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https://doi.org/10.30972/clt.278731

CLRELyL 27 (2025). ISSN 2684-0499


MESTIZAJE, ALTERIDAD Y CRÍTICA RACIAL EN LA FAMILIA DEL COMENDADOR DE JUANA PAULA MANSO

Mestizaje, Otherness, and Racial Critique in La familia del Comendador by Juana Paula Manso

Agustina Belén Bogado*

Universidad Nacional del Nordeste

agustinabogado96@gmail.com

Recibido: 14/05/2025 – Aceptado: 04/07/2025

Resumen

Este artículo propone una lectura de La familia del Comendador (1854) de Juana Paula Manso desde la perspectiva del mestizaje como figura crítica dentro del imaginario racial decimonónico. A partir de los aportes de los estudios poscoloniales y decoloniales, se analizan los personajes de Camila y su hijo Mauricio, figuras mestizas que encarnan la subalternidad racial y de género. Se sostiene que la novela subvierte los estereotipos dominantes al otorgar voz, agencia y centralidad simbólica a estos sujetos históricamente excluidos del relato nacional. A través de una estructura sentimental, Manso inscribe una denuncia al orden social esclavista, racista y patriarcal, y propone una narrativa en la que el mestizaje deja de ser un signo de degeneración para convertirse en testimonio de una violencia estructural aún persistente.

Palabras clave: Juana Manso; literatura argentina del siglo XIX; mestizaje; alteridad; crítica racial

Abstract
This article examines La familia del Comendador (1854) by Juana Paula Manso, focusing on the notion of mestizaje as a critical figure within the racial imaginary of nineteenth-century Argentina. Drawing on postcolonial and decolonial frameworks, the analysis centers on the mestizo characters Camila and her son Mauricio, who embody racial and gender subalternity. The novel is interpreted as a subversion of dominant racial paradigms by granting voice, agency, and symbolic centrality to historically marginalized subjects. Through the sentimental plot structure, Manso constructs a denunciation of the patriarchal, racist, and slave-owning order, and redefines mestizaje not as degeneration but as testimony of ongoing structural violence.

Keywords: Juana Manso; nineteenth-century Argentine literature; mestizaje; otherness; racial critique

Mestizaje, alteridad y crítica racial en La familia del Comendador de Juana Paula Manso

Pensar la configuración de la identidad nacional argentina en el siglo XIX es ubicarse en el modelo epistemológico/interpretativo de la similitud y la oposición y de la alteridad y la semejanza (Adorno, 1988). Una nación dividida entre dos facciones: por un lado, la civilización y por el otro, la barbarie. La primera, relacionada con Buenos Aires, con las ideas del progreso y de la modernidad, con la conexión con el extranjero; la barbarie,1 en cambio, vinculada con el desierto, lo despoblado y lo salvaje. Y en ese lugar inhóspito la presencia de los otros, habitantes del desierto: el gaucho, el aborigen, las cautivas, los mestizos, el afrodescendiente. La valoración de lo extranjero europeo occidental por sobre lo propio, por sobre lo nacional, determinó lo que se conoció como el purismo de raza o blanqueamiento de la población (Luesakul, 2012): negar la existencia de la diversidad cultural y humana de nuestro territorio y buscar establecer el modelo blanco y europeo como ideal por alcanzar.

Este artículo se propone analizar la novela La familia del Comendador (1854) de Juana Paula Manso en diálogo con los discursos hegemónicos de raza, género y nación del siglo XIX. El foco está puesto específicamente en la representación del mestizo, con especial atención a dos personajes, Camila y su hijo Mauricio. En una sociedad que concebía el mestizaje como signo de degeneración y amenaza para el proyecto civilizatorio, la novela de Manso introduce una mirada crítica que cuestiona esas jerarquías desde dentro. A través de una trama melodramática, la autora construye un espacio narrativo donde los sujetos racializados no solo adquieren visibilidad, sino también densidad política y simbólica, convirtiéndose en el eje de una denuncia literaria.

