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https://doi.org/10.30972/clt.278719
CLRELyL 27 (2025). ISSN 2684-0499
Universidad Nacional de Cuyo
martaelenac15@gmail.com
Recibido: 26/03/2025 – Aceptado: 02/07/2025
Resumen
La ficción histórica en las letras mendocinas se inicia en 1904, con La ciudad heroica, novela de Rosario Puebla de Godoy, y en su devenir va incorporando una serie de textos que ejemplifican tanto la denominada “novela histórica tradicional”, vale decir, la reconstrucción arqueológica de un tiempo pasado, hasta la considerada “nueva novela histórica”, abierta a la experimentación y a la incorporación de nuevas técnicas narrativas. En ese recorrido no faltan obras que ejemplifican también modalidades próximas al relato histórico, como son la novela política o la testimonial, configurando un corpus variado y valorable por su calidad estética. Se utiliza la denominación de “ficción”, por cuanto se toman en consideración no solo textos novelísticos, sino también cuentos y obras radioteatrales, en los que se textualizan –como temáticas predominantes– la gesta sanmartiniana, el período de las luchas civiles y la agitación política de las primeras décadas del siglo XX en Mendoza.
Palabras clave: literatura de Mendoza; narrativa histórica; novela política; novela testimonial
Abstract
Historical fiction in Mendoza literature began in 1904 with Rosario Puebla de Godoy's novel La ciudad heroica. Over the years, it has incorporated texts that exemplify both the so-called “traditional historical novel” –that is, the archaeological reconstruction of a bygone era– and the so-called “new historical novel,” open to experimentation and the incorporation of new narrative techniques. This journey also includes works that exemplify forms close to historical narrative, such as the political novel and the testimonial, creating a varied corpus valued for its aesthetic quality. The term “fiction” is used because it includes not only novels but also short stories and radio plays, which predominantly textualize the San Martinian heroic deeds, the period of civil wars, and the political unrest of the first decades of the 20th century in Mendoza.
Keywords: literature of Mendoza; historical narrative; political novel; testimonial novel
Introducción
Este trabajo propone un relevamiento, sin pretensión de exhaustividad, de las obras de ficción que –en el ámbito de las letras mendocinas– presentan como interés central la relación con la historia. Utilizo el término de “ficción” y no el de “novela histórica”, por ejemplo, para dar cabida a otras formas literarias como el cuento o, eventualmente, el teatro (o radioteatro). Quedan excluidas del análisis modalidades como las “tradiciones”, los episodios históricos y otras más próximas a la prosa historiográfica.
No dejo de advertir que la puesta en relación de los conceptos de “historia” y de “ficción” abre una discusión acerca de la que mucho se ha escrito ya (cf. Jitrik, 1995; Spang, 1995; Mata, 1995; Fernández Prieto, 1998; Campanella, 2003; Lojo, 2013; Bracamonte, 2015 y otros). No es mi pretensión debatir acerca de la entidad de este “género híbrido”, de esta formulación oximorónica, contradictoria en sus términos, en palabras de Noé Jitrik (1995), que es la denominada “novela histórica” y sus aledaños. Tampoco enunciar sus características, ni dejar sentada una “poética” del género, ni plantear in extenso las diferencias que pueden establecerse entre nueva novela histórica y novela histórica tradicional.
Mi intención es mucho más modesta: enumerar una serie de obras mendocinas de los siglos XX y XXI que comparten este interés por ficcionalizar sucesos que a priori caen dentro del campo de la Historia como ciencia. Sin caer en la simple lista, este “recuento” se valida por el hecho de trazar un panorama y rescatar algunos textos quizá poco conocidos o no suficientemente valorados.
De todos modos, la revisión de lo que denomino “la ficción histórica en las letras mendocinas” plantea de suyo varias cuestiones de índole teórica que intentaré dilucidar en cada caso a través de breves desarrollos conceptuales (atinentes, por ejemplo, a la finalidad del relato, a la condición genérica y la relación con otras modalidades próximas, el efecto de realidad o de verosimilitud buscado, las fuentes del relato…).
En realidad, la gran cuestión que subyace ha sido formulada por Hebe Campanella (2003) en estos términos:
[…] si el asunto de la novela histórica es una acción ocurrida en época anterior a la de su autor, ¿hasta qué punto deberá ceñirse este a la verdad histórica, a los documentos del pasado, y qué cuota de ficción, o mejor de verdad estética, de intuición poética le será permitido poner en ese material, para que su discurso narrativo sea considerado una ficción literaria y no un relato histórico? (Campanella, 2003, p. 11)
Quizás estas calas particulares en objetos definidos a priori como ficciones históricas aporten alguna precisión a estas cuestiones.
La ciudad heroica (1904) de Rosario Puebla de Godoy y Gloria cuyana (1927) de Julio Olivencia Fernández: la novela histórica romántica y la búsqueda del ethos del pueblo cuyano
Es sabido que la novela denominada “histórica” nace con el romanticismo. Así, Carlos Mata Indurain (1995) recuerda que
Según Lukács, la novela histórica clásica nace a principios del siglo XIX como consecuencia de una serie de circunstancias histórico-sociales, viniendo a coincidir aproximadamente con la caída del imperio de Napoleón Bonaparte en 1815; de hecho, Waverley, la primera novela de Walter Scott es de 1814. (Mata, 1995, p. 21)
De lo antedicho se desprende no solo la fijación de un punto de arranque, sino también la primacía de Walter Scott, el primero que transita (y dignifica, al decir de Mata) el género con conciencia de tal: la novela histórica moderna, con sus características distintivas, v.g., “la exactitud y minuciosidad en las descripciones de usos y costumbres de tiempos ya pasados, pero no muertos” (Mata, 1995, p. 23).
También es importante la referencia a las guerras napoleónicas, porque –siempre según Mata– serán estas las que “despertarán el sentimiento nacionalista en los territorios sometidos, lo que conducirá a una exaltación del pasado nacional y a un interés creciente por los temas históricos” (Mata, 1995, p. 21). Tanto la preocupación por lo pretérito con un cierto sentido de evasión, como la búsqueda de la auténtica tradición nacional son características del movimiento romántico, entre las que figuran además esa exaltación del concepto de “pueblo” como expresión de un espíritu nacional (en alemán, Volksgeist) resultante de diversos factores (clima, religión, costumbres, etc.) y que expresa lo más genuino y distintivo de ese grupo humano. Igualmente, se intensifica el culto del yo y del individualismo.
