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https://doi.org/10.30972/clt.278730

CLRELyL 27 (2025). ISSN 2684-0499


TRAYECTOS DE FORMACIÓN E INTERMEDIALIDAD EN LO QUE APRENDÍ DE LAS BESTIAS (2021) DE ALBERTINA CARRI

Stages of learning and intermediality in Albertina Carri’s Lo que aprendí de las bestias (2021)

Ezequiel Lozano*

Universidad de Buenos Aires – Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

elozano@uba.ar

Recibido: 30/04/2025 - Aceptado: 13/06/2025

Resumen

El artículo postula una lectura de la novela Lo que aprendí de las bestias (2021) de Albertina Carri, haciendo foco en los diálogos intermediales que despliega en ésta su narradora. Nuestra reflexión busca ofrecer una vía de entendimiento de lo intermedial en las artes contemporáneas, como una posibilidad alternativa de escritura ficcional que aluda a lo biográfico pero que lo desplace de su sitio de verdad estanca. Este procedimiento, el cual emerge como característica de todas las obras de Carri, se puede reconocer en este texto como un elemento central que tensiona la escritura sobre la propia vida con la elaboración de una ficción. La perspectiva teórica desde la cual nos enfocaremos para hacerlo será la del campo de los estudios intermediales.

Palabras clave: trayectos de formación; intermedialidad; Albertina Carri; novela; cine

Abstract

This article examines Albertina Carri's novel Lo que aprendí de las bestias (2021), focusing on the intermedial dialogues articulated by its narrator. Our reflection seeks to offer a way of understanding of intermediality in contemporary arts as an alternative mode of fictional writing, one that gestures toward the biographical yet displaces it from the domain of fixed truth. This strategy, a hallmark of Carri’s works, emerges in the novel as a central device that negotiates the tension between life writing and the construction of fiction. The discussion is framed within the theoretical perspective of intermedial studies.

Keywords: stages of learning; intermediality; Albertina Carri; novel; cinema

Trayectos de formación e intermedialidad en Lo que aprendí de las bestias (2021) de Albertina Carri

Introducción

¿Cómo abordar las escrituras y reescrituras que narran la propia historia de vida de quien escribe? ¿Qué revisión del pasado habilitan las prácticas del lenguaje? ¿Cuánta reflexión sobre el presente y especulación sobre el futuro ofrece una mirada sobre nuestros trayectos de formación? ¿Qué frontera separa lo histórico de lo ficcional? ¿Cómo cuestionar los relatos hegemónicos de la biografía familiar? A partir de estos interrogantes, suscitados por la convocatoria de este número temático, ponemos a consideración aquí un análisis de la novela Lo que aprendí de las bestias (2021), de Albertina Carri. Queremos pensar sus diálogos con otros medios como una manera de reflexión que busca ofrecer una vía de entendimiento de lo intermedial en las artes contemporáneas, como una posibilidad alternativa de construcción ficcional que descalza lo biográfico de su relato oficial y sellado, característica de todas las obras de Carri. La perspectiva teórica desde la cual nos enfocaremos para hacerlo será la del campo de los estudios intermediales.

Entendemos aquí a todo medio como un conjunto de elementos cuya tarea es conectar a los individuos en el mundo; en los términos de Eric Méchoulan (2017), dicha concepción activa un método que conecta modos de vinculación, maneras de inscribir experiencias. La intermedialidad se pone en diálogo con las relaciones que unos medios trazan con otros, en nuestro caso, medios artísticos. Ahí sucede algo que apenas percibimos: aquello que se aloja en el entre; eso que se genera entre las conexiones, entre los medios y entre los fenómenos.

Desarrollo

Lo que aprendí de las bestias (2021) comienza con una escena breve pero que toca una herida en el recuerdo de la narración: una voz que evoca el pasado de una niña, la narradora, en un ascensor, cuando una mano enorme fuerza la detención del aparato y se posa sobre su cuerpo. Esta escena se retoma al inicio del segundo capítulo.

