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https://doi.org/10.30972/clt.278725
CLRELyL 27 (2025). ISSN 2684-0499
Institución: Universidad Nacional de Mar del Plata - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
estefaniadimeglio@gmail.com
Recibido: 30/04/2025 - Aceptado: 11/07/2025
Resumen
Proponemos un análisis discursivo de una de las escenas de la obra teatral Esa extraña forma de pasión (estrenada en el año 2011), de Susana Torres Molina. La escena (“Sunset”) representa la violencia sexual perpetrada por dos genocidas y sufrida por una mujer secuestrada durante la última dictadura en Argentina (1976-1983). Se estudiarán en el texto dramático los grises de la violencia sexual (Hercovich, 1997), así como la performatividad de género (Butler, 1990) que el personaje de la mujer actúa con el objeto de mitigar la opresión (Rodó-Zárate, 2021) a la que es sometida como parte del plan sistemático genocida. A modo de colofón, se pondrá en diálogo esta escena con un aspecto de la obra Ya vas a ver (2015) de la misma autora: la actuación como mecanismo de defensa de la mujer frente a la violación. La metodología está dada por el análisis literario y el marco teórico se basa en los estudios de género y los estudios de la memoria en América Latina.
Palabras clave: dictadura argentina; violencia sexual; performatividad de género; mitigación de la opresión; Susana Torres Molina
Abstract
In this paper, we propose a discursive analysis of the play Esa extraña forma de pasión, by Susana Torres Molina. The analysis focuses on the scene called ‘Sunset’, which depicts the sexual violence perpetrated against a kidnapped women by a genocide, during the latest Argentinean dictatorship. This work studies the so called grey spaces of rape (Hercovich, 1997), the gender performativity (Butler, 1990) performed by the character as a strategy to mitigate oppression (Rodó-Zárate, 2021), an oppression that represents the final link in the dictatorship’s systematic plan to punish activist women, in accordance with the regime’s gender ideology. As colophon, this play is put in conversation with an issue of the play Ya vas a ver (2015) by Torres Molina, which presents a woman’s performance as a defense mechanism in the face of imminent rape. The theoretical framework is grounded in gender studies and memory studies in Latin America.
Keywords: Argentinean dictatorship; sexual violence; gender performativity; mitigation of oppression; Susana Torres Molina
1. Introducción. Una poética de lo político
Susana Torres Molina (1946), dramaturga, directora e investigadora teatral, es según ella, una de las “guardi[anas] de la memoria colectiva” (Torres Molina, 1998, párr. 2) que por medio de esa rara alquimia que anida en el arte, transmuta los silencios, vacíos y prejuicios de lo social en preguntas y cuestionamientos críticos que indagan en el pasado y el presente de la sociedad argentina. Torres Molina concibe el teatro como una forma de pensar (Varela, 2023, párr. 13), desde el momento en que le interesan los lugares problemáticos, los puntos ciegos de la realidad, aquellos hechos y aspectos de lo real que la interpelan porque no tienen una respuesta. Es por ello que en su poética teatral “[…] se representa la realidad desde un corte transversal y la mirada entrenada en lo oblicuo” (Torres Molina, 2000, párr. 5), donde se entiende representación tanto en sentidos teatrales como simbólicos. La práctica de la escritura deviene pues praxis política (Bourdieu, 1990): el/la dramaturgo/a “con su escritura expone lo oculto, lo sombrío, y lo presenta a la reflexión y al debate” (Torres Molina, 1998, párr. 2).
Exiliada en España durante la dictadura de Videla, Massera y Agosti, nunca dejó de escribir. En el año 1978 su pareja, el también actor, director y dramaturgo Eduardo “Tato” Pavlovsky, estaba siendo perseguido por una dictadura que llegó a atentar en puestas en escena de sus obras y a irrumpir en su casa, amenazando de muerte a toda su familia. El exilio no fue vivido por Torres Molina como un acontecimiento traumático, sino como algo que la “alejaba del infierno” (Varela, 2023, párr. 7). Por ello, el destape en la España posfranquista le permitió lecturas del estilo de Charles Bukowski, como afirma Enrique Medina, “el escritor más discutido en el mundo” de ese entonces, ausente en los catálogos editoriales en Argentina (1984, p. 156). En cuanto a la escritura, el destape y la lectura del escritor norteamericano le posibilitaron la creación de cuentos eróticos, publicados en el libro Dueña y señora (1983).
Como operador de sentido político, la palabra actúa tanto para quien escribe como para quien lee. O ambas a la vez –según la díada barthesiana lectura-escritura, entendidas las dos como una misma práctica significante (Barthes, 1987, p. 79)– o quien es espectador/a de una obra de teatro. Apela a receptores y receptoras que se verán interpelados/as por sus obras, con temas irresueltos en la arena de lo social, puesto que según la autora existe una compleja e intensa relación entre dramaturgia y sociedad (Torres Molina, 1998). Historia, pasado reciente, militancia político-partidista, lucha armada, talante traumático de la violencia política, memoria individual y colectiva constituyen algunos de los tópicos sobre los que indaga su dramaturgia. También aparecen cuestiones atinentes a las luchas de las mujeres, cuya presencia marca fuertemente sus obras: cuestiona mandatos, estereotipos, roles y delitos del patriarcado. La traza feminista, aun cuando no sea el objetivo ulterior de las obras, atraviesa su producción: como lo nota el citado Medina, Torres Molina “escribe multiplicándose narrativamente, desmitificando tabúes machistas que perforan nuestro lastimado cuerpo social con esquirlas innatas” (1984, p. 113).