Dos nociones: héroe y tirano, entran a formar parte del vocabulario romántico, en ese gusto por las oposiciones y polaridades propio del movimiento. El héroe, como sujeto de toda suerte de virtudes, cuya excepcionalidad tiene que ver tanto con sus actos como con el dominio de sus pasiones; y el tirano u opresor que se yergue como amenaza para la libertad e incluso la vida de sus coterráneos.
Finalmente, el escritor romántico presta especial atención en sus obras al poderío de las pasiones como motoras de la conducta humana y, por ende, de las tramas literarias: amor y odio son acicates que mueven la acción y conforman el entramado sobre el que se erige la acción.
He mencionado muy rápidamente todas estas características de la escritura romántica, porque ellas nos dejan en el umbral del texto que inaugura la ficción histórica mendocina: La ciudad heroica de Rosario Puebla de Godoy, novela que, además de constituir el punto de arranque de una serie, nos permite ejemplificar las características de lo que se ha dado en llamar “novela histórica tradicional”, con todas las marcas formales que la distinguen: el propósito de reconstrucción de una época histórica más o menos lejana del momento de escritura; la recreación de ambientes a través de la descripción de espacios, usos y costumbres; la invención de una fábula de corte sentimental, en la cual conviven personajes ficticios e históricos; la construcción de protagonistas ficticios que de algún modo representan ese “pueblo” como sujeto de la historia, y la presencia, en un segundo plano, de los personajes históricos, en este caso polarizados en las categorías de héroe y tirano ya mencionadas.
En relación con la autora, como señalan Hebe Molina y Fabiana Varela (2013):
Rosario Puebla (Mendoza, 1862-Buenos Aires, 1924) sobresale entre las escasas escritoras mendocinas de aquel entonces por dedicarse a la poesía –lírica en Nubes de incienso (1901) y Al pie de los Andes (1902), épica en La leyenda de los Andes (¿1906?)– a la novela, al ensayo –como las “lecturas” o conferencias compiladas en Recuerdo (1904)– y al artículo periodístico de opinión, y por colaborar en prestigiosas publicaciones nacionales, como Caras y Caretas, La Prensa, La Nación y Búcaro Americano: Periódico de las familias. (Molina y Varela, 2013, p. 422)
El texto que nos ocupa, La ciudad heroica1, ya desde su título nos anticipa cuál es al menos una de las intenciones autoriales: la construcción de un colectivo –el pueblo mendocino– que se destaca por su participación heroica en dos acontecimientos que de modo implícito se contrastan y que tienen como común denominador la lucha por la libertad. En efecto, este título, como también señalan Molina y Varela, “tiene un doble referente: de modo más directo, la resistencia de los mendocinos ante el gobierno cruel de José Félix Aldao entre 1841 y 1845; e indirectamente, el apoyo brindado al general San Martín y su Ejército Libertador” (Molina y Varela, 2013, p. 423).
Resultan relevantes las aclaraciones de la autora en cuanto a que “venerables ancianas” de su familia le han transmitido “rico y copioso material” (Puebla de Godoy, 1904, p. 3) y el hecho de que incluya entre los personajes a su familia materna, los Peñaloza, además de la descripción de la finca de la familia, en El Retamo. Entonces, la historia nacional es reconstruida por sus propios protagonistas, a favor de la inclusión en el texto de ciertos embragues de tipo testimonial, “que, además del acontecimiento, designan el acto del informador y la palabra del enunciante” (Campanella, 2003, p. 17).
Esta idea de la tradición oral como fuente del relato, por oposición a la compulsa de documentos historiográficos, es interesante, porque nos lleva a reflexionar sobre otro aspecto inherente a la escritura de ficciones históricas: el telos (τέλος) del relato, responsable de inexactitudes o faltas a la veracidad histórica (aunque no a la verosimilitud), porque esta –como señala Campanella– “se asienta […] en esa inteligibilidad interna a la obra, en su propia narratividad y no en la ‘ilusión referencial’” (Campanella, 2003, p. 25).
Esa intención o propósito de establecer como series contrapuestas las ideas de libertad y tiranía, más la herencia de una tradición oral de clara filiación unitaria dan como resultado la “demonización” de una figura con la cual la historia mendocina tiene todavía una deuda: la de José Félix Aldao, “monje dominico y general de la Santa Federación”, que acompañó primero como capellán y luego como soldado la expedición sanmartiniana y fue luego gobernador de Mendoza por el partido federal.
Su figura sigue aún dividiendo aguas en la historiografía mendocina, concitando odios y rechazos quizás inmerecidos y alguna que otra alabanza también exagerada, y que ocultan la verdadera trascendencia de su gestión, por ejemplo, en relación con la legislación hídrica de la provincia. De todos modos, tanto los excesos como las omisiones delinean una figura sumamente atractiva para los novelistas y lo convierten en el personaje histórico más tratado en nuestra ficción histórica, luego de San Martín.
Así se anuda la gesta de la independencia americana con el otro núcleo temático que privilegia la narrativa histórica mendocina: el período de las guerras civiles y la devastación consiguiente: “Así, la heróica [sic] Mendoza, cuna del Ejército Libertador, fue la gloriosa tumba de esa legión de nobles mártires de la patria, quien sin esperanza alguna, volvía a quedar aplastada bajo el casco salvaje y ensangrentado de la tiranía triunfante!” (Puebla de Godoy, 1904, p. 99).
En cuanto a Julio Olivencia Fernández, carezco de datos biográficos, sólo sé que nació en Mendoza. Publicó en 1910 unos Apuntes históricos, en los que se ocupa de personajes entre los que se cuentan algunos de sus ancestros. Su novela Gloria cuyana comparte varios de los rasgos de la de Rosario Puebla, pero difiere en otros: es más propiamente “histórica”, en cuanto a que falta bastante de esa elaboración estética que distancia la prosa de la ficción de la historiografía.
Por lo demás, en la misma dedicatoria que antecede al texto se explicita la intención del autor, coincidente con la de Puebla de Godoy en orden a exaltar ese colectivo ya mencionado: “A ti Provincia heróica, á ti que fuiste la candente fragua donde se forjaron los elementos de la libertad de medio mundo; a ti cuna de gigantes, hogar amoroso del invicto patriarca americano […]” (Olivencia Fernández, 1927, [s. p.]).2
La fidelidad a la historia, que atañe al plano de los personajes secundarios, los históricos, da como resultado capítulos casi desprovisto de cualquier intento ficcional, en tanto el narrador se dedica a detallar, con fidelidad de historiador expresamente declarada, la situación de Cuyo al momento de asumir el General San Martín la gobernación; los planes emancipadores del Gran Capitán y su concreción gracias a la colaboración invalorable del pueblo mendocino en su conjunto; los ardides de que se valió su ingenio en pos del objetivo propuesto, así como la acción de sus fieles colaboradores (Fray Luis Beltrán, el mayor Álvarez Condarco…).
