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https://doi.org/10.30972/clt.278720
CLRELyL 27 (2025). ISSN 2684-0499
Universidad Nacional de Lomas de Zamora
zarajuanmanuel@gmail.com
Recibido: 10/04/2025 – Aceptado: 23/06/2025
Resumen
En su literatura, Augusto Roa Bastos exploró, en más de una ocasión, diversas formas de narrar la conflictiva historia del Paraguay. La novela Hijo de hombre, publicada originalmente en 1960 y reescrita para la década de los 80, forma parte, junto con Yo el supremo y El fiscal, de una trilogía que reconstruye una genealogía del poder en la tierra natal del autor. En esta obra, como en las otras, Roa Bastos dramatiza la polémica entre la tradición escrita y la tradición oral (representadas en Paraguay por el castellano y el guaraní, respectivamente), proponiendo una mitología paraguaya –necesariamente sincrética– que tiene como eje a la figura de Gaspar Mora, tallador y leproso ficcional que levanta al Cristo de madera de Itapé.
Palabras clave: Augusto Roa Bastos; historia; Paraguay; guaraní; nueva novela latinoamericana
Abstract
In his literature, Augusto Roa Bastos explored, on multiple occasions, diverse ways of narrating the conflictive history of Paraguay. The novel Hijo de hombre, originally published in 1960 and revised in the 1980s, is part, along with Yo el supremo and El fiscal, of a trilogy that reconstructs a genealogy of power in the author's native land. In this work, as in others, Roa Bastos dramatizes the tension between written and oral tradition (represented in Paraguay by Spanish and Guaraní, respectively), proposing a necessarily syncretic Paraguayan mythology, centered around the figure of Gaspar Mora, a fictional carver and leper who raises the wooden Christ of Itapé.
Keywords: Augusto Roa Bastos; history; Paraguay; Guaraní; new Latin American novel
El Paraguay, como lo describe Rafael Barrett (1978), mezcla la desgracia mitológica y la desgracia histórica. Augusto Roa Bastos, en su prólogo a El dolor paraguayo (1978), señala que “no hay mirada sobre el Paraguay, en efecto, que no ofrezca esa extraña sensación de irrealidad” (Roa Bastos, 1978, p. 18). Hijo de hombre, novela con la que reconstruye, en clave de ficción, la brutalidad de la Guerra del Chaco (1932-1935), sigue en parte ese principio. La trama avanza sobre relatos en apariencia aislados, pero que se intercalan para completar la historia de vida de sus dos héroes protagonistas. Uno de ellos, Miguel Vera, revive los hechos en la escritura, se nutre de ellos, testimonia en ese proceso su propio crecimiento, dual y contradictorio. El otro, Cristóbal Jara, es acción pura, es el eje sobre el que se articulan los movimientos que incluso lo preceden y lo continúan. Así y todo, la novela se cierra sobre sí misma y la mayor parte de lo que pasa –de lo que viven Miguel o Jara, en Itapé o Sapukai respectivamente– no se cuenta. Se consolida como pasado, existe en tanto recuerdo o cimiento de los distintos espacios y personajes. Siguiendo la genealogía del mal paraguayo que establece el propio Barrett: “Son los muertos. Los muertos están vivos. Las generaciones pasadas alimentan a las generaciones presentes. Nuestras calamidades son las ramificaciones de las calamidades antiguas” (Barrett, 1978, p. 164). Y, entre los muertos de la obra, acaso el más destacable sea Gaspar Mora. Tallador, constructor de guitarras, músico, leproso y famoso hombre-padre del Cristo de Itapé. Su historia se cuenta en el primer capítulo, el propio “Hijo de hombre”, en boca del anciano Macario Francia. La novela comienza a partir de ahí, bifurcada, como señala Jean L. Andreu (1976), entre lo que incumbe a Itapé y Vera, y lo que incumbe a Sapukai y Jara.
El presente trabajo es una investigación sobre las huellas de Gaspar Mora en el desarrollo total del libro. Personaje que es abandonado al comienzo pero cuyas marcas están presentes hacia el final. No se pretende rastrear el origen de Mora o establecer una reconstrucción del personaje hacia atrás, ni tampoco establecer su simbología. Ya tanto Esperanza Gurza (1967) como Urte Lehnerdt (1968) señalaron las fuentes bíblicas del personaje, desde su oficio de carpintero hasta, incluso, su propio nombre: “Gaspar fue uno de los Reyes Magos que siguieron a una estrella para hallar al niño Jesús y adorarlo” (Lehnerdt, 1968, p. 69-70). Lo que se propone aquí, en cambio, sin dejar de tener en cuenta lo anterior, es un abordaje del personaje hacia adelante. En otras palabras, rastrear y reconstruir la estructura de la novela alrededor de esta figura.