Entre ese episodio narrado, como llave de entrada a la lectura, y la portada del libro se opera una conexión intermedial: la imagen de tapa de su primera edición se diagramó sobre la base de un recorte de una obra del colectivo de artistas Mondongo,1 de su Serie Roja, del 2004. La imagen, de cien centímetros por cien centímetros, muestra a una niña Caperucita a solas con un lobo adulto, disfrazado para confundirla, para simular confianza. Se reenvía al cuento de Charles Perrault, a su circulación oral en las familias, al mismo tiempo que a lo siniestro del relato, a su peligrosidad, a su moral implícita, a sus múltiples versiones y deformaciones. El material que utiliza el cuadro, plastilina sobre madera, también remite a la infancia y sus herramientas de juego, se evoca un pasado colorido, idílico, pero frágil, en constante acechanza de aquello que puede aniquilarlo.

Entendiendo la noción de “medio” de modo expandido podemos observar aquí un entre conformado por varias capas de medios: las artes visuales, en diálogo con la literatura infantil, mediadas por una fotografía que transformó en dos dimensiones la tridimensionalidad de la obra de Mondongo, de la cual, a su vez, el diseño gráfico recortó un fragmento para maquetar la portada, en íntima relación con el texto del cual resulta la cara visible. Dicho entre invoca una otredad semiótica (Mitchell, 2009), puesto que este entrelazado de medios opera en un “contexto de experimentación interartística” (Prieto, 2017, p. 7), desdibujando la frontera de los bordes que separan a un medio de otro.

En las artes contemporáneas, dicha zona limítrofe constituye un territorio fronterizo que otorga potencial a la exploración creativa. Esas zonas de borde entre los medios resultan estructuras habilitadoras, espacios en los cuales se hace posible experimentar con múltiples estrategias, parafraseando a una de las referentes centrales de este campo de estudios, Irina Rajewsky (2010). Se hace evidente que emerge una potencia dinámica y creativa en la frontera misma.

Volviendo a la portada, se observa, sobreimpreso en la imagen antedicha, el título de la novela. Entre la multiplicidad polisémica que despliega la frase “lo que aprendí de las bestias”, el sentido de lo bestial, como aquello animal capaz de atacar en cualquier instante, aparece en la tapa del libro en contigüidad con la imagen del lobo llevando de la mano a una niña por el sendero sinuoso y angosto de un muelle.

Tan amable como amenazante, la bestia acompaña y acecha. Y, en tanto monstruo, nos remite intermedialmente a otro campo teórico que, en las últimas décadas, se consolidó y expandió, como comprende con hondura el estudio de Rubino, Sánchez y Saxe (2021). Allí se explica, siguiendo los desarrollos de Jeffrey Jerome Cohen (compilador de un libro pionero, Monster Theory: Reading Culture), que en tanto las culturas engendran monstruos, se puede transitar una metodología que los estudie para comprender en profundidad su elaboración. Se caracteriza al monstruo como quien custodia los bordes de lo posible y habita un umbral (de lo que vendrá) y cuestiona el presente. Así, desde los estudios sobre lo monstruoso también podemos reflexionar sobre el pulso poético de la memoria.

Dentro del título, el verbo aprender, en pasado, abre interrogantes: ¿De qué tipo de aprendizaje se trató? ¿Quién enuncia esa afirmación? ¿Será esta la bildungsroman de una hija de detenidos-desaparecidos por el Terrorismo de Estado argentino? ¿Se trata de un trayecto de formación elegido o impuesto? ¿Se puede aprender de las bestias? Y, dado que si algo se muestra con protagonismo en el texto es el séptimo arte, ¿es pertinente pensar que podría señalarnos un aprendizaje desde el dolor, como remitiendo a ese género cinematográfico del melodrama que sentenciaba “se sufre pero se aprende” (Monsiváis, 1994)?

Albertina Carri presenta una novela por primera vez y lo hace desde una voz ya construida como artista, principal (aunque no exclusivamente), como cineasta. Conocemos muchos cortos y películas en su haber. Es por ello, a su vez, que podemos pensar que el título despliega otro sentido posible, en su carácter intermedial, al poder aludir a grandes referencias de la historia del cine (la bestia como genialidad creadora), aquello aprendido del cine y del quehacer cinematográfico. La exclamación: ¡Sos un monstruo!, como celebración de una obra.