Según Pages (2013), podemos entender el mestizaje como a) unión racial, es decir, como cruce biológico entre dos razas diferentes, que daría como resultado una tercera; o b) como mezcla cultural, en donde el mestizo resultante adoptaría elementos de las dos culturas que lo “crearon”. Sin embargo, en la Argentina del siglo XIX, el mestizo no tuvo la opción de nutrirse de los dos polos que lo componen: ante el pensamiento purificador de la época, ser mestizo significó ser y pertenecer a la barbarie, más allá de su mixtura de origen. La dualidad, la oposición binaria brinda entonces un importante modelo interpretativo: “a uno de los dos términos en oposición se le asigna un valor inferior y, por consiguiente, relativamente negativo. Vistos juntos, los dos términos representan contenidos o posiciones extremos; no existen posiciones intermedias” (Adorno, 1988, p. 66). Ser mestizo, dirá Pages (2013), implica vivir entre dos mundos, sin acabar de pertenecer específicamente a ninguno de los dos que lo conforman.

Para pensar el contacto entre dos culturas y/o razas en América Latina, es preciso remontarse a la conquista europea, cuando los soldados se unieron a mujeres indígenas mediante la violación y el comercio sexual. Es en ese contexto, tan violento y desigual, donde se configura el mestizaje como base de nuestra identidad. Las primeras mestizas de América Latina fueron aquellas madres nativas, muchas veces representadas bajo el estereotipo de la “mujer fácil que se entrega al conquistador” (Pages, 2013, p. 93). Cabe recordar que estos procesos comenzaron en el siglo XV –es decir, trescientos años antes del período que aquí nos ocupa– y que ya entonces “(...) la gran mayoría de los mestizos llevaron una existencia azarosa, muchas veces marcada por la pobreza y la marginación” (Rodríguez Giménez, 2008, p. 287). La marca de ese mestizaje forzado resuena aún en el siglo XIX, en las representaciones literarias del sujeto racializado, con frecuencia asociado a la pobreza, la exclusión o la otredad.

En el siglo XIX, “las nuevas repúblicas latinoamericanas y sus clases dominantes intentaron con mucho esfuerzo no solo construir un Estado nacional con una economía viable, sino también un sentido de identidad nacional” (Larraín, 1994, p. 60). La construcción de una identidad nacional argentina se consolidó como proyecto ideológico de los escritos de la Generación del 37 y se tradujo en un plan político tras la caída de Rosas. Así, la nación se construiría desde la exclusión de los elementos nativos, en especial de los pueblos originarios, bajo la influencia de modelos europeos que negaban las culturas preexistentes en el territorio. La nación debía configurarse sin vínculo con lo considerado salvaje. De ahí que el mestizaje fuera considerado como degeneración de la sociedad, por resultar una amenaza a la pureza social. De esta manera, se instaló un discurso civilizatorio que vinculaba progreso con blanquedad, modernidad y europeización, desplazando o eliminando aquello que remitiera a la alteridad racial y cultural. La filosofía del purismo de raza –promovida sobre todo por Rosas–2 no concebía la mezcla de esos otros salvajes con la civilización. El mestizaje era el motivo de la pobreza y el atraso de las naciones (Rodríguez Giménez, 2008), mientras que la civilización buscaba el progreso que venía de las ideas de los inmigrantes europeos. Los discursos purificadores marcaron una diferencia con el otro, estableciendo y fijando las fronteras de la propia identidad (Adorno, 1988). A partir de la caída de Rosas, se determinó la composición geográfica de Argentina con la eliminación directa de los aborígenes y el fomento de la inmigración europea, “hecho que se refleja en la literatura nacional decimonónica” (Luesakul, 2012, p. 133). Pérez Gras et al. (2016), en su recorrido sobre la construcción del otro como marginal, reafirman esta distinción: “(...) el concepto de ‘desierto’ como espacio simbólico negativo –lugar de la carencia, la intemperie, el retraso y la barbarie–, en oposición al espacio urbano, simbólicamente positivo –ámbito propio del progreso y la civilización–, ambos consolidados por los clásicos decimonónicos (...)” (p. 2).