La autora y directora parte, con no poca frecuencia, de imágenes perturbadoras como disparadoras para la creación teatral. Por ejemplo, la imagen de mujeres secuestradas, que en el festejo de año nuevo están bien vestidas para la ocasión, pero con un detalle disonante que marca el pulso del horror: los grilletes en sus tobillos. Esta imagen perturbadora es el origen de Esa extraña forma de pasión (2012), texto que analizaremos en el presente trabajo, tomando como eje la violencia sexual ejercida sobre el personaje de una mujer secuestrada. La obra, junto con La fundación (2016) y Un domingo en familia (2018), conforma una trilogía sobre la violencia política de los años 70. Estrenada en 2011, en ese mismo año formó parte de Teatro por la Identidad; del evento “El teatro y las transformaciones sociales”, llevado a cabo en el Teatro y Almacén Cultural El Desguace; de “La Memoria puesta en escena”, ciclo de espectáculos con mesas debate realizado en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti (Espacio para la Memoria Ex ESMA, Buenos Aires) cuyo objetivo radicaba en propiciar el debate crítico sobre lenguajes escénicos y la cultura política.
2. Modos y temas del recuerdo
La memoria y la revisión del denominado pasado reciente en Argentina han sufrido los vaivenes de las políticas oficiales (Lvovich y Bisquert, 2008), que han devuelto temporalidades en las que el acto de recordar se convierte en oficial o contrahegemónico (Williams, 1997, p. 130), según el contexto político general del cual se trate. Grosso modo: transición democrática, menemismo, kirchnerismo, gobiernos de derecha como los de Mauricio Macri y el actual de Javier Milei, donde estos últimos no solo apuntan a denostar la memoria construida al presente, sino a la construcción de una “memoria completa”, volviendo a equiparar lucha armada con terrorismo de Estado, como lo hicieron los militares que formaron parte del plan represivo. Dentro de las vías de la memoria y de la reconstrucción del pasado de la dictadura, existen formas de recordar así como contenidos específicos de ese pasado que son tomados en calidad de ejes al momento de elaborar un relato, según las características de los marcos sociales de la memoria de los que nos habla Maurice Halbwachs (2011).
Hasta hace unas décadas la perspectiva de género respecto del pasado no era una mirada ni un enfoque pasible de incluirse en los testimonios de las víctimas: los delitos contra las mujeres no aparecían tipificados desde la justicia transicional como crímenes específicos ni como tópicos particulares en el relato de los hechos. O al menos no existía la posibilidad de escucha de los delitos basados en el género, entendiendo la escucha como una acción de amplio espectro: desde la ausencia de escucha y por extensión, de la inexistencia de la posibilidad de denuncia en los tribunales y ante la justicia, así como en la arena de lo social y en los entornos familiares, donde muchas veces las mujeres (y también los varones) eran silenciados al intentar hablar sobre lo que habían vivido. Y es sabido que para que el testimonio exista se precisa una escucha que haga posible la acción de testimoniar (Jelin, 2012, p. 113). De acuerdo con esto y a pesar de las tempranas denuncias, el silencio acerca del tema fundó regímenes del discurso (Foucault, 1992, p. 18) que omitieron de las memorias oficiales las diferentes formas de violencia diferencial sobre las mujeres. No había marcos de escucha apropiados para estos temas, no (solo) por el horror con que cargan los crímenes (Pollak, 2006, p. 24), sino además por el paradigma eminentemente patriarcal que puede verse por antonomasia en la serie jurídica, con sus “posiciones androcéntricas y patriarcales” (Galletti, 2019, p. 88). En efecto, en relación con el Juicio a las Juntas Militares celebrado en 1985, aun cuando desde 1921 existieran las figuras jurídicas que condenaban la violación sexual, se subsumió tal tipo de violencia bajo la figura de “tormentos”. De esta manera, no se diferenciaba la violación de otras formas de tortura.1 Es recién en junio de 2010 que el Tribunal Oral Federal de Mar del Plata pronuncia la primera condena a un genocida (en la denominada Causa Molina) por delitos sexuales, entre otros crímenes, considerándolos delitos de lesa humanidad.2
Pero que los crímenes sean juzgados no necesariamente significa que en todos los ámbitos sociales se conozca o se entienda su naturaleza. En 2011, en el marco de esta sensibilidad de la época –de las estructuras del sentir que delinea Raymond Williams (1997, p. 131)– Susana Torres Molina escribe la obra teatral Esa extraña forma de pasión la cual, en una de sus escenas –que tomaremos como eje de análisis del presente trabajo– indaga en aquella naturaleza del crimen, en los “grises” (Hercovich, 1997) de la violencia sexual, violencia que es entendida desde la perspectiva de género como una forma de castigo y disciplinamiento hacia las mujeres, por haber abandonado o relegado con su militancia los estereotipos y roles de género tradicionales. En esta dirección, analizaremos cómo las mujeres debieron “actuar” su género en una performatividad de género obligada (Butler, 2008) y someterse a los designios de los perpetradores, para mitigar la opresión (Rodó-Zárate, 2021) sufrida en los centros clandestinos de detención (CCD).
3. Las cosas por su nombre
Hasta el año 2012, en Argentina los crímenes perpetrados por la pareja –maridos, novios, amantes o compañeros ocasionales– eran calificados legalmente y en los discursos públicos como “crímenes pasionales”.3 Según esta visión, el hombre era víctima –el uso de esta palabra no está ajeno al sarcasmo– de una ofuscación causada por la pasión (De la Torre y Rodríguez Hernández, 2020, p. 7), que le hacía perder el juicio y lo motivaba a asesinar a la mujer en ese momento de “ceguera”. Si el hombre era “víctima” de tal pasión irrefrenable, había que encontrar, en el plano de los imaginarios, el consecuente culpable: en la pregunta, más que frecuente, “¿qué hizo ella para que él reaccionara así?”, parece estar la respuesta. Todo este razonamiento se enmarca en el paradigma estigmatizante o culpabilizador de la víctima (Hercovich, 1997) que rigió hasta hace unos pocos años tanto para el plano de los imaginarios (Basile, 2023, p. 54) como para el ámbito jurídico. Este último se configuró como un territorio patriarcal en esencia (Galletti, 2019), con Códigos Penales basados en un Derecho Romano (Olsen, 2009, p. 140; González, 2019, p. 286) igualmente androcéntrico. Este marco, a pesar de los avances en materia de género, tales imaginarios continúan operando en las mentalidades de manera frecuente. Estos modelos y paradigmas se acentúan en épocas de neoliberalismo, cuando los gobiernos de derecha pretenden minar las conquistas alcanzadas debido –entre otras razones– a que ven amenazado el supremacismo blanco masculino (Brown, 2020)4 y como parte de una aceitada reproducción de la economía simbólica patriarcal (Moreno, 2022, párr. 4). A la racionalidad económica se yuxtaponen pues, otras lógicas como la simbólica.