Por un lado, las citas del mundo del cine se explicitan en los epígrafes como puertas de entrada a los capítulos: aparece Pier Paolo Pasolini, en su poema El diablo con la madre y Jean Epstein en El cine del diablo. Por el otro, lo cinematográfico es parte crucial de los elementos que se eligen construir en el relato o, mejor dicho, es la perspectiva sensorial desde la cual la narración se despliega.

Tanto el quehacer de una directora de cine como las referencias y el modo de pensar y vivir con ese arte como profesión están todo el tiempo puestas en juego aquí, en la voz de la narradora que ocupa un lugar muy cercano al de la propia figura de Carri, con reflexiones del estilo: “para mí es un problema importante no haber hecho otra cosa que cine (…) me siento atrapada en la cárcel cultural de la que hablaba [Jean-Luc] Godard (…) ¿Por qué quiero que el cine me dé algo que ni a Godard le dio?” (Carri, 2021, p. 20).

La ambigüedad de la figura narradora-autora también se pone en juego cuando el propio cine de Carri funciona de manera autotextual. Su película La Rabia, del año 2008, cuya locación es el campo, aparece de muchas maneras en la obra tanto como afecto, como paisaje, como punto de vista, como retazos de un pasado. Este sería otro rasgo intermedial, dentro de la amplia producción de la propia autora. Si en aquella película se reelaboran historias acontecidas en un paraje real llamado “La Rabia”, centrando su atención en infancias expuestas a la violencia y la sexualidad del ámbito rural y de las personas adultas responsables de su cuidado, en la novela, “La Rabia” es el nombre de un pueblo, el más cercano al campo familiar, bautizado “La Bambina”.

Aquel espacio es el escenario de gran parte del relato de la infancia de la narradora, el cual se construye con detalles intermediales; una habitación con el poster del clásico film de Disney de 1940, por ejemplo:

Dormí todo ese año con el dedo de Pepe Grillo levantado hacia la cara del ingrato Pinocho. La película la vi hasta aprendérmela de memoria porque Bicha, además del poster, había mandado al campo un proyector de 16 mm que venía con algunas películas infantiles. (Carri, 2021, p. 52)

Esa experiencia de expectación cinematográfica infantil quedó archivada en ese pasado en estrecha ligazón al entorno del cielo diáfano que regala la noche en el campo: “La abundancia de estrellas suena como ese acetato que rasga, preciso, el metal que lo contiene” (p. 53).

El aprendizaje de la narradora, a sus nueve años, lejos de su padre y su madre, de no caerse de los caballos de aquel campo cultivaron su gusto por el equilibrio, afirma, “eso me enseñaron las bestias” (Carri, 2021, p. 56). Una yegua, nombrada como Manila, es la tutora de la niña quien enfrentando su miedo, pero seducida por el deseo de fundirse con lo animal o al menos de entender su dinámica, aprende de esos seres. Sin embargo, la opinión de otros miembros de la familia, quienes estaban a su cargo, la observan dentro de un contexto de aprendizaje poco “femenino” lo que deriva en su traslado: la llevan a un colegio católico que le daba pánico. Concluye “no recuerdo mucho más de ese tiempo, el olvido es otra de las formas del equilibrio” (p. 58). Y si bien hay adultos a cargo de su cuidado, la narradora va mostrando como su deseo de niña no está siendo escuchado. Habitar una familia, huérfana de padre y madre, resulta crucial para narrar esta infancia: “la orfandad temprana fue mi base afectiva a lo largo de la vida” (p. 35).

La escritora y activista social estadounidense, quien firma sus textos como bell hooks, apuesta por una teoría feminista que pueda difundirse a mayor cantidad de personas y que colabore en los procesos de sanación del dolor. En el quinto capítulo de su libro Teaching to Transgress, de 1994, a partir de un relato autobiográfico, subraya una concepción de la teoría como un lugar de sanación frente a las heridas del pasado; en la traducción al español de ese texto, publicada en 2019, señala:

Crecer en la niñez sin un sentido de hogar me hizo encontrar un santuario en la “teorización”, en dotar de sentido a lo que ocurría. Encontré un lugar donde podía imaginar futuros posibles, un lugar donde trabajaba para explicar el dolor y hacerlo desaparecer. (hooks, 2019, p. 124)