Analicemos brevemente el caso de Domingo Faustino Sarmiento, político, escritor y docente argentino, quien compartió y construyó junto a Manso los ideales de la educación. Especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, promovió un proyecto de modernización basado en modelos europeos –particularmente franceses e ingleses– y norteamericanos, con el propósito de construir una nación civilizada, ilustrada y moderna.3 En ese marco, propuso una fuerte dicotomía entre civilización y barbarie que estructuró buena parte del pensamiento político latinoamericano posterior: “Los postulados teóricos de Sarmiento se concretaron en el paradigma civilización y barbarie que tantas interpretaciones ha generado, hasta el punto de ser, sin duda, el tema más recurrente del pensamiento latinoamericano hasta nuestros días” (Operé, 2006, p. 197). En sus textos, la figura del otro –el indígena, el afrodescendiente, el mestizo– fue constituida como un obstáculo para el desarrollo de un país moderno:

El pueblo que habita estas extensas comarcas se compone de dos razas diversas, que, mezclándose, forman medios tintes imperceptibles: españoles e indígenas. (...) La raza negra, casi extinta ya –excepto en Buenos Aires– ha dejado sus zambos y mulatos, habitantes de las ciudades. (...) Por lo demás, de la fusión de estas tres familias ha resultado un todo homogéneo, que se distingue por su amor a la ociosidad e incapacidad industrial. (...) Mucho debe haber contribuido a producir este resultado desgraciado, la incorporación de indígenas que hizo la colonización. (Sarmiento, 1967, p. 28-29)

Solodkow señala que los intelectuales de la época, como Sarmiento, concibieron la mezcla de razas como síntesis de los peores rasgos (2005, p. 108). No obstante, esta posición debe leerse en tensión con otros discursos contemporáneos que promovían ciertas formas de mestizaje –como el impulsado por la inmigración europea–, lo cual revela una jerarquía racial dentro del propio paradigma civilizatorio. Frente a este modelo, que margina al otro y lo silencia, algunas voces comienzan a disputar el discurso hegemónico desde sus márgenes. Tal es el caso de Juana Paula Manso, cuya obra tensiona las categorías de raza, género y nación al dar lugar a sujetos usualmente excluidos del proyecto nacional.

La familia del Comendador (en adelante, La familia), publicada en formato libro en 1854,4 narra la historia de don Juan das Neves, un aristócrata portugués cuya familia atraviesa una profunda crisis moral, social y económica. La novela se organiza en torno a las tensiones entre legitimidad e ilegitimidad, honor y deseo, tradición y ruptura. En este marco, se desarrollan complejas relaciones familiares atravesadas por la violencia de clase, género y raza. La sirvienta mestiza Camila y su hijo Mauricio –fruto de una relación ilegítima con das Neves– representan figuras subalternas que encarnan las consecuencias de un sistema social jerárquico y excluyente. Como melodrama romántico con elementos del folletín,5 la obra articula una crítica social desde lo sentimental, en clave de denuncia. Así, esta obra es entendida aquí como una manifestación crítica de la posición de Juana Manso frente al imaginario racial de su época: en ella denuncia la esclavitud y el racismo, con personajes atravesados por la familia, la iglesia, el orden social, el odio y el amor. Sus personajes representan al otro y lo reivindican. A través de una trama sentimental, Juana Manso pone en escena múltiples dimensiones de la desigualdad social, con especial atención a la condición de las mujeres y también de los sujetos racializados.

Nos interesa, particularmente, el modo en que la obra representa a los sujetos racializados, a los sujetos otros, más específicamente a la figura del mestizo. A contracorriente del discurso hegemónico del siglo XIX –que identificaba al mestizaje como degeneración y obstáculo para el progreso nacional–, la autora articula una crítica en donde el mestizo no aparece como amenaza, sino como figura constituida desde la violencia, el abuso y la marginalización. El carácter denunciante de la novela se evidencia en la construcción de los personajes y en la organización de la trama: el sujeto otro constituye el núcleo estructural del relato. A diferencia de otras obras decimonónicas en las que la figura del otro, aunque significativa y activa, sigue siendo abordada desde una mirada exotizante, civilizatoria o paternalista, en la obra de Manso la otredad funciona como testigo de las injusticias: su cuerpo y su destino encarnan la violencia de un sistema que los excluye. En un esfuerzo político y artístico significativo, Juana Manso les otorga una voz inscribiendo en su literatura la existencia de aquellas vidas que el discurso dominante ignora, silencia, deshumaniza, aparta. La autora subvierte así el imaginario racial del siglo XIX, otorgándole centralidad simbólica a dos personajes mestizos. El otro en Manso encarna una densidad humana y una función narrativa interesantes.