En la obra dramática en cuestión, Torres Molina instala el problema desde el título. La extraña forma de pasión hace alusión a diferentes vías en que los afectos entran en juego en relación con el pasado reciente, en las tres escenas que componen la obra. Con respecto a la primera escena, la extraña forma de pasión es un rodeo sarcástico que se refiere a la relación sexual y de compañía del militar con una militante secuestrada por la dictadura de cuyo sistema represivo él forma parte. Es decir, es su captor y victimario. El rodeo que da la frase del título lleva implícita la complejidad del tema. La alusión a los crímenes pasionales sugerida por el nombre de la obra señala implícitamente que la problemática se formula desde el lenguaje. Cómo nombramos o cómo no lo hacemos genera mecanismos de invisibilización, estigmatiza, reparte y atribuye culpas y responsabilidades. A propósito de esto, reflexiona Olga Wornat en su prólogo a Putas y guerrilleras (2014), libro que recoge y glosa los testimonios de mujeres secuestradas y torturadas en centros clandestinos durante la última dictadura en Argentina, mujeres víctimas de violencia de género, violencia sexual y de violaciones por parte de sus secuestradores. Wornat señala que durante mucho tiempo “y aún hoy” (2014 para la autora, pero continúa rigiendo para nuestro contexto) “se definió a estas relaciones como ‘amorosas’” (Wornat, 2014, p. 34): sobre estas mujeres se llegó a enunciar no solo que “colaboraron”, sino que fueron “amantes”, que “mantuvieron relaciones” o “vínculos afectivos” con los victimarios (Lewin y Wornat, 2014, p. 24; p. 26; p. 131; p. 388).
Se vislumbra aquí el modo por el cual las representaciones y concepciones de la violencia por motivos de género y de la violencia sexual configuran un léxico y una semántica propias, que refuerzan la culpabilización de la víctima (Hercovich, 1997). De allí la carencia de escucha hacia estas mujeres no solo por el horror con que cargan los crímenes (Pollak, 2006, p. 24) sino también a raíz del paradigma eminentemente patriarcal y androcéntrico imperante en lo social (Basile, 2023, p. 54). Lo cierto es que aunque en los imaginarios siga culpándose a las víctimas, es claro que en un CCD, bajo condiciones de secuestro y donde estas mujeres fueron reducidas a la nuda vida de la que nos hablara Giorgio Agamben (2010), no había lugar de resistencia ante la violencia de los perpetradores y, por ende, frente a la violación no existía la posibilidad del consentimiento (Moreno, 2022).
Sucede que inicialmente, en el mismo centro de detención y a su salida, no se tuvo en cuenta ni que las mujeres estaban conminadas a actuar conforme al arbitrio de los militares, ni que lo que ellas hacían se traducía en una puesta en escena que redoblaba la actuación de la performatividad de género (Butler, 2007) impuesta, la cual veremos más adelante. Como explica la investigadora Teresa Basile, quien entre otros temas estudia el pasado reciente con perspectiva de género,
estas malinterpretaciones fueron producto de la invisibilización del sistema de dominio al que estaban sometidas, así como de la introyección de imaginarios, modelos, roles, costumbres o conductas características del patriarcado que permeaban los juicios de valor tanto de los represores como de las agrupaciones guerrilleras, de los organismos de Derechos Humanos, de la sociedad y de las mismas víctimas. (2023, p. 54)
4. La violencia sexual como arma de guerra
Al objetivo de los genocidas al perseguir y violentar a las mujeres subyacía un afán aleccionador que consistía en recordarles los mandatos sociales que sobre ellas pesaban, y en simultáneo, el lugar que por su género les correspondía. Estos mandatos fueron manifestados por ellos discursivamente, a partir de las intenciones perlocucionarias de la palabra hablada, pero también fueron pronunciados sobre los propios cuerpos, mediante la violación y la violencia sexual, entendidas en tanto mensaje tal como señala Rita Segato (2013, p. 14). En efecto, hubo militares que reconocieron ante la justicia haber recibido órdenes expresas de violar a las mujeres (Lewin y Wornat, 2014, p. 242; p. 333) en el marco del plan sistemático genocida. De allí que durante la dictadura la violencia por motivos de género y la violencia sexual fueran instrumentadas a modo de venganza, castigo, debilitamiento, desmoralización y humillación del “enemigo”. En esa acción anida parte de la performatividad de género que estudiaremos:5 las formas de violencia verbal y psicológica se manifestaron explícitamente en los discursos de los captores en los CCD, quienes decían a las mujeres que debían comportarse como tales, definiendo el género según los mandatos y estereotipos del patriarcado y conforme al modelo dictatorial.