Justamente la orfandad de la narradora de la novela Lo que aprendí de las bestias reaparece como tópico encarnado en sus acciones; hacia el final del libro ella se explaya sobre las características de lo que entiende por orfandad. Entre la enumeración prolífica de sus múltiples tipos, el texto subraya dos: aquellas orfandades rabiosas y profanas. La rabia y la profanación como denominadores comunes de la vivencia de quedar huérfana, sabiendo que siempre es la orfandad quien habla, actúa y dirige. Se podría pensar a este libro como si la narradora fuese la orfandad misma, desde su rabia y profanando recuerdos, recorriendo rutinas del pasado hasta agotarlas, desplazarles su sentido.

Hacia la mitad de la novela se da un giro narrativo con la llegada imprevista de su hermana, con quien la narradora no tenía contacto hace años y la aparición de sus tres sobrinas, de quienes desconocía la existencia. El relato se ubica en este presente que actualiza esas vivencias del pasado. El desafío es cómo construir lazos fraternales en ese presente, en el marco de una familia herida, al cobijo de una orfandad común.

La escritora canadiense Anne Carson también es citada en un epígrafe, a través de su texto Albertine, rutina de ejercicios, donde reflexiona sobre el personaje principal de Proust en En busca del tiempo perdido, llamado como la narradora. Aquí, el nombre, el desplazamiento entre narrador y personaje, la mentira, el lesbianismo, anudan una serie de identidades descalzadas, como lo hace la autora en voz de su narradora. Dice la novela: “Mi nombre es Albertina, que también es el nombre de la mayor de mis sobrinas y es el nombre de mi madre, que a su vez es su abuela” (Carri, 2021, p. 132). En esa frase se puede observar el margen entre cercanía y distancia que plantea el texto con la referencia de la propia vida de la autora. Su nombre escrito y reiterado en una saga familiar acerca, siendo el suyo, y distancia porque presenta datos conocidos que sabemos de otro modo.

El nombre real de su madre, Ana María Caruso –detenida desaparecida–, fue trabajado en muchas de sus obras, en especial en la instalación que hizo Albertina Carri en el Parque de la Memoria, Operación fracaso y el sonido recobrado (2015). Allí, una de las salas reproducía un video2 donde la propia voz de la artista leía las palabras escritas por su madre, Ana María, durante su cautiverio. La imagen posaba su lente sobre el detalle puntilloso de un segmento de la letra dibujada por la mano materna, en tinta sobre el papel; contacto epistolar entre la madre y sus hijas, obturado por el Terrorismo de Estado.

De igual modo, el de su padre, Roberto Carri –también detenido-desaparecido–, apareció en creaciones previas de la autora. En la instalación referida, la voz del padre era citada a través del primer libro que escribió, Isidro Velazquez: formas prerrevolucionarias de la violencia. Esa misma investigación paterna sobre el cuatrerismo había sido ya escenificada en una conferencia performática, dentro del ciclo Mis Documentos, con curaduría de Lola Arias, en su edición de 2013, y, posteriormente, sería insumo para la película Cuatreros (Carri, 2016).

En un caso, trabajaba sobre las cartas de su madre, en el otro sobre el libro de su padre. Voces que se recuperan desde textos escritos, la orfandad queriendo escuchar esas palabras maternas y paternas, auscultando una grafía urgente, escrita en tiempos oscuros y vertiginosos pero que, aún así, conservan el calor del afecto.