El libro Hijo de hombre, publicado originalmente en 1960, cuenta con una “versión nueva” de 1983. Será con esta última que se trabajará en adelante, específicamente con la edición de Editorial Sudamericana del año 1998. El cambio fundamental de la segunda edición del libro es el añadido del capítulo “Madera quemada”, pero existen también otros matices menos notorios que justifican esta elección. Como Roa Bastos señala en el prólogo, esta versión profundiza el uso del guaraní. Dice Roa Bastos que en el guaraní “la letra se subordina al espíritu, la escritura a la oralidad” (1998, p. 13); con tal proyecto, el propio autor compara su acto de contar con la narración oral primaria al modo de su personaje, Macario Francia: “Durante más de veinte años, durante toda mi vida, he imitado sin saberlo al viejo Macario” (Roa Bastos, 1998, p. 13). Asimismo, la reescritura hace del texto una estructura abierta, que “no cristaliza de una vez y para siempre” (Roa Bastos, 1998, p. 12), y se equipara así a la naturaleza cíclica del mito.1 Hay que mencionar, además, que Roa Bastos ya había reescrito parte del texto, al extraer, de la novela, un cuento para Los pies sobre el agua (1967); asimismo, el cuento “Kurupí”, de El baldío (1967), comparte personajes, locaciones y episodios y bien podría sumarse a la novela.2 Un último detalle al respecto: como obra abierta, Hijo de hombre conforma una trilogía junto a Yo el supremo (1974) y El fiscal (1993), del mismo autor. Una trilogía que no pretende otra cosa que reconstruir la historia del poder en Paraguay. Según Teresita Mauro (1991), fue esta última versión la pensada para integrarse a esta serie.
En esencia, las dos versiones abarcan relatos, virtualmente aislados, que rodean a los personajes Miguel Vera y Cristóbal Jara, en el período que va desde las secuelas de la Guerra Grande o Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), es decir, la precaria situación de la peonada paraguaya tal como la denuncia Barrett y los levantamientos agrarios de principio de siglo, hasta la Guerra del Chaco. Estructuralmente, un rasgo destacable es la intercalación de voces narrativas: algunos capítulos son narrados en primera persona mientras que otros, en tercera. En el primer caso es, sin dudas, la voz de Miguel Vera. Sobre el segundo, la novela no lo deja muy claro. La nota final de Rosa Monzón, como compiladora ficcional de los papeles de Vera, parece darle unidad, de modo que puede pensarse en un narrador desdoblado, como propone María Verónica Serra (2006); para David William Foster (1970), la falta de una aclaración textual y la distancia entre narrador y personaje, obliga a pensar en un omnisciente exterior a la historia. De cualquier forma, esta ambigüedad no deja de ser especialmente significativa para comprender el devenir de los dos protagonistas. Siguiendo tanto a Josefina Ludmer (2017) como a Carla Daniela Benisz y Mario Castells (2011), las dos líneas argumentales de la novela representan los dos focos que existen a lo largo de la obra de Roa Bastos: la oralidad y la escritura. Dice Ludmer:
…los héroes de Roa Bastos y sus relatos trazan un recorrido que va de lo oral a lo escrito, o en los términos mismos de su literatura, del él al yo. Se diferencian básicamente según cuenten o sean contados, según escriban o sean escritos. (2017, p. 8)
Por su parte, Benisz y Castells (2011) retoman a Melía, según el cual, en el contexto paraguayo de conflicto entre la cultura criolla-hispana y la resistencia del guaraní a la escritura, la escritura ejerce como una herramienta de dominación. Como vehículo del “discurso oficial”, es también la realización de la vida pública y del control político. En oposición, el guaraní es la manifestación de la intimidad y el hogar. Estos autores ven en Vera un alter ego culposo del propio Roa Bastos, en tanto comparten el pasaje de un mundo lingüístico al otro.
La falta de unidad y la fragmentación con que se presentan los episodios de Vera y de Jara son, de hecho, como señala Andreu (1976), variables problemáticas pero ineludibles a la hora de abordar este texto. De ello surge la pregunta de si se trata, efectivamente, de una novela. Para Andreu quizás pueda hablarse de cuentos que comparten universo diegético, pero con núcleos narrativos independientes. Alejandro Quin (2016) le da especial importancia a los huecos del relato en Hijo de hombre y los asocia, en tanto marcas del texto, con las cicatrices en el cuerpo de los personajes. Entre cada relato fragmentado brotan episodios de la historia del Paraguay; aunque novela de contexto histórico, Roa Bastos no pone esos saberes en primer plano y se preocupa más bien por las consecuencias sobre sus personajes.3
Ahora bien, en ese caos aparente –o en ese universo ordenado a partir de relatos dispersos–, Gaspar Mora parece ser uno de los ejes centrales que dan unidad a Hijo de hombre. Se trate de novela o de cuentos, su figura establece, desde el comienzo, los parámetros de lo humano –y lo no tan humano– que atraviesan a los personajes. Todo ello, dentro de un marco cosmogónico propio, en el que se desdibuja la frontera entre lo humano y el paisaje que se habita.