A modo de pervivencia romántica puede señalarse también en este texto la constitución de series antinómicas: en primer lugar, la que opone la hidalguía y el temple heroico de San Martín y sus hombres, a la naturaleza ruin de quien es –como dije– otro protagonista recurrente de la narrativa mendocina de base histórica: José Félix Aldao, en este caso aún investido de su ministerio sacerdotal que lo constituía capellán del ejército sanmartiniano. Este personaje y sus “diabólicos manejos” desencadenan el conflicto narrado en la novela.
¿Novelas históricas o políticas? “Civilización/barbarie” en la narrativa mendocina: la Mendoza lencinista
Además de los ya mencionados, hay otro núcleo temático reiteradamente abordado por los narradores mendocinos: el período “lencinista”, es decir, los años que median entre 1918 y 1929, correspondientes a la actuación política de José Néstor Lencinas, el Gaucho, y su hijo Carlos Washington; tiempo signado por la violencia y aun el asesinato político, como el del propio “Gauchito” Lencinas.
Carlos Alberto Arroyo (1902-¿?), textualiza acabadamente esta etapa de la vida política mendocina en una serie de novelas. La fecha de escritura de la primera de estas, significativamente titulada Barbarie (1927), más una serie de indicios textuales, nos habilitan para considerarla un texto político, es decir, concebido como instrumento de combate, de lucha ideológica.
La intención autorial es clara: plantear la oposición entre dos partidos que se disputaban el control de las instituciones provinciales en términos asimilables a la dialéctica sarmientina propuesta en Facundo (1845), es decir, como la contraposición de dos formas de ser, de pensar y de vivir.
Esta “saga de la Mendoza lencinista”, iniciada pues con Barbarie, culmina, en 1961 con La furia de los vencidos, quizás su novela más lograda. En esta línea narrativa, sostenida en lo temático, se registra empero un sorprendente hiato temporal entre el primer texto y los restantes: Odio entre hermanos (1959); Políticos enloquecidos (1959); El Interventor Federal (1960) y La furia de los vencidos (1961).
Así, en la década del 50 Arroyo retoma su pintura de una etapa tan agitada de la vida mendocina, aunque con una mayor distancia temporal, lo que explica el hecho de que a la palmaria declaración de intencionalidad política hecha en el prólogo a Barbarie siga ahora la pretensión explícita de que sus textos sean leídos completamente como ficción, tal como reza el epígrafe de El Interventor Federal. Y esto es muy importante, porque nos permite plantear la diferencia entre dos modalidades narrativas, en cierto modo próximas, pero distintas: la novela histórica y la novela política.
La novela histórica es la que intenta la reconstrucción “arqueológica” de un tiempo pasado, y lejano al momento de la escritura, mientras que por novela política entendemos –con María del Carmen Tacconi– “aquella que enfoca, desarrolla y expone tesis o mensajes de clara intención política, sean éstos implícitos o explícitos” (Tacconi, 1999, p. 11). Dentro de esta modalidad narrativa se destacan por su abundancia las obras que textualizan la turbulencia partidista y sus consecuencias.
Podemos comparar entonces las dos versiones de un mismo argumento, aparecidas con una distancia de treinta años; Barbarie y Odio entre hermanos. Ambas novelas se centran en el relato de un idilio truncado por la violencia política, que trae como consecuencia la muerte del protagonista, un joven y promisorio dirigente “conservador”. Ambas, igualmente, se ambientan en el Tunuyán de las primeras décadas del siglo XX, y el medio, tanto geográfico como humano, aflora en ricas descripciones que complementan y enriquecen la acción principal.
Empero entre ambos textos –y a favor de una mayor distancia temporal– puede advertirse, si no una evolución, al menos una morigeración del pensamiento político de su autor y de las invectivas que dirige contra los males de la denominada “política criolla”.
Operan en este sentido, en la segunda versión, la eliminación de algunos pasajes –concretamente los paratextos de la primera edición–; el “borramiento” de los nombres propios y de ciertas circunstancias históricas concretas (por ejemplo, las referencias a Lencinas) y una mayor preeminencia dada al componente costumbrista por sobre el político. De este modo podríamos ejemplificar, a través de la narrativa de Carlos Arroyo, la distancia que media –no siempre en forma tajante– entre esas dos modalidades narrativas emparentadas: la política y la histórica.
También en términos dicotómicos plantea Manuela Mur (1914-1993) su visión de este período de la historia mendocina, sintetizada en el título de su novela Gansos y pericotes (1975); “gansos”, en alusión a los conservadores o demócratas” y “pericotes”, denominación dada en la provincia a los radicales (recordemos que los lencinistas representan una escisión del tronco radical, que se separa de la conducción de Yrigoyen).
“Aquel destino entramado compuesto por redondeles de hilo había marcado el fin de mi infancia. La colcha nacida entre visiones fantasmales, entidades mágicas y arco iris exhalados por el alma del vino caliente” (Mur, 1975, p. 138). Con estas palabras cierra Manuela Mur la primera parte de su novela, y aquí puede encontrarse la clave del entramado narrativo que, como esos “redondeles de hilo”, va anudando la evocación de distintos personajes, alrededor de un suceso de un modo u otro presente en cada uno de los capítulos. En cuanto a la segunda parte (lineal, mucho menos elaborada en búsquedas narrativas) guarda con la inicial una coherencia un tanto forzada: el hecho de enfocar los sucesos desde la óptica de uno de los narradores de la primera parte, ya crecido.
Las referencias a otros actores de algún modo supuestos o aludidos anteriormente, o al marco histórico-político similar no alcanzan, a mi juicio, a dar cabal unidad al libro. Ciertamente, el desarrollo más plenamente novelesco corresponde a la segunda parte, en la que predomina el suceso, con un cierto acento en la psicología del personaje (el drama del destino de Herminia, entretejido en la confusa red de la ambición y las pasiones políticas), mientras que la primera parte podría considerarse más bien una colección de estampas o recuerdos, en una cierta ambigüedad genérica que oscila entre el relato costumbrista, las memorias de infancia y la novela política. Esto configura un resultado literario más rico y atrayente, al menos en cuanto a búsquedas narrativas, algunas no del todo logradas, pero sí interesantes, ya que muestran la preocupación de la autora por incorporar técnicas propias de la novela moderna, como el monólogo interior o el aparente desorden estructural que es en sí mismo significativo.