Comenzando por Camila, esta encarna una triple subalternidad: de género, de clase y de raza. Al ser la sirvienta de la familia das Neves, no solamente se encarga de las tareas domésticas, sino que también es un testigo silenciado de los abusos del poder patriarcal, de la violencia, de la desigualdad racial, del castigo injusto, y sin embargo no tiene el poder de intervenir en ese orden, de transformarlo. Manso la retrata con compasión, pero también con impotencia, la muestra atrapada en una lógica patriarcal y esclavista que la margina y la calla, es una subalterna “que no puede hablar” (Spivak, 2003, p. 362):6 su voz existe, pero no alcanza.7 A partir del tercer capítulo de la obra aparece ella, “(...) una hermosa mujer de raza mixta, es decir hija de mulata y de blanco” (Manso, 2006, p. 42). Camila es resultado de la fusión de razas y se la describe de la siguiente manera: “Reuniendo el talle alto y flexible de las africanas, el cutis terso, ligeramente bronceado, el cabello negro y brillante de la raza portuguesa” (p. 42). Y agrega que se encuentra “(...) Resignada, pero no sometida a la esclavitud” (p. 42).

A lo largo de la novela, la presencia de este personaje es constante y significativa: al ser una mujer muy inteligente y responsable con sus tareas, tiene más autoridad dentro del grupo de esclavos de doña María, quien, por ello, la educó en “leer, escribir y aritmética”. En numerosas ocasiones, a lo largo de la obra, se alude a la condición de esclava de Camila, resaltando constantemente su alteridad: “(...) empero educada en la escuela del sufrimiento de la esclavitud8 (p. 43); “Su señora que no podía sospechar lo que pasaba en el alma de su esclava (...)” (p. 43); “Dos hijos fueron el fruto de esa unión incomprensible de la esclava apasionada, y del insensato que la inspiraba” (p. 44). Y continúa, con una voz de autora que se camufla en la narración, pero que adelanta una diferencia circunstancial en cuanto al tratamiento del otro en la literatura decimonónica argentina: “Esos niños fueron bautizados como esclavos, doña María das Neves reservaba su generosidad para el día que en artículo de muerte hiciese su testamento” (p. 44). La diferencia a la que referimos se relaciona con que Juana Manso resalta la condición mestiza de estos jóvenes y de su madre, pero también les garantiza un final feliz, distinto a lo que esperaría un lector del decimonono. No son simplemente personajes secundarios, que sirven para acompañar el relato o dotarlo de más profundidad, sino que estos mestizos son tan relevantes como para tener protagonismo en la historia y su propio final. Tanto Mauricio como su hermana permiten visibilizar ese origen mixto, liminar entre los dos mundos que componen su identidad mestiza, sin pertenecer específicamente a ninguno (Pages, 2013). En efecto, ambos son bastardos y desconocen su origen paterno. Sin embargo, su vínculo con la familia das Neves “no era ni de parientes ni de extraños”, ya que fueron educados en la corte, siendo bien tratados y bien vestidos (p. 45). Este gesto de incorporación parcial a la esfera familiar y social se produce a través de la educación, lo cual revela una zona de coincidencia entre Manso y los postulados de Sarmiento y su generación. Allí reside cierta ambivalencia: por un lado, la autora irrumpe el imaginario racial dominante al otorgar centralidad a los sujetos mestizos; por el otro, reproduce ciertas ideas del proyecto ilustrado liberal, como la confianza en la educación como vía de integración y redención moral del otro.

Particularmente Mauricio se encargará, una vez que vuelve de sus estudios, de ser el médico de la familia, por conveniencia de la señora das Neves. Resulta interesante para nuestro análisis centrar la atención en la escena de su regreso a la casa de esa familia. Luego de finalizar sus estudios en medicina, el joven mestizo arriba a la casa y se encuentra con el cuerpo sin vida de una esclava afrodescendiente, luego de haber sido animal y brutalmente castigada: “¡Qué horrible espectáculo se presentaba allí! Alina casi en llaga su cuerpo, amarrada al cepo y torciéndose en las convulsiones de la agonía!” (p. 99). Este capítulo es particularmente significativo para un análisis focalizado, no solo por el castigo a Alina y el ultraje que recibe; sino también pensando en la postura denunciante de la voz narradora. Sin embargo, en esta ocasión, cobra especial relevancia la reaparición de Mauricio en la historia, sobre todo teniendo en cuenta que el joven conocerá su verdadero origen mestizo, habiendo sido condenado a la invisibilidad dentro del orden social que lo engendró, que le negó información sobre su concepción y, por ende, un nombre propio, clara denuncia de la voz narradora al purismo y la exclusión racial de la época. El personaje vuelve a la historia, a resolver su propia tragedia y a reconocer su verdadera identidad:

(...) y cuando el doctor Mauricio cerró la puerta, se acercó a la cama donde estaba el infeliz demente; entonces, cayendose de rodillas, desató a llorar exclamando:

– ¡Mi padre!

(...) ¡Ambos se abrazaron! Por una súbita revolución de la naturaleza debilitada, acababa de operarse una extraña reacción, ¡don Juan das Neves acababa de reconocer a su hijo recuperando su razón perdida tantos años había! (p. 100).

Será a partir de este reconocimiento que la autora dotará al joven mestizo de su propio capítulo, titulado “El doctor Mauricio”. Surge aquí una breve denuncia y apreciación sobre el mestizo como otro, al hacer referencia a los hijos de Camila: “¿Y sus hijos? ¡Pobres desheredados como su madre, triste fruto de un incalificable amor… destinados a una doble afrenta según el mundo… la raza y el nacimiento!” (p. 102). Manso plantea aquí la fractura constitutiva del mestizaje, esa imposibilidad de pertenecer plenamente a ninguno de los mundos que lo definen.

Contaba ahora Mauricio veintiséis años: era semejante a su padre, y tenía la estatura poco aventajada de la familia das Neves; difícil era clasificarlo de mulato, porque ninguna de sus facciones lo traicionaba, sus mismos labios no eran amoratados, sino punzones y delgados, su cabello era negro y fino, no tenía ni bozo en la cara; era moreno, pero había como un reflejo de bronce dorado en su cutis fina y aterciopelada; sus dientes eran blanquísimos, y sólo sus manos podían atestiguar su origen; en torno de sus uñas pulidas y color de rosa, había un círculo negro, un filete indeleble de la raza africana. (p. 102)

En esta descripción,9 se observa el desafío que implica reconocer en Mauricio elementos visibles de su alteridad. El cuerpo de Mauricio es un terreno ambivalente; es poseedor de una alteridad disimulada, por lo que “la amenaza de la degeneración permanece como una amenaza oculta y constante” (Catelli, 2017, p. 32). Ante esta dificultad de reconocer su alteridad, se la refuerza en el texto con expresiones como “con todo, Mauricio era esclavo, y bastardo” y “¡al fin era un mulato!” (p. 102-103). Tal como advierte Catelli (2017), aun cuando Manso otorga centralidad y agencia al sujeto mestizo, lo hace mediante procedimientos que responden al esquema racial dominante de su época: la atención minuciosa a los rasgos físicos, el énfasis en lo que traiciona el origen africano –esas marcas corporales que no pueden borrarse–, configuran un modelo de representación donde lo racial permanece anclado a una matriz clasificatoria biologicista. Así, la crítica a la exclusión coexiste con una reproducción parcial del imaginario que clasifica y jerarquiza los cuerpos. Esta tensión complejiza la lectura de Manso: no se trata de una autora que simplemente invierte los términos de la lógica racial decimonónica, sino de una escritura que disputa desde dentro del sistema, ampliando los márgenes de representación sin desarticular del todo sus estructuras ideológicas.