Hace falta aclarar que este mundo mítico/simbólico propuesto por Roa Bastos adopta una interpretación del cristianismo que es casi indistinguible de la cosmovisión guaraní; como menciona Bartolomé Meliá (2012), “los guaraníes convertidos al cristianismo olvidaron al parecer sus relatos míticos y sus tradiciones” (p. 177, resaltado propio). Asimismo, Rubén Barreiro Saguier (1993) señala que, como la tarea evangelizadora de la Compañía de Jesús se llevó a cabo adoptando la lengua indígena, en el sentimiento religioso paraguayo “se produce una ‘infiltración’ de valores indígenas en la formulación de la estricta ‘fe verdadera’” (p. 64). En estos términos, el uso del guaraní se hace fundamental para expresar la dualidad entre conocimiento histórico (escrito) y mítico (oral) porque, como explica Serra: “La situación lingüística de Paraguay, dijimos, genera un pensamiento dual; una concepción dual del mundo. Esta dualidad se expresa en todos los ámbitos de la sociedad y la cultura del país; y, por supuesto, también en la literatura” (2006, p. 26).
De los diez capítulos que componen la versión a trabajar de Hijo de hombre, sólo la mitad nombran explícitamente a Gaspar Mora. El resto vuelven a su figura indirectamente, tanto a través de su Cristo tallado, como de la figura de los leprosos o como mera consecuencia humana. Entre los que Mora es mencionado, el primero, “Hijo de hombre”, como ya se ha dicho, es el que corresponde propiamente a su historia.
En aquella primera parte –que, como todos los capítulos impares, es abiertamente narrado por Vera–, el narrador recuerda su infancia y, en concreto, las historias que contaba a él y a otros niños el anciano Macario Francia. En esta presencia se da una clave de lectura para la obra: “Siempre hablaba en guaraní. El dejo suave de la lengua india tornaba apacible el horror, lo metía en la sangre (...) No la verdad tal vez de los hechos, pero sí su encantamiento” (Roa Bastos, 1998, p. 21). Es por eso que Francia se permite algunas aparentes contradicciones. Gaspar, según su relato, murió virgen, pero “contradecía lo anterior cuando se le escapó con cierto bochorno que el leproso había tenido un hijo antes de morir” (Roa Bastos, 1998, p. 30). Por supuesto que de ello puede entenderse también la creación del Cristo, o bien del hijo de María Rosa, o bien, de manera metafórica, su pervivencia en otros personajes; después de todo, como dice Macario: “El hombre, mis hijos (...) es como un río (...) Nace y desemboca en otros ríos” (Roa Bastos, 1998, p. 21). De estos relatos, entonces, Gaspar es el sujeto y el Cristo de Itapé el objeto. Mora era el sobrino de Francia –y Macario Francia, descendiente del Supremo José Gaspar Rodríguez de Francia. Habría tallado al Cristo y luego huido al monte para proteger al resto de su enfermedad, la lepra. Esto último, según Macario, coincide con el momento en que el Cometa Halley es visible desde la Tierra, con lo cual se puede suponer que fue el año 1910. Por supuesto, no es Macario, sino Vera, quien lo llama por el nombre “Halley”. Para el anciano es, “yvaga-ratá” o “fuego del cielo-cometa” (Roa Bastos, 1998, p. 27), aludiendo al Génesis de los guaraníes, como señala el propio Vera. De esta manera, el relato entremezcla la exactitud histórica –el año del cometa, rodeado a su vez de la realidad histórica paraguaya tal como figura en la tradición letrada– con la imprecisión del mito –de la tradición oral. Vera recuerda el cometa, “pero el relato de Macario me lo hacía remontar a un remoto pasado” (Roa Bastos, 1998, p. 27). De nuevo, ese fenómeno, aunque histórico, acaso comprobable dentro del universo de la novela, no interesa tanto en estos términos sino en su naturaleza mítica.
El ídolo tallado de Mora aparecerá en Itapé –y en la novela– como un intercambio que opera a partir de la desaparición del creador. Como señala Esperanza Gurza: “Gaspar se ha tallado un Cristo para que lo acompañe y luego el Cristo queda como compañero para sus hermanos” (1967, p. 503). Pero además de este desplazamiento narrativo –donde hubo Gaspar ahora hay Cristo–, la narración constantemente asemeja figura y creador, “Gaspar olía a madera, de tanto haber trabajado con ella” (Roa Bastos, 1998, p. 28) y, una vez “muerto”, cuando se lo encuentran en el bosque, Mora afirma que la muerte lo “va tallando despacito” (Roa Bastos, 1998, p. 34). Asimismo, el propio Cristo presenta en su naturaleza material los rastros equivalentes al de la piel lacerada por la enfermedad de su creador y será, de ahí en más, “el Cristo leproso”. La humanización es tal que a María Rosa le da la impresión de que “Debe tener sed…” (Roa Bastos, 1998, p. 39). Eso se vuelve especialmente significativo a la luz del episodio de la sed, durante la campaña del Chaco –un título alternativo de la adaptación fílmica de 1961 es, de hecho, La sed–, que abarca los capítulos “Los destinados” y “Misión”. Es curioso que, en uno de ellos, Vera esté al borde de la muerte por falta de agua, mientras que en este primer capítulo del libro casi muere ahogado por defender la santidad del Cristo. Al final de la novela, el Cristo volverá a asociarse con un humano cuando los mellizos Goiburú lo intercambian por Melitón Isasi. Isasi ya había adquirido carácter mítico cuando se lo rebautizó Kurupí; de hecho, actúa acorde a la descripción de esta criatura: de naturaleza sexual, “a veces humilde, dulce, servicial y hasta ingenuo, que se deja engañar fácilmente; por lo demás, se vuelve propicio al cazador que le hace ofrendas” (Schaden, citado en Melía, 2012, p. 195).