La palabra indicaba el deber ser al que tenían que adecuarse las mujeres, performatividad de género acentuada por todo gobierno autoritario (Laudano, 1998, p. 9). En su polémico y debatido libro El género en disputa (2007, originalmente publicado en 1990), Butler propone como uno de sus objetivos centrales pensar más allá de la división binaria de los géneros, fundando el terreno de lo queer como forma de activismo pero también en tanto teoría. Si, como lo había postulado Simone de Beauvoir en El segundo sexo (2009), abrevando de la filosofía existencialista, no hay ninguna esencia que preceda la existencia, entonces no hay identidad preexistente, con lo que tampoco el género es algo dado de antemano, sino que se construye histórica y culturalmente. Y lo hace de manera performativa: no poseemos un género; por el contrario, lo actuamos conforme a los dictum que lo moldean por medio de un lenguaje realizativo, a partir de actos performativos mediante los que se hacen cosas con palabras, al decir de John L. Austin (1982). En tanto que para Butler el sujeto no es un individuo, sino una estructura lingüística en formación en permanente devenir, la identidad de género se vincula tanto con esta performatividad como con la performance: el género se construye performativamente mediante las palabras y el discurso. La performatividad, esa actuación reiterativa del género que implica maquillaje, disfraz y puesta en escena se basa en la repetición de la norma –las “repeticiones de muecas gastadas”, según Torres Molina (1999, párr. 8)–, de un deber ser que responde a las identidades premoldeadas, construidas para la división femenino-masculino.
Desde estas consideraciones históricas y teóricas puede leerse el texto de Torres Molina, cuyos contenidos y construcción de la trama vienen a cuestionar la mirada sobre las mujeres militantes secuestradas y sobrevivientes, mirada que las acusa de traidoras (Lewin y Wornat, 2014, p. 22; p. 34). Si bien hay un contexto que habilita ciertas rupturas, por ejemplo, ya se viene palpitando lo que será la “marea verde” (denominada así por la confluencia de las “olas” feministas y por el color del pañuelo como símbolo distintivo), movimiento que se expande desde Argentina y por América Latina teniendo como objetivo principal la garantía de los derechos reproductivos y la legalización del aborto, la obra de Torres Molina mira el pasado con perspectiva de género de una de manera relativamente temprana. Para el contexto de producción de la obra la perspectiva formateada por el paradigma culpabilizador de la víctima seguía en vigencia, más allá de que existieran hitos en la materia. En efecto, con la publicación de un libro como el mencionado Putas y guerrilleras en 2014, la acogida fue pésima: en los comentarios informales que se le hicieron a la recepción del texto, siguió tratándose a las mujeres de traidoras. El libro indicaba, en uno de sus subtítulos, que los crímenes sexuales constituían “El debate pendiente”. En este sentido, se da una clara tensión entre las condiciones de producción y las circunstancias receptivas, que produce una cisma en los marcos sociales de la memoria, preparados para producir relatos, pero no para acogerlos. Torres Molina, coherente con su concepción poética y teatral de formular interrogantes y señalar los puntos ciegos de lo social, plantea entonces ir contra los discursos oficiales y corrientes. Propone plantarse, a propósito del pasado, contra la performatividad de género que reforzaban los militares durante la época de la dictadura en sus discursos públicos, montados mediante al aparato mediático (Laudano, 1998) y replicados en cada centro de detención, donde como ya se señaló a las mujeres se les recordaban los mandatos que, como tales, debían cumplir. Tal performatividad de género trascendió el centro para impregnar imaginarios sociales vigentes en el contexto de producción de la autora.
Esa extraña forma de pasión se constituye sobre la base de tres escenas yuxtapuestas, del “ensamble de las situaciones: Los Tilos, Loyola y Sunset”, según señala la didascalia inicial. Al tomar como eje de análisis la violencia de género y sexual, nos centraremos en la primera situación (“Sunset”). Comentaremos muy brevemente las otras dos escenas, también referidas al pasado reciente. En la ficcionalización construida entre las temporalidades de las tres escenas (el pasado en el interior del CCD –“Sunset”– y en la vida en clandestinidad –“Los Tilos”– y un presente en 2009 –“Loyola”–), aparecen temas y problemáticas teóricas devenidas en tópicos de la representación artística del pasado: la dificultad del recuerdo y la memoria, los olvidos como huella de lo traumático de una vivencia que no llega a constituirse en experiencia puesto que falta la articulación simbólica, los silencios (ausencia de relato, pero también silencios entre líneas en los discursos efectivamente pronunciados, los tabúes), la problemática de la representación acentuada por el carácter traumático de los hechos (Di Meglio, 2020), la visión distanciada de la generación de los/las hijos/as (Di Meglio, 2024), así como las contradicciones internas de las organizaciones armadas que suelen surgir específicamente en textos con miradas más sensibles a los matices y las paradojas, como lo muestran la publicación colectiva Ese infierno (2006), Mujeres guerrilleras (2011) de Marta Diana, Putas y guerrilleras (2014) de Miriam Lewin y Olga Wornat, El silencio (2017) de Ana Iliovich, entre otros.
“Los Tilos” –en orden de estructura de la obra es la segunda situación– se desarrolla en 1978, en un hotel alojamiento al que asisten dos militantes, Paco y Celia. La ficción emula esta situación frecuente en la militancia de los años setenta: ambos militantes simulan ser pareja para refugiarse y poder dormir allí, frente a la intemperie a la que los relega su vida en la clandestinidad en una huida y ocultamientos diarios. En ese marco, los militantes mantienen un diálogo: ella cuestiona aspectos de la militancia política, critica el hecho de que la conducción de la organización se hubiera ido del país. Diametralmente opuesto, él defiende la organización y la conducción, totalmente convencido de sus ideas. Hablan de hacer historia, de los ideales, de la posibilidad del secuestro, de la tortura. En el medio, se critican mutuamente, acompañados por el miedo que los atraviesa y por la pasión por la militancia, enardecida en un caso, mitigada en el otro. Surge así otra extraña forma de pasión: la de la militancia política.