Continúa la descripción y se puede observar, si nos detenemos, que en el siguiente fragmento se plantea una tensión entre el deseo y la conciencia de la marginalización racial:

Sus instintos delicados lo hacían huir de las mujeres de color, el amor venal y enteramente material, ningún imperio tenía en su corazón; Mauricio necesitaba un alma tan amante y tan espiritualista como la suya, necesitaba un amor inmenso y una mujer que valiese mucho, para que su posesión lo resarciese de todo cuanto le había quitado el mundo; que le pagase en millares de caricias los derechos que la preocupación le arrancara, y lo rodease de una atmósfera de pasión tal que derritiese el velo de la orfandad y del abandono de su destino. Irreflexivo en los primeros pasos de su vida como todo joven, más tarde a su vuelta de Francia, es que principió a comprender su posición, la de su madre y hermana. (p. 103)

La expresión “huir de las mujeres de color” puede ser leída como reflejo de un racismo internalizado de época, en tanto Mauricio, él mismo mulato, reproduce una lógica jerárquica en la que lo blanco sería más deseable y elevado. Esta preferencia, lejos de condenarlo moralmente, enmarca un anhelo de reparación subjetiva: el personaje no busca un amor socialmente permitido o conveniente, sino uno que lo dignifique, que “resarza” el daño sufrido por su condición de ilegítimo y racializado. Mauricio no es un simple objeto de marginación; es un sujeto que piensa, desea, reflexiona sobre su posición y la de las mujeres que lo rodean. Sin embargo, como advierte Catelli (2017), esa subjetivación no escapa por completo del orden racial que la condiciona: la necesidad de Mauricio de “compensar” su origen con un amor idealizado refuerza la idea de que su marca racial lo relega, lo hiere, lo separa del deseo legítimo. Así, la novela pone en escena una subjetividad mestiza compleja, que se afirma en el pensamiento y en el deseo, pero que también los valores jerárquicos del discurso racial dominante.

A continuación, seguirá un momento en el que Mauricio, frente al espejo, enfrenta un “cruel combate” en un “examen detenido de sí” (p. 103) lo que remite a una conciencia desgarrada por su doble condición de exclusión: como bastardo y como mestizo. En él se sintetiza el drama de quienes, aun con virtudes, educación y sensibilidad, son marginados por un orden social sustentado en “el egoísmo y la hipocresía” (p. 103) La decisión de volverse hacia Dios y hallar consuelo en el Evangelio otorga a Mauricio una altura simbólica que lo aparta de la animalización o degradación con que otros textos del siglo XIX solían representar a los sujetos racializados. Este momento es entonces una culminación simbólica del proceso de subjetivación del personaje: Manso invierte el signo negativo del mestizaje y lo reconfigura como una experiencia de profundidad espiritual, capaz de revelar los límites éticos de la sociedad de su tiempo. Como consecuencia de esta revalidación subjetiva, Mauricio transforma su actitud: deja de ser el otro subordinado y se reafirma como sujeto.

Le importaba poco lo que la familia le pudiera hacer, había llegado el día en que les hablaría de igual a igual, no como esclavo, sino como hombre, cuyos derechos no son ilusorios, sino verdades, que aunque desconocidas o atropelladas, son siempre argumentos irresistibles del lenguaje de la razón y de la conciencia. (p. 104)

Mauricio asume una voz racional, ilustrada, consciente –“les hablaría de igual a igual…”– y se dirige a quienes lo oprimieron, no desde la sumisión o la queja sino desde el “lenguaje de la razón y la consciencia”. Mauricio, en esta reconstrucción de sí mismo, encarna el humanismo y la palabra racional, más allá de su alteridad. La autora, de esta manera, sitúa en el centro del relato al sujeto otro, no como víctima o degeneración, sino como motor narrativo y agente de transformación.

Conclusiones

A lo largo de La familia del Comendador, Juana Paula Manso problematiza los fundamentos ideológicos del pensamiento racial decimonónico al construir personajes mestizos que no son marginados por la narración, sino incorporados como sujetos de significación ética, política y narrativa. La novela puede leerse como un espacio alternativo, de memoria y de denuncia, en donde los otros no son figuras secundarias o decorativas de un paisaje desértico, sino sujetos sociales. La narrativa de Manso, entonces, no desconoce los valores de su tiempo, sino que los tensiona desde dentro, abriendo fisuras en el discurso nacional. El mestizaje funciona aquí como figura crítica: no como celebración, sino como síntoma de un orden injusto, producto de la violencia estructural. Manso visibiliza a los sujetos racializados y les otorga voz, desplazando el paradigma racial dominante del siglo XIX, que concebía al otro como símbolo de atraso o degeneración. Camila y Mauricio, figuras marcadas por la mezcla, la servidumbre y la ilegitimidad, no son leídos desde la degradación, sino como encarnaciones de una humanidad compleja, atravesada por las consecuencias del sistema esclavista.