Por medio de aquel primer intercambio, entonces, Gaspar adquiere un carácter divino doble: por un lado se asocia con el mismísimo Dios creador, por otro, como se mencionó, con su creación, en tanto que pervive en ella. Es Macario quien, pese a ello, recuerda su naturaleza humana, al negar el nuevo nombre del cerro donde se expone la efigie (Tupá-Rapé, Camino de Dios): “En todo caso, el cerrito del Cristo leproso se hubiera debido llamar Kuimbaé-Rapé [Camino-del-Hombre]” (Roa Bastos, 1998, p. 48). Para Hernán Maximiliano Huguet (2010), Gaspar es, a través del Cristo, “aquel primer hombre que cohesionará al pueblo en el rito del cerro del Camino del Hombre” (p. 164). Por su parte, Lehnerdt sostiene que “el hecho de que el Cristo se parezca a un leproso expresa la solidaridad de su creador con los seres más humildes y desgraciados de la raza humana” (1968, p. 68). Para Seymour Menton (1967), es a través de la lepra que Gaspar Mora representa el carácter heróico de su patria, porque “las estadísticas indican que de toda Hispanoamérica, el Paraguay tiene la incidencia más alta de casos de lepra: uno o dos por cada mil habitantes” (p. 59). Hay que aclarar que el estudio al que refiere se publicó un año después de la primera versión de Hijo de hombre; no se trata de que Roa Bastos se haya basado en él, pero quizás sí en la presencia constante de la enfermedad, de la cual dicho estudio da cuenta. En última instancia, el truco de la lepra está, en parte, en la alusión bíblica, y asimismo en su carácter visual, lo que permite a la narración introducir al hombre –Gaspar, por caso– en una caracterización deshumanizante: los adjetivos que se usan sobre Gaspar son idénticos a los que se usan sobre el Cristo, por un lado, y sobre el paisaje, por otro. Se habla de Gaspar como si se hablara de la madera, de la tierra y del Paraguay hecho añicos. Del mismo modo, Macario Francia, que es el portador de la historia de Mora, es “Hueso y piel, doblado hacia la tierra” (Roa Bastos, 1998, p. 17, resaltado propio).
El aspecto exterior del cuerpo será fundamental para Huguet: él sostiene que Gaspar lleva en su cuerpo “la memoria colectiva del pueblo, transfigurado en mito; es en su cuerpo que resguarda y transporta al enfermo ‘dormido en el corazón de la madera’” (2010, p. 164). Al mismo tiempo, Vera “ve en Macario la corporización de los fantasmas que entre el pueblo sólo transitan entre murmullos y en el rito que se percibe irracional, del cerro” (Huguet, 2010, p. 164). Dada esta presencia espectral de Mora, no debe ser coincidencia que, durante la primera procesión del Cristo tallado, “En la hondura del monte el tañido ululante del urutaú acompañó sus pasos” (Roa Bastos, 1998, p. 38, resaltado propio). El otro nombre de este pájaro, el urutaú, es “pájaro fantasma”, y su plumaje lo identifica perfectamente con la corteza de un árbol. También Andrea Ostrov (2011) se detiene en el aspecto corporal del Cristo y señala que es su misma materialidad la que lo hace inadmisible para el párroco de Itapé: “La materialidad/carnalidad en sí resulta amenazadora y debe ser significada mediante la bendición: esto es, convertida en signo, en metáfora de algo que la trascienda” (2011, p. 41). Para Lehnerdt, “El Cristo Leproso simboliza un cristianismo puro, comparable al cristianismo primitivo de los primeros años, cuando todavía no estaba influido por las intervenciones de la Iglesia” (Lehnerdt, 1968, p. 70); si acaso no un “cristianismo primitivo”, sí puede decirse que Mora y su Cristo representan al menos un sentimiento religioso no institucionalizado, aislado de la Iglesia –oral y no escriturario. Ahí vuelven a identificarse creador y creación, porque sólo el carácter herético del Cristo permite recordar a los personajes el carácter herético de Mora; sólo tras la presencia de la figura, el cura lo acusa: “Un hereje, un hombre que jamás pisó la iglesia” (Roa Bastos, 1998, p. 41). Mora es hereje porque su Cristo lo es, el Cristo es leproso porque también lo es su creador. Mora es su Cristo, espiritual y corporalmente, porque es la carne-madera del Cristo la que, a través de la lepra, los humaniza a ambos. Dice Ostrov: “la carne se presenta como una superficie sobre la cual se inscriben huellas, marcas, signos y rastros de la historia (...) el cuerpo mismo deviene en documento, superficie escrituraria” (2011, p. 40).