La tercera situación, “Loyola”, tiene lugar en el año 2009. Consiste en la entrevista de Manuel, hijo de padre desaparecido (escritor, podría haber sido Paco), nacido en el exilio de su madre, y Beatriz, escritora militante, sobreviviente de la dictadura que estuvo en el exilio durante siete años. Mientras se hace notorio que Beatriz ha aceptado dar la entrevista para hablar de su escritura, de sus libros, de la literatura, es indudable que Manuel desea hablar de la militancia, del secuestro, de la lucha armada, temas que Beatriz prefiere evitar ostensiblemente. Manuel la conduce siempre a tales tópicos dejando entrever la mirada “airada” de los hijos (Arfuch, 2018), ese tono de la generación de hijos e hijas que cuestiona a sus padres y la militancia que los llevó a perderlos, planteando preguntas retóricas como “¿No fue demasiada muerte para tan poca revolución?” (Torres Molina, 2012, p. 74). Se establece un diálogo intergeneracional en el que hay más vacíos y equívocos que lugares en común, pero que permite plantear un lugar de encuentro para el debate. Es que Manuel la entrevista, en verdad, porque Beatriz ha estado secuestrada en el mismo centro de detención –que se supone la ESMA– que su padre, información que confiesa solo hacia el final de la entrevista. En esta dirección, instala el carácter traumático de los hechos, la intervención del evento traumático en lo real y la problemática del proceso de duelo ante la desaparición y la falta del cuerpo, en esa especie de duelo suspendido (Bodnar y Zytner, 2000) o duelo congelado (Boss, 2001).6 Explica lo difícil que es amar a una “sombra”, la de su padre, otra extraña forma de pasión: “siniestro delirio amar una sombra”, según el verso de Alejandra Pizarnik que recita el personaje.
Ahora sí tomamos la primera situación, la cual tiene lugar en la Ciudad de Buenos Aires, en 1977, uno de los años más cruentos de la dictadura en cuanto a secuestros y desapariciones. Transcurre en un CCD (si bien no se dice, todo apunta a que se trata de la ESMA), pero se titula “Sunset” ya que este era, para la época, uno de los boliches más famosos y de mayor prestigio de la ciudad de Buenos Aires, adonde los genocidas de la ESMA llevaban a algunas de las mujeres secuestradas. Era práctica común en determinados centros hacer salir momentáneamente bajo custodia a ciertas mujeres. En el caso de la ESMA, se trataba de las mujeres que realizaban trabajo esclavo en el denominado ministaff (Lewin y Wornat, 2014, p. 92). Se trataba de trabajo de inteligencia al que las obligaban los genocidas, que consistía por ejemplo en leer material bibliográfico para hacer resúmenes, para traducirlo cuando no estaba en español, entre otras actividades, como parte de aquellas tareas de inteligencia orquestadas por el superior de la ESMA conforme a su proyecto político, el Almirante Eduardo Massera.
Carlos y Miguel, personajes de la obra, llevan a Laura a Sunset durante la Nochebuena de 1977. Carlos está enamorado de Laura, hay un vínculo entre ellos. Nunca se dice que Carlos ha violentado sexualmente a Laura, pero queda claro que ese vínculo, esa “pasión”, es una relación forzada y como tal implica violencia de género. Según las reglas del campo y los procedimientos del centro, se supone que Laura está en “proceso de recuperación”, como dice Miguel, otro de los personajes de la obra, también genocida. En esta dirección, la obra ficcionaliza una estrategia de supervivencia: en el marco del secuestro en el CCD muchas mujeres adoptaron de manera ostensible los roles tradicionales de género y respondieron intencionalmente a las imposiciones de los victimarios (maquillarse, vestirse con ropa “de mujer”, ser sumisas, delicadas, Lewin y Wornat, 2014, p. 115; p. 640), no por convicción sino como forma de mitigación de la opresión –concepto planteado por María Rodó-Zárate (2021) desde el enfoque feminista interseccional– de la violencia basada precisamente en el género. En este sentido, performaban estereotipos de género –en esa coincidencia realizativa entre palabra y acción– y respondían en apariencia al “proceso de recuperación” impuesto por los dictadores. En la escena, Carlos le pregunta a Laura “¿por qué no te maquillaste?” (Torres Molina, 2012, p. 11) y luego de tomarle la mano, le recrimina: “No te limpiaste bien las uñas” (Torres Molina, 2012, p. 12). Más adelante, insiste: “Terminá de arreglarte y limpiate las uñas, por favor. En diez minutos salimos. Te quiero ver espléndida. Quiero que cuando entremos al restaurant la gente nos mire y piense: ¡Qué linda pareja hacen esos dos!” (Torres Molina, 2012, p. 14). Estos comentarios y recriminaciones se refieren a su aspecto físico, a lo que se consideraría su “femineidad”, lo que apunta a una imagen de mujer tradicional y estereotípica, buscada por los dictadores en los CCD según dicho proceso de rehabilitación. La obediencia de las mujeres frente a estos mandatos, su actuación conforme a los pedidos –obligaciones en este caso por la coerción implícita o explícita que supone un CCD– de los oficiales implica el disfraz, actuar el género como forma de mitigación de la violencia, como modo de supervivencia.
Entonces, la performatividad de género se vio duplicada en estos casos. En la mayoría de las ocasiones la prueba más contundente de la recuperación según los militares era que las mujeres estuvieran, en términos sexuales, con un genocida (Lewin y Wornat, 2014, p. 333). A propósito de este modelo y de la “rehabilitación”, comentan Miriam Lewin y Olga Wornat:
La aceptación por parte de la mujer de que su rol era cuidar su aspecto para agradar al varón era una señal de que el proceso de recuperación tenía éxito”, a lo que añaden: “por supuesto, la mayor parte de las detenidas desaparecidas estaban dispuestas a simular que habían recuperado su femineidad, maquillándose, peinándose y vistiéndose. Era una concesión menor a cambio de una posibilidad de seguir con vida. (2014, p. 262)
La simulación de haber recuperado esa esencia de lo femenino no es otra cosa que una puesta en escena intencional de los rasgos supuestamente inherentes al género, una actuación de la identidad de género –consciente en este caso– siguiendo el concepto de Butler (2007). A esto se suma el hecho sugerido por las palabras de Lewin y Wornat: “Desafortunadamente, eso no era todo lo que les pedían, por supuesto” (2014, p. 262), reflexión que queda implícita en la obra de Torres Molina a partir del vínculo forzado que se ficcionaliza entre los personajes.