¿Lo biográfico es la única respuesta ante la narración de sí?, ¿qué hacer con el archivo personal?, ¿lo vivo de una vida no estará en su capacidad de asociar lo vivido a lo imaginado? La investigadora Pamela Brownell (2021) elaboró un análisis riguroso que estudia con pasión una experiencia muy significativa de la historia del teatro reciente en Buenos Aires, el biodrama de Vivi Tellas, donde la artista subraya la vinculación de lo real con el teatro (y viceversa), haciendo foco en la vida de las personas bajo la fe de su propio postulado creador: cada persona es, en sí misma, un archivo. Dado que la investigación caracteriza lo propio de la práctica escénica contemporánea como una “alusión exaltada y explícita a la realidad” (Brownell, 2021, p. 62), repone diferentes miradas acerca de lo real como clave de lectura, entendiendo que no se trata sólo de poner en escena un “proceso de relación con la realidad” (p. 72) sino de, paralelamente, postular la “construcción de la realidad como referente” (p. 72). El aporte de Brownell se inscribe en la perspectiva posfundacional para defender su bastión de lo real utópico, entendido como un real “contingente, que cuando parece que podremos aprehenderlo, se escabulle, se cuestiona, se difumina, pero que, en el proceso, abre un camino lleno de posibilidades” (p. 73). La idea de lo real como utopía que se sueña como un objeto perdido. Entonces, ¿de qué modos nuevos se vincula Carri con su experiencia con la vida?, ¿es a su biografía a la que nos da acceso o a las asociaciones que hacen personal su manera de habitar la vida?

Al estudiar los dilemas de la subjetividad contemporánea, Leonor Arfuch (2002), sostuvo que se acentúa el interés, más que por el contenido del relato per se, por las “estrategias –ficcionales– de auto-representación” (p. 60) O sea, lo importante no sería tanto la verdad de lo ocurrido “sino su construcción narrativa, los modos de nombrar(se) en el relato, el vaivén de la vivencia o el recuerdo, el punto de la mirada, lo dejado en la sombra… en definitiva, qué historia (cuál de ellas) cuenta alguien de sí mismo o de otro yo. Y es esa cualidad autorreflexiva, ese camino de narración, el que será, en definitiva, significante (p. 60).

Albertina Carri, la autora de este libro, la cineasta, la artista hija de un padre desaparecido militante y escritor, la escritora hija de una madre militante y profesora de Letras, inventa en este libro un modo nuevo de vincularse a su experiencia, la cual decidió, desde siempre, no ubicar desde el lugar de víctima. Elige para hacerlo, como siempre, el cine, sólo que mutando de formato, frotando los medios para que surja otra cosa. Esa tarea de deshacer el culto a la víctima fue algo novedoso en el cine cuando Albertina estrenó su película Los Rubios (2003), irrumpiendo en un campo cinematográfico que venía con una tradición de hacer lo opuesto para hablar de la última dictadura. Si la restauración democrática había aportado una serie de producciones que discutían el pasado violento del país y habían monumentalizado esos recuerdos en busca de una pedagogía (por medio de relatos testimoniales, por ejemplo, que adherían a la idea de “culto a la víctima”), propuestas como las de Carri, Los Rubios o, unos años después M, de Nicolás Prividera (2007), cuestionan aquellas narraciones cinematográficas, tal como lo analiza Cecilia Sosa en su libro (Sosa, 2014).

Desde la sociología se ha estudiado el perfil constructivo de la memoria; Elizabeth Jelin (2002), por ejemplo, en sintonía con las conceptualizaciones de Paul Ricoeur, observa que las huellas memorísticas individuales están inscriptas en la grupalidad, inevitablemente. La memoria se produce “en tanto hay sujetos que comparten una cultura” (p. 37). De este modo, múltiples sentidos del pasado resultan materializados “en diversos productos culturales que son concebidos como, o que se convierten en, vehículos de la memoria” (p. 37).

A fines del verano del año 2020, Carri fue convocada a intercambiar correos electrónicos con Esther Díaz a partir del tópico “La memoria”, durante diez días, para luego concretar una performance de lectura de esos intercambios en el Centro Cultural Kirchner de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. La irrupción de la pandemia en el mundo fue transformando ese proyecto inicial, a la par que intensificó la comunicación entre ambas. Fruto de esos intercambios Caja Negra publicó, en 2022, el libro Las posesas que permite adentrarse en estas escrituras epistolares singulares, en puro presente y plenamente territorializadas. Allí, Carri reflexiona: “me interesa la memoria como órgano vital; no como algo fijo sino como la reconstrucción de un pasado, que no es tal sino un recorte” (Carri y Díaz, 2022, p. 14) a lo que la filósofa le responde: “Planteás y lográs reinventar los recuerdos convirtiéndolos en actos creativos” (p. 15). Ampliando esta cuestión, la cineasta afirma:

La familia recuerda todo con una carga de culpa, vergüenza y dolor que no colabora con cualquier idea de reconstrucción cronológica u objetiva de los hechos, sino que son estallidos emocionales que imprimen en el cuerpo sensaciones de susto que te alejan del relato. Tal vez esta sea otra de las razones por las que me dediqué al cine. Buscar mis propios relatos ante la desorganización espantada que vi en sus narraciones. (Carri y Díaz, 2022, p. 43)

A nuestro entender, en estas reflexiones por correspondencia aparecen claras algunas de las líneas que venimos desarrollando en nuestro análisis de la novela. A lo dicho, podemos sumar una idea que aportó el investigador Gonzalo Aguilar al estudiar lo que llama el cine físico de Carri: “el archivo no es meramente el depósito de documentos del pasado. El archivo vivo es una constelación en la que los sujetos, los cuerpos y las ficciones luchan contra las emanaciones espectrales” (Aguilar, 2020, p. 235).

Por último, otro aspecto presente en la novela y en las preocupaciones de su autora es la pornografía desde una óptica disidente. En agosto del año 2023, en la Universidad Torcuato Di Tella, Albertina Carri presentó una conferencia titulada “Cómo me hice pornógrafa”. Allí narró un recorrido por su propio quehacer cinematográfico que va desde el estreno del corto animado Barbie también puede eStar triste (2001), pasando por Pets (2012), realizado con found footage y llegando a Las hijas del fuego (2018). En este recorrido enlazó reflexiones candentes de los feminismos en la actualidad tanto como su activismo sexodisidente. En dicha conferencia reflexionó sobre su tarea de pornógrafa, entendida para sí misma más como documentalista que como directora de una puesta en escena de ficción. También señaló que el pasaje desde trabajar con barbies y material de archivo en los dos cortos mencionados para llegar, años después, a trabajar con actrices significó encontrar un posicionamiento ético que le permitiese plantear un modo de acercamiento al registro de esas interacciones sexuales de la manera menos opresiva.

En la novela, el registro pornográfico aparece, nuevamente, a través de la intermedialidad con escenas cinematográficas; los planos de esas escenas, la cámara como aparato que las registra, el montaje que construye su relato audiovisual, mediatizan y desarticulan el realismo que podría tener la escena literaria. En las páginas veintidós y veintitrés se da un procedimiento curioso cuando, a través de la descripción de dos escenas cinematográficas, la narradora transmite sus sensaciones en un encuentro sexual con otra mujer. Por medio de la detención de los cuerpos de les intérpretes de estas escenas (dos duplas: Francesca Neri y Javier Bardem, por un lado; y, por el otro, Maria Bello y Viggo Mortensen –a quien menciona a su vez por el personaje que representa, Stall–) se describen sensaciones y posiciones corporales para adentrarnos visualmente, a través de un prisma háptico, en un mundo de sensaciones entre lo imaginario y lo real. Concluye el pasaje señalando “Fui un poco Stall y poco Bello en esa noche larga y reflejada. De Neri y de Bardem las noticias llegaban más inclinadas” (Carri, 2021, p. 23). No se mencionan las películas ni sus directores aquí (Carne Trémula, de Pedro Almodóvar, ni Una historia violenta, de David Crononberg) pero la sensualidad de aquellas escenas se repone en el imaginario de la lectura.

Entre las mujeres con las que tuvo vínculo sexo-afectivo la narradora, se destaca el personaje de Juana:

con un pequeño movimiento de su cuerpo, o una forma de mover el pelo y una manera de acercar los labios a mi cuerpo, me convirtió en su esclava. O tal vez fue ese soplido que usó para decir esas palabras en voz más baja. No sé qué hizo ni cómo lo logró. Tal vez no fue solo el obturador, sino que cambió el rollo de la cámara. Mientras yo jugaba con U-Matics y BetaCam a que el tiempo se adelantara y se atrasara, ella estaba inventando nuevas profundidades. Una organicidad en la textura de sus imágenes que me dejó desconcertada. (Carri, 2021, p. 113)