En los capítulos posteriores, aún sin nombrar necesariamente a Mora, los cuerpos y los paisajes lacerados subsisten como simbología establecida. Las cicatrices son por ejemplo un elemento constante que excede la piel humana –y la madera del Cristo–: “aún no estaban cicatrizadas del todo las marcas del luctuoso acontecimiento” (Roa Bastos, 1998, p. 55), se dice del “cráter” producido por la explosión del tren; “tres diminutas hormigas humanas llevando a cuestas esa mole de madera y metal sobre la llanura sedienta y agrietada” (Roa Bastos, 1998, p. 169, resaltado propio), ahí de nuevo aparece la sed. Inmediatamente después del fragmento antes citado, Vera usa las mismas palabras para describir a Jara: “Veía sus espaldas agrietadas por las cicatrices” (Roa Bastos, 1998, p. 169). La cicatriz, traída hacia esos otros lugares por Gaspar Mora y los leprosos, tiene un valor esencial de recordatorio. Son la marca de algo que sucedió, pero que no se está mostrando. Lo que señalan en la novela, como propone Quin: “Es la historia de dominación (...) cuyo devenir sólo deja un rastro de ruinas y catástrofes en la experiencia republicana del país sudamericano” (2016, p. 233). Para Quin, estos rastros son fundamentales en Hijo de hombre, porque la novela compone lo que él llama “escritura sobre ruinas”:
…una escritura que al operar la suspensión de la relación entre soberanía e historia efectivamente expone el arruinamiento de ambas. La tarea de la literatura, como poética de las variaciones, consistirá entonces en mostrar esta precariedad del “monoteísmo del poder” y en revelar, mediante la constante decodificación de la historia, el rastro democrático de aquello que lo excede: la irrupción de un lenguaje no circunscrito al cálculo, las ficciones y la teología ruinosa del poder soberano en la modernidad paraguaya. (Quin, 2016, p. 236)
Efectivamente, los personajes, el paisaje y la tierra –es decir, los hombres y el espacio– están arruinados por la pisada de la explotación agraria, yerbatera o colonial, que va a la guerra como expresión máxima de legitimación –un cálculo muy al estilo de Barrett. Las de Jara, como las que habrán tenido sus padres, son las marcas del látigo del capanga; como contraparte grandilocuente, el tren explotó como medida anti revolucionaria. Esas marcas están en el lenguaje mismo, en tanto que, al entremezclar guaraní y castellano, la novela devela que, como señala Serra: “El castellano está ‘cargado’ con el dolor de la conquista” (2006, p. 33). Por su parte, las cicatrices de la tierra se representan en el contexto histórico en sí que abarca los tiempos de la novela, aunque se deja ver de reojo.4 Llega, por ejemplo, apenas a ser escuchado por Vera en su viaje en boca de otros pasajeros:
—Bueno —dijo uno—. Donde hay fe siempre hay milagro.
—Si eso fuera cierto, Núñez —dijo otro como con un poco de rabia en la voz—, Itapé, Kaacupé, Tobatí, Kaazapá, todos los pueblitos con santos milagreros, serían los más adelantados de la república.
—Claro —dijo el interpelado—. La fe estorba el progreso. Eso lo sabemos.
—¿Viste Itapé? —insistió el otro—. Todo está allí como hace un siglo, antes de la Triple Alianza, como antes de las revoluciones.
—Estaban levantando una fábrica de azúcar… —dijo el hacendado.
—No sería por el Cristo, seguramente. (Roa Bastos, 1998, p. 87, resaltado propio)
Apenas más adelante, uno de esos personajes dirá sobre el Paraguay: “Este es el país de la tierra sin hombres y de los hombres sin tierra, como dijo alguien” (Roa Bastos, 1998, p. 93). Las marcas de la tierra, entonces, están inscriptas en la novela en términos de posesión-desposesión. Al fin y al cabo, son los hombres desposeídos los que llevan las marcas de la tierra expropiada en sus cuerpos. Y, cuando no es así, las marcas aparecen en la escritura: estructuralmente, en los huecos dejados entre episodio y episodio; figurativamente, por ejemplo, en el episodio de “las polillas de la Audiencia de Arcas” contado por Noguera: “Esos bichos agujerearon las Cédulas Reales. Se comieron las demarcaciones primitivas, la línea de hitos, el uti possidetis, se bebieron los ríos. Todo. Ahora nadie entiende nada. Ni nuestros doctores en límites. Ni los de ellos…” (Roa Bastos, 1998, p. 244).
Por si fuera poco, del mismo modo que se da al paisaje una caracterización humana, en el texto opera una vuelta del hombre al barro. Sobre la explosión, señala Vera: “Y bien, ese cráter hubo que rellenar de alguna manera. En veinte años el socavón se recubrió de carne nueva, de gente nueva, de nuevas cosas que sucedían” (Roa Bastos, 1998, p. 168). Asimismo, para escapar de los capangas, los padres de Jara cubren sus cuerpos de tierra, de modo que “menos que seres humanos, ya no son sino monigotes de barro cocido que se agitan entre el follaje” (Roa Bastos, 1998, p. 105). Sobre Mora, recuerda Lehnerdt: “Según el Génesis, Dios creó al hombre del lodo; aquí, un hombre talla la imagen de Dios, de madera; ambos lo forjan a imagen y semejanza suya” (Lehnerdt, 1968, p. 70).