Es claro que “la realidad es una interpretación subjetiva” (Torres Molina, 2000, párr. 8) –“y caprichosa”, añadirá Torres Molina en “Apuntes sobre el proceso creador”, (2007, p. 9)–. Pero más allá de esta certeza, hay hechos cuya naturaleza es indiscutible: en un CCD, donde imperan las condiciones de secuestro y la tortura, aun a riesgo de caer en la tautología, cabe recordar que el victimario es victimario y la víctima es víctima. No obstante, en el personaje de Laura anida la figura de las mujeres consideradas “traidoras”. Se trata de las sospechas que pesaron sobre las/los sobrevivientes. En efecto, a propósito de este imaginario, llegando hacia el final de la tercera escena-situación (“Loyola”) el personaje de Manuel le pregunta a Beatriz de manera acusatoria si colaboró con el régimen estando en el CCD. Se escenifica así la ficcionalización de la carga que pesó sobre los y las sobrevivientes, profundizada por el sesgo de género en el caso de las mujeres (Lewin y Wornat, 2014, p. 203-207). Si los sobrevivientes de los centros clandestinos fueron tildados, primero por sus compañeros/as, y luego por la sociedad toda, de sospechosos (Dürr, 2017, p. 10; Lewin y Wornat, 2014, p. 486), de “traidores” por “colaboradores” –el “si se lo llevaron por algo será” se transformó en “si sobrevivieron por algo será” (Actis Goretta et. al., 2006, p. 20)–, en el caso de las mujeres violentadas, violadas y abusadas sexualmente, la imagen de la traición adquirió un doble sesgo (Lewin y Wornat, 2014, p. 30; p. 118-119; p. 207). Figura, por su parte, presente ya en cuerpos normativos, de fuerte carácter disciplinario, como los de la organización Montoneros. Quienes sobrevivieron llegaron a sentir ellos y ellas mismos/as, en la mayoría de los casos, la denominada culpa del sobreviviente (Levi, 2011, p. 175). Si las tres situaciones de la obra de Torres Molina están conectadas por referirse todas, en diferentes temporalidades, al pasado reciente, con la implícita pero evidente acusación de colaboración que hace Manuel a Beatriz y con la defensa y descargo que formula ella, queda conectada la última escena con la primera, a partir de la sospecha de “traición”. Recelo que no se hace explícito en “Sunset” pero que sí puede quedar flotando, a causa de los grises de la violencia sexual –como se verá más adelante– en los espectadores. Con su defensa y desmontaje de discursos, Beatriz se convierte en el testigo de la catástrofe que testimonia por otros/as, por los/as que ya no están (Levi, 2011, p. 78; Agamben, 2010, p. 18). En su caso, al referirse a la situación de tortura durante el interrogatorio, defiende asimismo al personaje de Laura en “Sunset”, y deja al descubierto la “actuación” del género, la sumisión a la que ella se vio obligada a los efectos de sobrevivir y de mitigar la opresión que sobre ella se ejerció. Beatriz lo explica, no sin sarcasmo, de manera clara:
–¿Qué entendés por colaborar? ¿Que una persona que está siendo torturada haga lo que le ordenan? ¿Eso es colaborar? ¿Quién puede decir lo que hay que hacer cuando el cuerpo grita? ¿Quién sabe lo que haría en esa situación? Las personas hacen lo que pueden para vivir, y para sobrevivir. ¡Lo que pueden! (Torres Molina, 2012, p. 75)
En efecto, los límites de hasta dónde deben obedecer y ser sumisos/as los/las secuestrados/as son lábiles, y se complejizan cuando hay órdenes contradictorias o dos genocidas disputándose la atención y obediencia de un/a secuestrado/a. La obra de Torres Molina ficcionaliza esta situación en el momento en el que Carlos obliga a Laura a bailar. Ella lo hace porque este se lo pide, pero el otro militar, Miguel, la mira, se le acerca, empieza a bailar con ella. Primero sin contacto físico, hasta que finalmente la agarra de la cintura. Carlos solo observa, pero luego, cuando Miguel se retira, le recrimina a Laura haber bailado con Miguel. Concretamente, le pregunta molesto: “¿Te gustó excitarlo?” (Torres Molina, 2012, p. 17). Carlos la juzga según la imagen bíblica de la Eva tentadora (Fernández, 1993, p. 37), que carga con la responsabilidad de las acciones. Como señala Hercovich, “[…] a los ojos culpabilizadores, despertar el deseo viril a pesar de sí mismas no es un destino trágico sino el poder específico de las mujeres” (1997, p. 64). Entonces, Laura, como un objeto de deseo en su máxima expresión, según Carlos debe bailar para él, pero al mismo tiempo debe ocuparse de no excitar a otros hombres, como si fuera su responsabilidad y estuviera bajo su control, todo esto profundizado por la condición del secuestro. El sinsentido de la encrucijada es claro. Laura contesta a Carlos: “En mi situación es difícil saber con quién, cuándo y hasta dónde tengo que ser amable” (Torres Molina, 2012, p. 17).