Siempre la figura de San Martín, así en la poesía o en la novela como en el radioteatro
En nuestra literatura local, y en relación con la gesta sanmartiniana, existe una larga tradición de textos que construyen esta representación de Mendoza como “ciudad heroica”, trasponiendo a la ciudad toda, las características propias del héroe. A la vez, a mediados del siglo XX, con motivo de la conmemoración del centenario del fallecimiento del Libertador, se publican varias obras –poéticas en su mayoría– entre las que se destacan La Andíada (1953) de Julio Fernández Peláez y Resonancias de epopeya (1953), de Carlos M. Puebla, que continúan una línea temática laudatoria ya presente en los poetas de las primeras décadas del siglo.
Igualmente, con una pequeña antelación, tiene lugar un fenómeno particularmente interesante, como es la escritura de una serie de “episodios históricos” redactados por el poeta Julio Quintanilla en la década del 40. Muy probablemente muchos de estos textos fueron dados a conocer a través de emisiones radiales. Este “radioteatro patriótico” viene a continuar en cierto modo el teatro gauchesco primitivo, con antecedentes tales como “El detall de la acción de Maipú”, sainete anónimo incluido en Teatro gauchesco primitivo (1957) con el que comparte similar finalidad educativa y patriótica.
Dejaré de lado la consideración de las obras poéticas por no entrar en el debate acerca de la naturaleza ficcional o no de la lírica (cf. al respecto Hamburger, 1986). Solo diré unas palabras sobre Julio Fernández Peláez, a quien –a pesar de haber nacido en La Habana (todavía española) en 1895– se lo considera mendocino por haberse radicado en Mendoza, junto con su familia, desde 1919.
Como señala Hebe Molina (2023), “La obra literaria de Julio Fernández Peláez tiene como línea vertebral el tópico de la heroicidad de los patriotas”, en el que se incluye “la construcción del tópico de San Martín como enviado de los antiguos Incas para liberar las tierras americanas, y […] la caracterización de los mendocinos como pueblo libertario, gracias a la simbiosis de las sangres aborigen y española, consideradas ambas como de origen heroico” (Molina, 2023, p. 218).
Dentro de su producción poética podemos mencionar Aleteos de cóndores: Poemas épicos, Glorias de la Patria y Laureles de Cuyo (1932), trece poemas, varios de ellos laudatorios de la gesta sanmartiniana. Fernández Peláez abordó igualmente el tema sanmartiniano a través de la novela histórica Volvieron los tiempos de San Martín y O’Higgins (1944) en la que focaliza también la figura del patriota trasandino; es autor también de un texto en prosa, El asistente Uvilla (1939), redactado a modo de guion radiofónico (cf. Molina, 2023, p. 225) y, por supuesto, del extenso poema épico titulado La Andiada o Canto esencial de América del Sur (1953), con el que corona su labor de reconstrucción histórica y literaria de las hazañas de José de San Martín (cf. Molina, 2023, p. 230).
En cuanto a El asistente Uvilla puede relacionarse con los episodios históricos que Julio Quintanilla redactó, varios de ellos con didascalias que sugieren su destino de emisión radiofónica. Al respecto, en el Diario Los Andes, con fecha del jueves 17 de agosto de 1944, se lee lo siguiente:
“Un mulato de Chacabuco” es el título de la estampa patriótica que ha escrito el autor local Julio Quintanilla, bien conocido por la inspiración argentinista de sus realizaciones, que ofrecerá esta noche en los habituales espacios del radioteatro del hogar el elenco que encabeza y dirige Luis Francese […]. En la estampa histórica […] tiene intervención el dúo “Los Huarpes” […]. (p. 5)
Este de Julio Quintanilla (1898-1950) es un caso muy particular dentro de la literatura mendocina: un poeta popular que da nombre al Teatro Municipal de la Ciudad de Mendoza; un poeta que no publicó nada en vida, porque escribía en bares y cafés y repartía muchos de esos papeles entre los asistentes, por lo que prácticamente toda su producción ha quedado incógnita, salvo un volumen editado por Nicolás Burmaz: Así era Julio Quintanilla; A través de su pluma, sus poesías [s. e., s. f.].
Entonces, quedan muchos papeles inéditos; entre ellos una serie de episodios teatrales, algunos de los cuales fueron compuestos para su representación escénica (según puede advertirse por las didascalias que contiene el texto) y otros, para la emisión radial, con lo que la obra de Quintanilla podría constituir un hito más de una historia no totalmente escrita, como la del radioteatro mendocino, sumándose al ya mencionado guion radiofónico de Fernández Peláez en lo que a la temática histórica se refiere.
El “episodio patriótico” aludido en la noticia periodística, ha podido ser reconstruido en gran parte gracias a un trabajo casi arqueológico de cotejo de versiones y fragmentos dispersos;3 forma conjunto con otro diálogo titulado “Un mulato de la Independencia”; uno más que lleva por título “Un mulato del Ejército de los Andes”, y también puede relacionarse con una sentida pieza dedicada a la Virgen del Carmen (de la que existen igualmente varias versiones con diferencias más o menos relevantes).
En realidad, todas y cada una de estas piezas y sus correspondientes versiones parecen componer, en la inspiración de Quintanilla, una sola y única obra cuyos personajes reiterados son humildes paisanos (don Zenón, doña Josefa, Rosita…), cantores y soldados, algunos recién incorporados al Ejército Libertador, como Rosauro Vargas,
Paisano joven de altivo porte, de reconocido valor y cantor muy querido en la comarca, novio de Rosita y voluntario del Ejército del General San Martín, que tuvo una actuación descollante en el peregrinaje victorioso del Gran Capitán y actuó en el escenario de América hasta después de Ayacucho y de Junín. (Quintanilla, mecanoscrito titulado “La Virgen de Cuyo”)
Y también los humildes mulatos que, en el sentir de Quintanilla merecen el más emocionado recuerdo.
En cuanto al conjunto de ideas fuerza que Quintanilla despliega, figura en primer lugar el heroísmo de los humildes pobladores cuyanos, puesto de manifiesto, por ejemplo, por el Mulato de Chacabuco: “Mamita; es la hora, las cornetas nos llaman a cumplir con el deber… No quedará un solo hombre en los ranchos, nada es más grande que la patria en la hora del dolor y del sacrificio…” (Quintanilla, mecanoscrito “El Mulato de Chacabuco”).