Ni la explotación ni la guerra, por supuesto, son el caso de Gaspar, su Cristo y los leprosos. Pero su piel expuesta está ahí siempre que se realizan movimientos alrededor de esas ruinas. Son los rastros de una condición humana que preexiste a la explotación misma y acompaña a los personajes. Siempre en el marco de un desplazamiento. Al abandonar su tierra para, paradójicamente, luchar por ella, los personajes se encuentran despedidos o bien por el Cristo o bien por los leprosos: lo primero que recuerda Vera en su viaje en tren es que “en Itapé sólo teníamos hasta el tercero de la primaria, desde los tiempos en que Gaspar Mora había levantado la escuelita rural de dos aguas y horcones labrados” (Roa Bastos, 1998, p. 82). Más adelante, en ese viaje: “el Cristo leproso nos miraba pasar” (Roa Bastos, 1998, p. 85). La campaña de “Hogar” comienza a contarse “un poco después de haber pasado el leprosario” (Roa Bastos, 1998, p. 153). En “Fiesta”, Jara escapa de sus persecutores gracias a los leprosos, “esa guardia de corps de fantasmas de carne” (Roa Bastos, 1998, p. 216), porque su condición “era una especie de privilegio” (Roa Bastos, 1998, p. 200 –los perseguidores evitan a los leprosos y, con ellos, abandonan a Jara–).
Las nociones de pertenencia a la tierra y pertenencia de la tierras, en estos términos, permiten entender el eje del segundo capítulo. Allí no hay mención de Mora, pero hay, si se quiere, una especie de anti-Gaspar, el doctor Alexis Dubrovsky. Varios rasgos de este personaje lo equiparan al tallador, sobre todo la lepra. Mientras el aporte de Mora es huir para no contagiar, Dubrovsky inaugura el leprosario. También termina su presencia en la novela junto a ídolos de madera. Incluso mantiene polémicas relaciones con una María, ya no María Rosa sino María Regalada. Pero Dubrovsky no llega a constituir la figura heróica de Mora “porque su objeto era demasiado simple y demasiado humano” (Roa Bastos, 1998, p. 209); en cuanto consigue el dinero –decapitando las estatuillas de santos que lo contenían–, desaparece. Pero además, y en vínculo con lo antedicho, porque Dubrovsky es un extranjero, un gringo. Dubrovsky es él mismo el desarraigo. Así y todo, aunque no del todo canonizado como el otro, la historia le otorga derecho a dar continuidad con el proyecto de Gaspar, pero ya no en Itapé sino en Sapukai. El leprosario es en la novela un lugar mítico que surge, como el personaje de Mora, de la solidaridad de Dubrovsky para con los enfermos. En él, aunque contaminada, hay continuidad con el mito inaugurado por la imagen de Gaspar.
Dubrovsky es un personaje sin tierra; Vera y Jara son, en cambio, dos personajes que abandonan su tierra, paradójicamente, en busca de tierra. Por un lado, participan forzosamente de una guerra cuyo objetivo es de expansión. Por otro lado, se ven envueltos, cada uno a su modo, en un proyecto que puede resumirse bajo la consigna anarquista “Tierra y libertad”,5 constantemente repetida en el texto. Casiano Jara la parafrasea: “¡Vamos a luchar por un poco de tierra! ¡Por nuestra tierra!” (Roa Bastos, 1998, p. 145). El lema cobra un nuevo sentido si se tiene en cuenta que todas las características paisajísticas de Mora están en esa tierra expropiada, pero ahora pervertida por la violencia. Lo que en Mora era solidaridad pura, en esta lucha por un poco de suelo todo es su antítesis. La Guerra del Chaco, como fenómeno histórico, enfrenta dos bandos; sin embargo, dice Vera, en el hecho concreto del campo de batalla “paraguayos y bolivianos estamos metidos en una misma bolsa” (Roa Bastos, 1998, p. 268).6
En la lucha por la tierra, los combatientes deshumanizados se encuentran con que, no sólo están luchando contra ellos mismos, sino que luchan por ellos mismos. Como señala Ostrov: “La tierra es (...) una presencia real, material y corpórea (...) Cuerpo y tierra entablan una relación metonímica” (2011, p. 45). Véase el final de “Destinados”, el episodio de las moscas. En pleno camino hacia la muerte, lo que los insectos develan a Vera no es simplemente su estado moribundo, sino su identificación con el paisaje. Proceso que se establece estrictamente en el plano del lenguaje.