Sobre la base de un dilema similar, que se instala en la subjetividad de las mujeres (“¿hasta qué punto ‘ser amables’?”), se construye la trama de Ya vas a ver, obra de 2015 de Torres Molina. Si bien el presente artículo analiza la escena puntual “Sunset”, no podemos dejar de establecer el breve diálogo, como colofón, con esta obra posterior, ya que el libreto intenta indagar en la subjetividad del violador y en la de una víctima frente a la inminencia de los hechos y ante lo traumático de la vivencia. La obra enfrenta a receptores/as y espectadores/as a una escena en la que la mujer, Ella, se encuentra frente a su violador, Él. Ante la psicopatía del hombre, violento y “amable” por momentos, Ella debe negociar. En esta dirección, Torres Molina, vía su dramaturgia, explora los llamados “grises” de la violación (Alcoff, 2018, p. 93; p. 98) que dan cuenta del carácter complejo de este delito. De esta forma, traduce en la escena textual y teatral un aspecto teórico. La violación en general que se corresponde con los “guiones de la violación” (Alcoff, 2018, p. 98), es decir, con esas imágenes en bloque (Hercovich, 1997, p. 72) que en general tienen las personas de lo que es una violación: la imaginería social tiende a creer que estos delitos solo suceden en un descampado (Hercovich, 1997, p. 169), con amenaza de algún tipo de arma de por medio. Fácilmente se desarmaría esa imaginería si no estuviera cercada por el silencio. Coherente con el paradigma culpabilizador de la víctima de violación que, a pesar de los avances en materia de género y de los desmontajes que se lograron al momento sigue vigente en nuestra época, se formula parte de la respuesta del público: Torres Molina dice sorprendida que luego de una función parte de los espectadores alegaba que el personaje de la mujer también era una especie de psicópata que provocaba a su violador (2023, 48m20s). Evidentemente algunos espectadores/as, presa de los paradigmas sociales, no captaron que Ella estaba actuando su género para intentar la supervivencia; no fueron perspicaces ante los grises de la violación. Estos comentarios sobre la obra dejan en evidencia lo dificultoso que resulta el desmontaje de las visiones acusatorias y estigmatizantes de las víctimas de violación, como sucedió con las mujeres víctimas de este delito en los CCD. Respondemos con la ironía de Hercovich a los comentarios del público:
En la versión culpabilizadora de la violación no existen las doncellas. Sólo hay arpías que, además de incitantes y seductoras, son astutas, mal intencionadas y mendaces. Los primeros dos atributos sirven para adjudicar a las mujeres la iniciativa a través de la provocación. Más tarde, ante un tribunal, los otros tres restan sentido a los esfuerzos que ellas hacen por desmentir el significado atribuido a sus actos. ¿Para qué se quedó hasta el final de la fiesta con alguien que recién había conocido? ¿No se desvestía ella a la noche sin antes bajar la persiana? ¡Hay que desconfiar de las que parecen mosquitas muertas porque son las peores! Si su ropa muestra u oculta; si habla fuerte y se ríe a carcajadas en público o, por el contrario, baja la mirada y se muestra incómoda; si anda sola en la calle de noche o es una adolescente en uniforme de colegio, todo podrá interpretarse como llamado. (Hercovich, 1997, p. 64)
Imposibilitada de salir de la encrucijada que la presenta siempre como culpable de los hechos, la mujer busca los subterfugios que están a su alcance. Estos mecanismos en general consisten en complacer a su victimario sobre los estereotipos de género, para poder mitigar la opresión. Para poder, en última instancia, no “importunarlo”, como dice el epígrafe tomado de Ampuero, y sobrevivir. Esa extraña forma de pasión de Torres Molina desmonta las performatividades de género y, así como Ya vas a ver, indaga en los grises y aparentes contradicciones, intentando pensar, para deconstruirlos, aquellos aspectos problemáticos de lo social, que hacen, por ejemplo, que el paradigma culpabilizador siga teniendo vigencia en la arena de lo social.
5. Consideraciones finales
¿Cómo hablar de una violación de una mujer, cuando históricamente a las mujeres se las ha responsabilizado en todas las latitudes, en mayor o menor medida, por estos crímenes de los que son en verdad víctimas? En el nudo gordiano, en lo no resuelto de la sociedad, indaga Susana Torres Molina a través de la palabra y la representación artística, donde el lenguaje se convierte en una suerte de conjuro que, mediante la alquimia de las palabras, los recursos, los cuerpos en escena –aun cuando la obra no es representada sino leída o escuchada, puesto que en “el mismo acto de la escritura[, l]os cuerpos y las voces conviven orgánicamente” (Torres Molina, 2007, p. 11)– habilita lecturas clausuradas en la arena de lo social. En Esa extraña forma de pasión se representa, mediante la sugerencia y la tensión permanente, la actuación del género a la que está obligada la mujer secuestrada, precisamente porque en el cautiverio no hay poder de decisión ni de libertad. Para sobrevivir e incluso para mitigar la opresión extrema bajo la que se encuentra, el personaje debe performar su género, actuar, usar el disfraz y el maquillaje simbólicos y literales a los que la obligan los genocidas, conforme a los estereotipos y los roles tradicionales de género que le asignan a las mujeres, a quienes castigan y disciplinan en ese supuesto “proceso de recuperación”. En otro aspecto, la anécdota que representa Torres Molina sobre parte de la recepción y los comentarios acerca de Ya vas a ver –obra que es casi una “traducción” teatral de aspectos teóricos sobre la violación– pone sobre el tapete la dificultad del desmontaje de los imaginarios y representaciones tradicionales en torno al género, en general, y sobre el delito de la violación, en particular. Esta dificultad se perpetúa hasta la actualidad, y puede verse a través de textos como La llamada. Un retrato (2024), de Leila Guerriero, donde, a través del relato de “memorias incómodas” del sobreviviente (Dürr, 2017), se instalan temas problemáticos de las memorias de los setenta. En él, Sylvia Labayrou insiste en cuantiosos fragmentos en esta dificultad de despojarse de la imagen de “traidora”, cuando en realidad se es víctima. Pero más allá de las latitudes insospechadas por donde puede transitar toda recepción (con la lectura del texto o con su representación en escena) y de esta dificultad del desmontaje de las performatividades de género y su actuación, la obra de Torres Molina deviene hechizo que opera la metamorfosis en los/as agentes implicados/as (Torres Molina en Argentores, 2021) y se convierte en guardiana de la memoria colectiva (Torres Molina, 1998, párr. 1). Como reflexión final y ulterior de este trabajo: el pensamiento y el discurso crítico de las obras de Torres Molina permiten el acto de cuestionar la norma y los imaginarios sociales y postular, así, una praxis crítica (Butler, 2008, p. 166).