Este heroísmo corre parejo con la abnegación de las madres, igualmente comprometidas con la causa patriótica: “no hay una madre nacida en las faldas de la montaña que no crea, que no sienta que el primer deber de sus hijos es morir por el suelo en que nacieron” (Quintanilla, mecanoscrito “El Mulato de Chacabuco”). Además, en los diálogos entre los distintos personajes se reitera la referencia a una de las máximas del General San Martín, que aparece a modo de leit motif: “Serás lo que debes ser…”.
Igualmente realiza Quintanilla un trabajo transtextual a partir de hipotextos históricos, fuentes documentales, pero principalmente la tradición oral, aún viva. Gracias a la propagación por medio de la radio, esta producción de Quintanilla supera la contradicción ínsita en el teatro gauchesco, la puesta en relación de dos culturas (cf. Trigo, 1992).
Aun sin plantearlo en términos ideológicos, como “una cultura subalterna que se infiltra en el espacio de la hegemónica para erosionar desde allí sus cimientos [Certeau 36-7]” (Trigo, 1992, p. 63), la elección de algunos de sus protagonistas de extracción humilde, como el mulato, permite a Quintanilla sustentar una visión del heroísmo que se asienta no solo en el prestigio del héroe, sino también en la masa innominada del pueblo que ofrendó todo al servicio de la causa emancipadora:
Todo esto lo hizo Mendoza… esos regimientos son su sangre y son su vida… Las joyas de sus mujeres están allí, amasadas en las lanzas, en los fusiles y en los cañones… Toda el alma de la montaña es la que ondea, grita, canta sobre la columna que inspira Dios desde el cielo, sobre la legión que lleva San Martín a la gloria. (Quintanilla, mecanoscrito “El Mulato en el Ejército de los Andes”)
El período de las luchas civiles; la obra de Abelardo Arias y la “nueva novela histórica”
Merecida fama la de Abelardo Arias (1908-1984) en el contexto de la literatura argentina, como autor de una vasta obra que procede a modo de círculos concéntricos, elevándose –a partir de un centro vital y afectivamente ahincado en lo regional, con Álamos talados (1942)– a la consideración de lo argentino en su conjunto primero, luego lo americano, lo europeo y finalmente, alcanzando la universalidad del mito, con Minotauroamor (1966).
Su narrativa histórica, en lo referente a la historia argentina, incluye dos títulos: Polvo y espanto (1971) y Él, Juan Facundo (1995). En ambas, la acción gira alrededor de la figura de un caudillo: Felipe Ibarra, de Santiago del Estero, en el primero de los textos, y Juan Facundo Quiroga, de los Llanos de La Rioja, en el segundo. Lo que se rescata asimismo en cada caso es la búsqueda de ecuanimidad, a través de la compulsa de documentación histórica, cuyas fuentes se declaran en el caso de Él, Juan Facundo.
En relación con la primera de las novelas, si bien el autor no menciona explícitamente los documentos que le sirvieron de base, estos han sido rastreados y expuestos por Lorena Ivars (2001-2002): la investigadora destaca la similitud existente entre lo textualizado por Arias y las tres versiones que Agustina Palacio de Libarona, protagonista del primero de los dos “Cuadernos” en que se divide la obra, hiciera de su destierro en el Bracho.
Esta documentación histórica “de primera agua” se formaliza artísticamente en una estructura perspectivística que es, en sí, significativa de la intentio auctoris: mientras la primera parte, titulada “Cuaderno unitario”, se focaliza a partir del personaje femenino que resulta víctima de las rencillas de banderías políticas, en particular de la animosidad hacia su marido, odio no exento de celos románticos por parte del caudillo Ibarra, la segunda parte, o “Cuaderno federal”, bucea en el interior de Felipe Ibarra para darnos, si no una justificación al menos una explicación de los móviles de su conducta.
Quizás menos lograda artísticamente pero igualmente interesante, sobre todo porque parte de la acción transcurre en Mendoza, es la segunda de las novelas mencionadas; en ella, historia y tradición se unen para realizar una suerte de refutación del Facundo de Sarmiento. En efecto, todo el texto gira alrededor de la figura del caudillo riojano, de quien se tratan de destacar especialmente los aspectos positivos; así, los episodios que mancharon su fama, como el de la Severa Villafañe (narrado por Sarmiento) aparecen apenas aludidos o contradichos. Ciertamente, no es el narrador quien juzga, sino que se limita a mostrar. Así por ejemplo, destaca a través de hechos el carácter religioso de Facundo, quien fuera discípulo y amigo del presbítero Castro Barros, así como su profundo conocimiento de la Biblia, o el amor por su esposa, pero al mismo tiempo se mencionan su descontrolada pasión por el juego y sus sanguinarias reacciones.
Una de las claves de este texto novelístico está dada, como se dijo, por el manejo de documentos históricos –muchos de ellos silenciados por la “historia oficial”– pero también por la recurrencia a otras fuentes, como los cantares que pervivieron en la tradición oral. Este verdadero tesoro de poemas, que dan cuenta del imaginario popular y su visión de Quiroga, aflora en las coplas colocadas a modo de epígrafe en los distintos capítulos, como la siguiente: “Quiroga me dio una cinta / y Rosas me dio un cordón, / por Quiroga doy la vida, / por Rosas el corazón” (Arias, 1995, p. 103) y también en la recreación de leyendas que hablaban de la supuesta invencibilidad del caudillo merced a las “ayudas” sobrenaturales que recibía, por ejemplo, de su caballo moro, o la ferocidad de sus huestes de capiangos.
En función de esta estatura legendaria del personaje, el autor delinea un nuevo símbolo para contraponerlo al del tigre acuñado por Sarmiento: Quiroga vencedor de un toro, pero –paradójicamente– Minotauro él mismo, con todo lo que ello implica dentro de la narrativa de Arias de fatalidad y de terrible ternura: víctima y victimario en un período particularmente violento y difícil de la vida argentina. De este modo, el personaje alcanza una estatura heroica que se completa con el aura legendaria que rodeaba su persona y que se sustenta en su valor proverbial, probado en mil combates, cuya narración vívida nos proporciona el texto novelesco.