Entre los cuerpos caídos, como si se trataran de flores, “las moscas verdes entran y salen de sus fosas nasales” (Roa Bastos, 1998, p. 271). Según aclara el propio Vera, “debe haber ya poca diferencia entre vivos y muertos” (Roa Bastos, 1998, p. 271). De hecho, “una de ellas [moscas] acaba de posarse sobre la hoja de la libreta” (Roa Bastos, 1998, p. 271) invadiendo el espacio muerto de la escritura –como las polillas–; pero Vera aún vive y, con el uso del presente, hace del texto un desesperado manotazo por seguir viviendo. Ya antes se había encontrado a las moscas:
Únicamente en la cúspide de los penachos de karaguatá de hojas duras y dentadas como serruchos, amanece alguna que otra pequeña flor amoratada, que se hincha y abarquilla como los labios de los moribundos. No dura sino algunas horas. Las moscas deben alimentarse de ella, porque exhalan su delicada fragancia. (Roa Bastos, 1998, p. 267, resaltado propio)7
Es con este trasfondo que Vera se ve obligado a repasar su vida, refugiarse en la escritura. Especialmente en tanto que, como sobreviviente, descubre en sí mismo un traidor, de su gente pero también de su tierra. En ese texto-refugio –que es la novela– la traición es otro gesto mítico, representado antes que en Vera en la figuras de Atanasio Galván y del padre Fidel Maíz. La escritura, como en el caso extremo de Yo el supremo, es en el universo de Roa Bastos la lengua oficializada, fiscalizada. La imposición de un orden sobre la caótica historia del Paraguay. Por eso, Vera termina sus días como funcionario público. Habiendo luchado por su pueblo, termina alejándose de él. En oposición, Jara es más fiel a la doctrina de Mora: ambos son siempre aquella tercera persona del relato, el héroe y el santo –la preocupación de Roa Bastos por la ubicación de los personajes en la situación de enunciación es evidente en Yo el supremo. Dicen Benisz y Castells:
Si el letrado se caracteriza por el uso de la palabra, lo privativo del pueblo es la acción. Escrito y heróico, pero sin reflexión propia, la actuación del pueblo en la historia es mediatizada por la escritura del intelectual, mientras que, tal como demuestra el Macario Francia de Hijo de Hombre y como efecto de la diglosia, la versión de los vencidos se circunscribe a la oralidad guaraní. (Benisz y Castells, 2011, párr. 18)
Menton, por su parte, señala que, mientras Mora es un “Cristo pasivo, sufrido y religioso” que sobrevive en su efigie, “Cristóbal [Jara] es el redentor ateo con raíces en la cultura guaraní y cuya determinación inquebrantable frente a los obstáculos más espantosos se inmortaliza en todas las sublevaciones que sean necesarias para conseguir la libertad y la justicia” (1967, p. 61). Pero ambos, Vera y Jara, son, a través de la lógica mitológica propuesta por la novela y, específicamente, por Macario, los hijos del tallador.8 Al final, Vera muere de un disparo indeterminado, interrumpiendo su escritura. No se sabe si fue suicidio o fue el joven Cuchuí. Pero para el caso es lo mismo: en ambas versiones es el hombre asesinado por el hombre. Cuchuí, en caso de haber disparado, es también el pequeño Vera, del comienzo del relato, revivido como un sentimiento de culpa, surgido del recuerdo humanitario de Gaspar Mora para redimir de la única forma posible al hombre en que se convirtió.
El texto mismo –que por lo menos en su mitad se puede adjudicar a la voluntad de Vera– está operando así con los mismos procedimientos que las historias de Macario. O, en su defecto, de la mitología guaraní. Según Melía, quien retoma a Alfred Métraux, los desplazamientos constantes de las tribus guaraníes eran “la búsqueda religiosa de una Tierra donde la economía de reciprocidad y el don, expresión del modo de ser perfecto y bueno, podían darse” (Melía, 2012, p. 192). También Barreiro Saguier lo refiere: se trata de la “yuy marae’, la tierra sin mal” (Barreiro Saguier, 1993, p. 76). Más adelante, aclara: “En el contexto de la adaptación sincrética que propone la novela, se trataría de alcanzar la tierra de la justicia, en la que sea posible no morir… de hambre” (Barreiro Saguier, 1993, p. 78). Pero en Hijo de hombre, a partir de las alusiones paisajísticas de Mora, esa tierra no es tierra sino persona. O, en cualquier caso, no hay una sin la otra. En ese sentido, la tierra prometida es menos parecida a un lugar físico que el ideal perseguido por los anarquistas como el padre de Jara.
En tanto epopeya alrededor de un duelo, Roa Bastos construye en esta novela una serie que va de la cosmogonía mítica guaraní (los hermanos fundadores del Chaco) a la realidad (Paraguay contra Bolivia) y que luego muere en lo novelesco (Vera contra Jara). En ese enfrentamiento está signado el fracaso de la lengua escrita. El letrado (Vera), hacia el fin de sus días, busca en el mito el sentido de las cosas. Ésa búsqueda es toda la novela, en tanto se presenta como la recopilación de sus papeles. Es presumible que haya allí huecos, del mismo modo que los hay en las arcas públicas a raíz de las polillas; como documento, la escritura se vuelve insuficiente y recurre a la oralidad. El procedimiento de Roa Bastos es, justamente, buscar las historias que subyacen a la realidad social del Paraguay para estructurar su relato. Y en su eje, como parámetro simbólico, levanta a Gaspar Mora, quien, como especie de “leproso originario”, representa en los rastros de su enfermedad el dolor del pueblo al que pertenece.