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*Estefanía Di Meglio es Profesora y Licenciada en Letras, Magister en Letras Hispánicas y Doctora en Letras por la Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMdP), posdoctorada en Ciencias Sociales, Humanidades y Artes por la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) y Especialista en Estudios sobre violencia por razones de género contra las mujeres por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Ayudante graduada de la asignatura Teoría y Crítica Literarias del Departamento de Letras de la UNMdP. Integrante del Centro de Letras Hispanoamericanas (UNMdP) y del Instituto de Humanidades y Ciencias Sociales (CONICET-UNMdP). Integrante de los grupos de investigación “Estudios de Teoría Literaria” y ”Violencia, Justicia y Derechos Humanos” (Facultad de Humanidades, UNMdP). Ha publicado diversos artículos en revistas nacionales e internacionales. Actualmente estudia testimonios sobre violencia de género y sexual contra las mujeres la última dictadura en Argentina, y los vínculos entre género de terror y narración del terrorismo de Estado de la última dictadura.
Como explica Ma. Virginia Duffy, “el objetivo del Juicio a las Juntas fue demostrar la existencia de un sistema represivo, lo que supuso dejar de lado la determinación de la responsabilidad por los hechos delictivos perpetrados individualmente” (2012, p. 225).↩︎
Asimismo, con respecto a la consideración de determinadas acciones como delitos de índole sexual, es preciso aclarar que recién el Estatuto de Roma (ONU, 1998), incluye diferentes formas de acción encuadrados como crímenes sexuales, los cuales anteriormente no eran vistos en tanto delitos ni por las propias víctimas. En términos generales, la violencia sexual se define como aquellos comportamientos y acciones de contenido o naturaleza sexual a los que se vea sometida una persona por medio de la fuerza, amenaza del uso de la fuerza, coacción, intimidación, opresión psicológica o abuso de poder. Según el Estatuto, algunas de las formas de violencia sexual son: violación, amenaza de abuso o violación, embarazo forzado, prostitución forzada, aborto forzado, mutilación, esclavitud sexual, esterilización forzada, forzamiento al exhibicionismo, desnudez forzada, humillación y burla verbal con connotación sexual, servidumbre sexual, explotación sexual. La mayoría de estas formas de violencia fueron padecidas por casi todas las mujeres víctimas de la dictadura en los CCD.↩︎
Si bien el término “femicidio” no se menciona expresamente en la legislación argentina, su reconocimiento se dio a partir de la reforma del artículo 80° del Código Penal mediante la Ley 26.791, sancionada en 2012.↩︎
A propósito del modelo económico neoliberal, que trasciende sistemas políticos y financieros para convertirse en una racionalidad, como lo señala Wendy Brown en su libro El pueblo sin atributos (2014) y lo reafirma en su libro En las ruinas del neoliberalismo (2020), vale notar que la violencia hacia las mujeres se recrudece en él. Si en las épocas actuales la democracia es minada desde adentro en la instauración de esa razón neoliberal, en la década de los 70 tal modelo económico, político y social requirió de la implantación las dictaduras conosureñas, orquestadas desde Estados Unidos mediante la llamada Operación Cóndor. Al disciplinamiento referido a la función social de las mujeres subyacía un objetivo económico, a saber, que ellas cumplieran con el trabajo reproductivo que permite sustentar y reponer el trabajo productivo, mediante el disciplinamiento de los futuros “proletarios” (los hijos) (Fortunati, 2019, p. 35) y la reposición de las fuerzas de trabajo productivas, mediante las tareas de cuidado (Larguía y Dumoulin, 1976, p. 14). En esta dirección, desde el feminismo marxista se entiende que las dictaduras son nuevas formas de acumulación originaria. Diamela Eltit insiste, en efecto, en “no dejar de leer que lo que estaba detrás del avasallamiento a los cuerpos, aquello no dicho, radicaba en un deseo económico, en una forma salvaje de repactar el capital” (2000, p. 5).↩︎
Tomamos el término de Butler (2007) como punto de partida, y no, al menos para este trabajo, en todos sus alcances en cuanto a la deconstrucción del dimorfismo sexual como propuesta característica de las perspectivas posfeministas.↩︎
Como señala Victoria Souto Carlevaro, “el trauma no puede ser elaborado porque todavía no sabemos dónde están los cuerpos de los desaparecidos, ni han sido restituidos en su totalidad los nietos apropiados. La acechanza del recuerdo se presenta repetitiva hasta el paroxismo” (2010, p. 53). En este sentido, “el dolor ligado a la desaparición no tiene manifestación porque no hay cuerpo, no hay sepultura, no hay certidumbre” (Kaufman, 2004, p. 35). Entre tantas violaciones a los derechos humanos, los militares violaron el derecho humano a enterrar los cuerpos de familiares (Verbitsky, 2003, p. 12) y esa inexistencia de cuerpos y tumbas impidió la práctica de ritos que ayudaran a elaborar el duelo (Crenzel, 2008, p. 34). Aun cuando los cuerpos están, falta la información sobre las circunstancias específicas de los crímenes, con lo que también se dificulta el duelo.↩︎