Así, a pesar de la pretendida objetividad que parece sugerir la lista bibliográfica de obras históricas consultadas, es notable la asunción de una perspectiva ideológica. Aunque historia y tradición prestan sus voces para la construcción polifónica del texto, en realidad (a favor de esa selección intencionada) predomina un discurso que asume la defensa del personaje, homogéneo en su intención, que no admite grietas ni discusiones, porque la literatura, a través de las imágenes que crea, puede llegar a ser más convincente que la verdad histórica. Y ese poder persuasivo está en proporción directa con el genio del escritor: por eso la extraordinaria perduración que la imagen de Facundo creada por Sarmiento ha tenido en el imaginario colectivo argentino.
Podemos decir entonces que Abelardo Arias recrea vívidamente, con gran maestría narrativa, en sus novelas históricas de temática nacional, aquella etapa de anarquía y contiendas domésticas que tuvieron por protagonistas a unos hombres enardecidos, apasionados por su país o por su terruño, a menudo heroicos y por momentos crueles, en cuyos enfrentamientos y odios se cifra una de las claves principales de la dramática historia argentina, valiéndose de algunas de las estrategias que distinguen la modalidad denominada “nueva novela histórica” (técnicas narrativas experimentales e innovadoras como los monólogos interiores, el dialogismo, la parodia, la multiplicidad de los puntos de vista, la reflexión metatextual del proceso de la escritura y la intertextualidad, etc.) aun sin coincidir totalmente con esta.
Juan Draghi Lucero, vocación de poeta, de historiador e investigador; Andanzas cuyanas (1968) y La cautiva de los pampas (1988): la historia y la representación de la historia
Juan Draghi Lucero (1895-1994) fue tanto un apasionado buceador en las tradiciones y la historia cuyanas como un escritor capaz de alumbrar mundos maravillosos como aquellos por los que discurren Las mil y una noches argentinas. Dentro de las narraciones de Draghi en las que se procura acortar la distancia entre el mundo real del receptor y el que crea la narración, hay un nutrido conjunto que recurre a la historia como modo de crear “verdad”.
Dicha preocupación por lo histórico es otra faceta más de su interés costumbrista y folklórico, ya que ambas actitudes resultan complementarias: si la historia nos da los grandes hechos, guerras y hazañas de los héroes, el costumbrismo nos revela el modo íntimo de ser de una sociedad, la “intrahistoria”.
Tal propósito se cumple acabadamente, dentro de la narrativa breve de Draghi, en la colección de Andanzas cuyanas y en su novela La cautiva de los pampas, textos que señalan el nexo de la cuyanidad con un mundo de arreos, indios y malones que se relaciona –en cierto modo– con las cumbres de la gauchesca: Martín Fierro y Don Segundo Sombra y con la denominada “literatura de fronteras”.
En el caso de la novela, es un relato construido según cánones tradicionales, con un desarrollo lineal cuyo clímax se marca en la descripción del malón que asoló la Villa de La Paz y que ocasiona el cautiverio de la protagonista. Este será el núcleo temático que centrará la acción alrededor de una situación largamente padecida por los habitantes de ciertos asentamientos fronterizos, como lo eran en el siglo pasado San Carlos, San Rafael o La Paz, expuestos a los ataques de indios y de cristianos renegados (acerca de la significación del tema de malones y cautivas en la literatura argentina, cf. Videla de Rivero, 1980). Es una narrativa con sólido fundamento, que responde seguramente al manejo de documentación, a la frecuentación de archivos.
Los cuentos, por su parte, parecen situarse en un punto de inflexión a partir del cual la aceleración del tiempo histórico nos deja sin más en nuestro presente, compartido por el narrador y el lector. Es aproximadamente un siglo el que transcurre, fechado a partir de hitos significativos: la Expedición al Desierto del General Ortega, algunos malones y ataques indios, la llegada del ferrocarril y de los inmigrantes indicada a través de la mención de “tropas de carros de Giol, Gargantini, Tomba, Arizu”, algunas revoluciones como la del 4 de febrero de 1905, revueltas y cambios de gobierno, las amenazas de guerra con Chile o la referencia a los terremotos, como el del 20 de marzo de 1861.
Ahora bien, más que los temas, interesa su modo de representación, la particular recreación que el narrador nos ofrece; así, advertimos en primer lugar esa ya manifiesta predilección por la “historia menuda”, que entreteje tópicos de la literatura gauchesca y de frontera (convivencia de indios y cristianos, vida en las tolderías, maltratos a las cautivas) con las peripecias sencillas de sus protagonistas, todos ellos “criollos cabales” y la reconstrucción costumbrista de una atmósfera determinada, un retazo de vida mendocina.
Además, la historia se da formando un todo con el paisaje circundante: pasajes poéticos en los que la naturaleza se anima para expresar el drama del encuentro violento de dos razas y dos formas de vida: pueblos originarios y europeos llegados de allende los mares. Además, los itinerarios de los personajes están firmemente dibujados en la geografía, no sólo cuyana, sino también pampeana, con marcada intención costumbrista, con sus dificultades: inmensidad, desierto, indios...
En general, los personajes históricos aparecen más bien como referencia que ayuda a datar el texto o como una mención que exime al narrador de mayores comentarios (así por ejemplo la alusión a José Félix Aldao o a Ortega). Pero si se trata de un personaje de resonancia local, como el caudillo lagunero Huallama o algún otro, como el gaucho Cubillos, la narración se explaya, señalando justamente esa inmediatez, esa coexistencia de personajes reales, históricos, y los protagonistas ficticios de la narración.
Ficción, historia y testimonio: las novelas de “Javier Pacheco”
“Javier Pacheco” es el seudónimo escogido por el prestigioso catedrático mendocino Enrique Díaz Araujo (1934-2021) para publicar, en la década del 80, una serie de novelas que complementan su obra de investigación histórica y política. Su obra de ficción comienza, pues, en 1981, con Octubre Azul (Solución imposible), novela a la que siguieron ¿Nunca viviremos en primavera? (1982b); Paralelas moradas (1982c); La semilla muerta (1983) y Colonia corrupta (1984). Con ellas, Díaz Araujo se inscribe en una línea de intención política que reaparece con distintos matices en nuestra literatura mendocina.
Además, su consideración implica por igual a otro “género próximo” de la novela histórica, como es la narración testimonial, que –en una primera aproximación– se define como una modalidad de “no ficción” nacida en los setenta. Con las características del relato histórico y la forma de la novela, estas obras exponen hechos desde la experiencia personal del autor, en primera persona tanto singular como plural. Como señala Adriana Goicochea (2000), “Lo estético está subordinado a lo funcional y práctico. En la novela-testimonio se articula la memoria colectiva, el nosotros y no el yo” (p. 40).