Estos dos pasajes nuevamente dan cuenta de este entre medios, de esta frotación intermedial que construye una textura singular del relato. Asimismo, lo autotextual también reaparece en estas escenas. La narradora de la novela expresa “de todas las cosas que habitan mi cuerpo, la memoria es la más extraña” (Carri, 2021, p. 49) y se dice a sí misma “quisiera naturalizar el erotismo, desprejuiciarlo, volverlo piel y separarlo de cualquier sensación de afecto. Hacerme Tadey sin cerebro y que el sexo sea un agujero, una pornografía alejada del depósito cultural que es mi cuerpo. Pero me pierdo en sus nudillos y en el largo de su falange” (Carri, 2021, p. 121). Aquí, se remite a la novela de Osvaldo Lamborghini, Tadeys, que tuvo una versión performática de Albertina Carri y Analía Couceyro, en 2019, en el Teatro Nacional Cervantes.

Conclusiones

Diferentes obras de la autora como superficies de inscripción de sus múltiples prácticas artísticas; huellas de un quehacer autoreferencial que muta de formatos, de gramáticas, de contenidos pero que insiste en una manera personal de asociar los gestos y de escaparse de narraciones biográficas opresivas. Entre el cuerpo que recuerda y la manifestación del recuerdo en el cuerpo se traza una lectura de las asociaciones personales de Albertina Carri donde las corporalidades y los espectros dialogan con el quehacer de la artista. Una película de Kitano, los cuadros de Brueghel, una escena de sexo almodovariano, el sonido de un proyector infantil, la memoria percibida desde el cine, la narración de la biografía como un collage de fragmentos de metraje encontrado (found footage), las citas a monstruos de la historia del cine. Y entre éstos una mujer, Agnés Varda, a quien Albertina citó de memoria, en la conferencia arriba mencionada, usando una traducción propia que habla, también, mucho de sí misma: intenté ser una feminista feliz, pero estaba llena de rabia. La rabia como un grito, como un motor de creación artística, de imaginación de nuevos mundos, de nuevas voces. Desde la orfandad, regresan las voces de su madre y su padre reelaboradas, descalzadas del mero recuerdo, para activar su memoria desde la narración y desde las imágenes. Poblar sensorialmente de nuevos imaginarios a un mundo porno hetero-cis-patriarcal para proponer una corporalidad desbordante, celebratoria, comunitaria que encuentra formas distintas a la victimización para denunciar las opresiones, para documentar otros mundos posibles, para imaginar nuevas comunidades. La novela de formación de Albertina, la narradora, homóloga a los trayectos de aprendizaje de Carri, la artista, la autora. La cámara de su mirada narrando a otra Albertina que se delinea entre el calco y el dibujo, que se enfoca y desenfoca proponiendo una posutopía rabiosa de lo real.

Referencias bibliográficas

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*Ezequiel Lozano es Doctor en Historia y Teoría de las Artes por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Se desempeña como Investigador Adjunto del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y docente de la materia Teoría y Crítica del Teatro (Artes, Facultad de Filosofía y Letras, UBA). Integra la Junta Consultiva del Instituto de Historia del Arte Argentino y Latinoamericano. Dirige la publicación académica telondefondo. Revista de Teoría y Crítica Teatral. Su investigación actual se enfoca en “Prácticas teatrales contemporáneas: trayectos de formación, intermedialidad, y modos de abordaje del disenso sexopolítico”. En 2015 publicó su libro Sexualidades disidentes en el teatro. Buenos Aires, años 60. Participa de varios grupos de investigación en la UBA y la Universidad Nacional de Artes (UNA). También es director y actor teatral.


  1. El colectivo de artistas Mondongo está integrado actualmente por Juliana Laffitte y Manuel Mendanha, quienes trabajan juntos desde el año 1999. En editorial Mansalva se publicó Retratos ciegos, un trabajo colaborativo entre Albertina Carri y Juliana Laffitte donde confluyen poemas con dibujos de trazo urgente. Se trata de un libro que celebra la amistad de ambas, obturada en su cercanía corporal por el contexto pandémico de 2020.↩︎

  2. Nos referimos a Punto Impropio (Carri, [2015] 2020, 42 min.); video-instalación multicanal de proyecciones color en loop. Formato de captura HD digital sobre cartas originales de Ana María Caruso, escritas durante su cautiverio.↩︎