muy limitada de ser entendida en la línea de los paisajes de sobrevida o la política de la supervivencia en la línea de Gabriel Giorgi (2017).↩︎
Se trata de una reapropiación categorial de la tesis de Fernando Savater vía Sánchez Mateos-Paniagua (2015).↩︎
En distintas entrevistas, la autora se refiere a la importancia de la cuestión de clase como una dimensión de primordial relevancia en términos interseccionales para leer la ficción. Ver, por ejemplo, Gómez (2023).↩︎
Es interesante reconocer el perfil profesional de Dinshaw como medievalista, porque el medioevo, lejos de ser la época oscura que construyó el Renacimiento es, en realidad, un periodo fértil para la indagación en figuras y procesos que disturbian la comprensión normativizada de ciertos fenómenos. En la perspectiva de Dinshaw, la Edad media sería queer por definición y lo que habría que queerificar es el abordaje histórico.↩︎
Además de cierto tono de coming-of-age, habría una posibilidad de lectura de la novela desde el género de la autoficción (en relación con el nombre propio que hace una mínima aparición en el relato). Sin embargo, a nuestro criterio, por el abanico de problemas que se despliega en el trabajo de la voz, se trata de una línea crítica menos productiva y, por ende, no será considerada en este análisis.↩︎