De todos modos, a más de la expresión de la vivencia personal del autor en una época de profunda agitación política vivida en la Argentina en un período apenas anterior al momento de escritura (si bien el tiempo del relato arranca en 1945 pero proyectado al presente), las novelas de Pacheco exhiben una factura estética destacable, sobre todo la segunda de ellas, la más entrañable y conmovedora, por cuanto incorpora en mayor medida vivencias autobiográficas, sobre todo de la infancia lavallina del autor, y también la más lograda literariamente. Baste como ejemplo la simbología de las estaciones sugerida por el título y que dicta la división interna del relato, que se corresponde con tres etapas de la vida del protagonista y también de la historia política argentina.
Historia y “canonizaciones populares”: Rolando Concatti y El tiempo diablo del Santo Guayama (2003)
Rolando Concatti (1933, Luján de Cuyo, Mendoza - 2019, Mendoza) publicó en 1997 su primera novela, Nos habíamos jugado tanto, ficción histórica sobre los años 60-70; en el año 2000 apareció Que está de olvido y siempre gris, novela testimonial cuyo trasfondo son los conflictivos años de fines de los 70, dentro de una matriz narrativa que recuerda el policial “duro” o “negro”, y en 2003, El tiempo diablo del Santo Guayama, novela histórica que textualiza la vida de este famoso personaje que la imaginación popular ha canonizado.
Esta novela está ambientada en el desierto, en su múltiple acepción de soledad y vacío geográfico, de aridez y ardimiento pasional. El desierto con su paradójica historia de lagunas: el “desierto verde” de Huanacache (Lavalle), ayer humedal y hoy arena, con su pasado huarpe, hablándonos también de los conflictos inherentes a nuestra historia, que nos llevan a ser por medio de la destrucción… El desierto con sus mágicas presencias tutelares, que convocan en el imaginario popular la idea de una protección divina especial para los pobres y los sufrientes… El desierto, en fin, metáfora de las relaciones humanas, con toda su carga de pasión y ambiciones.
En El tiempo diablo del Santo Guayama su autor crea un mundo textual cuyas afinidades con el real se hacen manifiestas ya desde la nota introductoria en que Concatti nos invita a reflexionar sobre las siempre incitantes relaciones entre literatura e historia. En efecto, el relato está anclado en un período perfectamente determinado y datado (los años de 1860) tan grávidos de acontecimientos tanto a nivel nacional (la Guerra con el Paraguay) como local (una sociedad todavía signada por las huellas del gran terremoto del 61) pero fácilmente proyectable a nuestra realidad actual.
Es obvia, entonces, la asociación con lo histórico, visible en la fidelidad a los datos y documentos, fruto de laboriosa investigación por parte del autor. Aquí radica uno de los méritos del texto, cuyos mecanismos constructivos la aproximan a la denominada nueva novela histórica entendida como instrumento de puesta en debate del pasado o más bien, de la versión oficial de ese pasado que, como manifiesta Concatti, siempre la escriben los vencedores. Esto es aplicable al texto que nos ocupa: tanto la creación de un “clima de época” como el cuestionamiento de la “historia oficial” a través de la relevancia dada a personajes que podrían considerarse “marginales” o “proscriptos”, tan representativos no obstante de su tiempo, como Santos Guayama o la Martina Chapanay, auténticos protagonistas del relato.
Múltiples voces –consumada maestría de un narrador que conoce los secretos de su arte- entretejen sus discursos para darnos, a través de la coralidad polifónica, una realidad compleja. En tal sentido, la estructura de la novela, dividida en cuatro secciones (“Ciudad de barro”, “La gran sequía”, “Diario de un testigo”, “Las nueve muertes de Guayama”) y un epílogo, oficia como un prisma que nos ofrece, a través de focalizaciones diversas, su fragmento de la historia.
Rolando Concatti inscribe su texto en la línea del magisterio ilustre de Sarmiento y sus Recuerdos de provincia. Y también de Di Benedetto (en su novela Zama) que tan bien cumple con el doble proceso de circunstanciación histórica y universalización simbólica, doble instancia que se registra también en El tiempo diablo....
Siglo XXI: otras formas renovadoras y variadas de textualizar la historia
Cada texto es hijo de su propia temporalidad, así, en el siglo XXI se registran formas renovadas de textualizar la historia. El tema sanmartiniano reaparece en una obra de Magdalena Liliana Greco, escritora y docente y su novela histórica Por las cuentas del rosario (2016), que toma como escenario principal la Posta del Retamo, en la zona este de Mendoza, localidad relacionada con la estadía de San Martín en Mendoza.
En el texto, además de la peripecia sentimental de la protagonista, se detalla la acción del Libertador en distintos órdenes de la vida mendocina, en estilo sencillo, de cadencia casi oral:
El gobernador intendente de Cuyo, don José de San Martín, se ganó en poco tiempo el respeto y la admiración de los vecinos. Organizó el registro de las propiedades, la distribución del agua, la ampliación del paseo llamado la Alameda en 12 cuadras, la vacunación contra la viruela y la vacunación de los perros contra la rabia. (2016, p. 81)
También se relata el conocido episodio de la confección de la Bandera de los Andes por parte de las monjas y las damas patricias, así como la jura de la Bandera y la proclamación de la Virgen del Carmen como Patrona del Ejército.
Finalmente, puede señalarse el significativo acierto de erigir como protagonista a una muchacha huarpe. Y así, se incursiona en otra modalidad relacionada con la historia: la intrahistoria, es decir, la historia de los seres comunes, la historia “desde dentro”, contada a través de los que no tienen voz en los relatos oficiales, los marginados, los olvidados, los oscuros…
En coincidencia con el creciente interés por las figuras de mujeres, en el horizonte histórico mendocino ha cobrado importancia Luz Sosa, esposa de Tomás Godoy Cruz, una aristócrata mendocina que fue considerada en su tiempo la mujer más hermosa de Cuyo. Esta mujer indomable, esposa de Tomás Godoy Cruz cobró triste notoriedad por la sospecha de haber mandado asesinar a su yerno, con lo que compone una personalidad realmente inquietante. Había nacido en 1797 en Mendoza. Casó con don Tomás Godoy Cruz y el matrimonio tuvo dos hijos: Juan Bautista y Aurelia. Con el tiempo, Aurelia, convertida en una joven encantadora, aprendió a cantar y tocar el piano con gracia y justeza acompañando a los “habitués” que acudían a las reuniones organizadas por su madre. Era muy común que se invitara y halagara a los forasteros distinguidos en los hogares mendocinos. Uno de ellos, de paso a Chile, fue Federico Mayer, apuesto médico recién recibido. El joven conoció a Aurelia y en 1851 se casó con ella, lo que provocó los celos de Luz, quien finalmente instigó el asesinato del joven, una calurosa noche de marzo de 1853.