Él da comienzo a una historiografía que se elabora principalmente a través de cicatrices-huecos en el relato, relatos de violencia que permanecen en segundo plano. La escritura es la marca de esa violencia y el tallador del Cristo, su primer mártir. Este universo narrativo propone, para Lehnerdt, “una religión de humanidad, un socialismo cristiano, practicado ejemplarmente por Gaspar Mora, ‘padre’ del Cristo Leproso, ejemplo de un hombre bueno y figura simbólica del espíritu humanitario” (Lehnerdt, 1968, p. 68). Sin embargo, acaso Mora no es símbolo de ninguna otra cosa anterior a él; es decir, que no necesariamente es, como dice Lehnerdt, “ejemplo de” un modelo previo, exterior a la novela. En cambio, se construye como eje moral autónomo dentro del relato. A partir del cual y no hacia el cual funciona. Es, sin dudas, un bastión moral, pero en la medida en que esa representación ejerce de principio narrativo. Es a través del recuerdo mítico de Mora que Vera revé su conducta y contempla a Jara. Mirando hacia aquella figura, las acciones de Miguel –y de los otros personajes– persiguen o se alejan de un sentimiento humanista –si se quiere– que funciona como sostén estructural de la novela, y no, en cambio, como “aquello que cuenta”. Ese sentimiento está volcado hacia la tierra, no en términos ecologistas, necesariamente, sino de pertenencia e identificación.
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*Juan Manuel Zara es redactor y corrector de texto. Licenciado en Letras por la Universidad Nacional de Lomas de Zamora (UNLZ) y estudiante en la Maestría de Escritura Creativa de la Universidad Nacional Tres de Febrero (UNTREF). Entre 2021 y 2022 se desempeñó como profesor adjunto en la cátedra de Teoría y Crítica Literaria (UNLZ). Coordina los NewsLetter Prólogos a cosas (crítica literaria) y Aves en general (crónicas de viaje). Sus líneas de investigación son: Novela Latinoamericana, Realismo Social Latinoamericano, Cuento Fantástico y Fantasía Científica, Cultura Guaraní. Otras ramas de estudio no vinculadas a la literatura: Ornitología y Ecología en general.
Según las categorías de Claude Lévi-Strauss (1978), el mito se compone de una “estructura profunda”, un código general sobre el que se establecen relaciones en una segunda estructura “superficial”, representada en las constantes reescrituras –en su sentido de equivalencia con la noción lingüística de “habla”. Aunque con respecto a otro tipo de relatos, Diego Catalán (1998) señala que las obras de una tradición oral tienen la característica de operar según una “estructura abierta”. Para Mircea Elíade (1992), por último, los acontecimientos míticos constituyen la identidad del hombre (p. 14).↩︎
Se podría pensar como razón de peso para no incluirlo en la novela que la voz narrativa no encaja con ninguno de los caminos tomados en Hijo de Hombre.↩︎
Para entender la relación entre la historia y la novela latinoamericana ver López-Badano (2010) y para la relación entre la historia y la novela paraguaya en concreto ver El Abkari (2007).↩︎
El Abkari (2007) incluye a Roa Bastos en una serie de autores paraguayos –junto con Gabriel Casaccia y Lincoln Silva– que superan la novela histórica propiamente dicha pero cuyos relatos no pueden escapar de los traumas del pasado nacional. Para Roa Bastos, dice El Abkari, el interés por la historia está en su potencial conjugación con la ficción literaria.↩︎
Al respecto, dice Alejandro Quin: “Este viejo lema de la tradición anarquista, que recurre ocasionalmente en el texto, revela en la insurrección un propósito que no se identifica necesariamente con la captura del poder estatal (...) sino con una exigencia incondicional de libertad y derecho vital a la tierra dentro de un contexto histórico de desposesión. Recordemos que para amortiguar el debacle económico que ocasionó la Guerra de la Triple Alianza, el Estado paraguayo puso en oferta tierras públicas que fueron adquiridas por compañías extranjeras (brasileñas y argentinas) para la creación de enclaves destinados al cultivo de tabaco y, especialmente, a la producción de yerba mate” (2016, p. 239).↩︎
El propio mito guaraní sobre el origen de este territorio en disputa (el Gran Chaco) establece el fratricidio –relato con su representación cristiana en Caín y Abel. Según Lautaro Parodi (2005), los hermanos Tuvichavé y Michiveva lucharon por la tierra hasta que el primero mató al segundo y, avergonzado, abandonó el premio; desde entonces “el Gran Chaco quedó sin jefe, pero siguió prosperando bajo el cuidado de la naturaleza” (p. 18).↩︎
Existen también otros episodios de moscas en la literatura latinoamericana: en “Las moscas” (1935) de Horacio Quiroga, un hombre se descubre a sí mismo muriendo, perdido en el monte, por el zumbido de los insectos; en La Vorágine (1924), de José Eustasio Rivera, los personajes, que escapan, como los de Roa Bastos, por medio de la selva, están acosados constantemente por los gusanos de unas moscas que anidan en las heridas de los vivos.↩︎
Por “lógica mitológica” entiéndase, en concreto, “lógica de la tradición oral”. En oposición a Vera, que vive –y muere– en su propia escritura, Mora y Jara son figuras que no forman parte de la historia oficial sino, acaso, de la cuentística popular, en esa difusa imaginería híbrida guaranítica-cristiana.↩︎