Sin romantizar la exclusión ni idealizar la hibridez, Manso logra inscribir en su narrativa la existencia concreta de los otros racializados, dándoles agencia y ampliando los límites del imaginario nacional. Su propuesta estética y política subvierte el imaginario dominante al mostrar que no hay nación sin esos cuerpos excluidos, y que toda ficción de pureza se sostiene sobre la negación del mestizaje como parte fundacional. En este gesto, La familia del Comendador se convierte en un espacio de memoria y denuncia, donde lo otro ya no es lo marginal ni lo exótico, sino lo central, lo irrenunciable, lo que permite releer críticamente los discursos de raza, civilización y pertenencia que modelaron la identidad argentina del siglo XIX.

Referencias bibliográficas

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*Agustina Belén Bogado es Profesora y Licenciada en Letras, egresada de la Universidad Nacional del Nordeste (UNNE). Actualmente es Becaria BEI tipo I por la Secretaría General de Ciencia y Técnica (SGCyT) de la UNNE. Forma parte del Grupo de Investigación “Temas y problemas de literatura y teoría literaria” y del Proyecto de Investigación (PI 21H002) “Escrituras y feminismos. Un abordaje de la identidad femenina en narrativas de los siglos XIX y primeras décadas del siglo XXI”. Sus investigaciones giran en torno a la figura del mestizo en la literatura decimonónica argentina. Además, se desempeña como Editora de publicaciones digitales académicas de la Facultad de Humanidades de la UNNE.


  1. La noción de barbarie adquirió centralidad como categoría política y cultural a partir de Sarmiento, quien la opuso explícitamente a la civilización en sus proyectos de nación.↩︎

  2. Si bien durante el régimen rosista se mantuvo una exaltación de lo popular, del gaucho como figura nacional y las tradiciones locales, también se promovió la homogeneización racial. La más famosa lucha contra los “enemigos” del gobierno fue la campaña del Desierto, liderada por él en 1833, en donde se luchó contra los aborígenes para lograr la expansión territorial de la sociedad blanca, bajo el sometimiento de aquellos otros que allí habitaban.↩︎

  3. El modelo norteamericano tuvo una influencia central en el pensamiento de Sarmiento, especialmente tras sus viajes a Estados Unidos entre 1847 y 1848. En sus obras ha expresado su admiración por su organización institucional y su sistema educativo, entre otros.↩︎

  4. Juana Manso vivió en Brasil desde 1849, en donde finaliza Los Misterios del Plata y comienza a publicar, en 1853, los primeros cuatro capítulos de La familia, en portugués en el periódico A Imprensa, Río de Janeiro. Luego, la misma obra fue publicada como folletín ya en Buenos Aires, en distintas entregas del Álbum de Señoritas, hasta que la publicación se estancó. Finalmente publica la obra en formato libro en 1854 (Manso, s. f.).↩︎

  5. En términos genéricos, la obra se inscribe en el cruce entre el melodrama romántico y el folletín decimonónico. Estos géneros, populares en la prensa periódica del siglo XIX, permitieron a autoras como Manso introducir en la esfera pública temas polémicos –como la desigualdad social, la ilegitimidad o la racialización– mediante un lenguaje accesible y emocionalmente efectivo. El recurso a lo sentimental no disminuye el carácter político del texto, sino que, por el contrario, potencia su eficacia como denuncia.↩︎

  6. “Si en el contexto de la producción colonial el subalterno no tiene historia y no puede hablar, el subalterno como femenino está aún más profundamente en tinieblas” (Spivak, 2003, p. 328).↩︎

  7. Semejante en cuanto a la no idealización, es la representación de los esclavos en la novela. En particular, destacamos aquella escena en la que se describe un castigo brutal a uno de ellos por parte del Comendador. La voz narradora no narra el episodio con frialdad ni reproduce la hazaña como espectáculo exótico: más bien muestra el acto de manera crítica, como expresión máxima de violencia racial.↩︎

  8. Los destacados en adelante son propios.↩︎

  9. Es relevante aclarar que desde que Mauricio es reconocido como parte de la familia das Neves, la voz narradora lo dota –como a los demás integrantes de la familia al principio de la obra– de su propia descripción detallada.↩︎