Apuñalado por dos sicarios, quienes luego lo remataron con dos tiros en la cabeza y el pecho, el joven murió desangrado en brazos de Aurelia. Los asesinos fueron atrapados y confesaron que habían sido pagados por la señora Luz Sosa de Godoy Cruz para cometer el horrendo crimen. Ella se declaró culpable de aquellos hechos. Al mes y medio de ese mismo año, el juez Palma dictó la sentencia contra los asesinos y condenó también a Luz como instigadora y partícipe necesaria (proveyó las armas a los delincuentes).
Cuando todo hacía presumir que la sentencia era irrevocable, inesperadamente fue apelada y un tribunal compuesto por Leopoldo Zuloaga, Baltasar Sánchez y Clemente Cárdenas conmutó la pena de muerte de los Sambrano por diez años de cárcel. A Luz Sosa se le revocó la sentencia y se le impuso una multa de dos mil pesos, para la construcción de la cárcel. Una vez cancelada la multa recuperó la libertad.
Doña Luz, luego de un tiempo, volvió a su casa, mostrando gran entereza. Murió en el terremoto del 20 de marzo de 1861. Al otro día, una mujer que iniciaba su obra de caridad para con los damnificados la encontró bajo la mampostería que le destrozara el pecho. En el medallón que colgaba ensangrentado de su cuello, estaba la miniatura de un caballero de ojos claros y pelo rubio. “‘Es el Dr. Mayer’, reconoció un camillero que trasladara a las víctimas”.
Su muerte, acaecida el mismo mes de la fundación de Mendoza, pero trescientos años después, brinda la sugerencia para el desarrollo de la novela de Sonnia De Monte: Marzo (2012). Silvia Miguens, en el prólogo, la relaciona con las petites histoires, por traer a primer plano a una figura femenina, protagonista en cierto modo invisibilizada del devenir histórico. Sin embargo, nuestro personaje se singulariza por haber arrebatado ella misma el protagonismo a los varones que la rodearon: en primer lugar, su esposo; luego su hijo varón y también, en cierto modo, a su yerno, el desdichado Mayer.
Con estos datos, Sonnia bucea en los documentos y diversas fuentes históricas, que reconstruye con un lenguaje conmovedoramente poético, para darnos “su” versión de esta mujer inquietante. Así la novela, en sugestiva alusión al hecho catastrófico que puso fin a la vida de Luz, junto con gran parte de la población mendocina, se estructura en tres partes: “Los cimientos”; “Los muros” y “Los derrumbes”: títulos que acompañan el devenir de una existencia signada por la pasión otoñal que fue causa de su mayor pecado, pero que fue gestándose a lo largo de los años hasta convertirla en una mujer que la narradora no vacila en definir como “Insufrible, déspota, soberbia, despectiva” (De Monte, 2012, p. 112).
A modo de cierre
En este “pormayorizado” recorrido, muchos autores y títulos han quedado excluidos; por ejemplo, las dos novelas –reconstrucción imaginaria de nuestro pasado prehispánico– de José Corradini: Llamatoc el inca (1991) y El huarpe (1992), quizás de las pocas que, junto con Yataira (1929), de Laurentino Olascoaga, hacen foco en cuestiones relacionadas con los pueblos originarios.
También dentro de la categoría de ficción histórica pueden incluirse que abordan momentos muy conflictivos y controvertidos de nuestra vida comunitaria, como Los guerrilleros (1968) y Los días y la sangre (1977), de Iverna Codina, que textualiza el violento acontecimiento conocido como “El Mendozazo”.
Igualmente se ha excluido en el recuento una muy interesante novela histórica de Eliana Abdala, Morir por Alejandría (2009), en la que la autora recrea la vida de Hypatia la famosa Maestra de Alejandría, versada en la filosofía neoplatónica, que se destacó también por sus conocimientos de matemática y astronomía, facetas todas de una fisonomía que la narradora mendocina se empeña en reconstruir, junto con su Alejandría natal, en documentados cuadros plenos de vivacidad.
De todos modos, en los ejemplos analizados creo se pueden advertir las distintas modalidades por las que transita la ficción histórica mendocina, ya sea ciñéndose a las convenciones de la novela histórica tradicional, ya sumando los aires renovadores de la “nueva novela histórica, o incursionando en modalidades más o menos próximas, como la novela política o la testimonial, sin renunciar tampoco a la petite histoire o mirada intrahistórica.
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*Marta Elena Castellino es Profesora, Licenciada y Doctora en Letras por la Universidad Nacional de Cuyo (UNCuyo), con una tesis sobre Realidad, folklore y mito en la narrativa breve de Juan Draghi Lucero. Fue Profesora Titular de Literatura Argentina Siglo XX (Facultad de Filosofía y Letras, UNCuyo). Entre sus publicaciones se cuentan Fausto Burgos; su narrativa mendocina (1990); Una poética de solera y sol; Los romances de Alfredo Bufano (1995); Mito y cuento folklórico (2000); De magia y otras historias; La narrativa breve de Juan Draghi Lucero (2002) y Juan Draghi Lucero; Vida y obra (2005), entre otras. Fue Vicedecana de la Facultad de Filosofía y Letras y Directora Académica de la Maestría en Literatura Argentina Contemporánea de la Facultad de Filosofía y Letras, UNCuyo. Actualmente dirige la colección Panorama de las letras y la cultura en Mendoza, de la que se han publicado cuatro tomos (los dos primeros en 2013, el tercero en 2015 y el cuarto en 2023)y se encuentra en preparación el quinto. Ha dirigido y dirige proyectos de investigación. Integra en calidad de Miembro Honorario la Junta de Estudios Históricos de Mendoza.
Se citará por la edición de 1904, respetando la ortografía del original.↩︎
En la cita se conserva la ortografía del original.↩︎
Tarea llevada a cabo por Sandra García, alumna del Profesorado de Lengua y Literatura (ISFD “Tomás Godoy Cruz”), que se desempeñó como auxiliar de investigación en el Centro de Estudios de Literatura de Mendoza durante el período 2023-2024.↩︎