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https://doi.org/10.30972/clt.278734

CLRELyL 27 (2025). ISSN 2684-0499


DE JUDAS A ZARATUSTRA: LA LITERATURA COMO SIGNO DEL SACRIFICIO

From Judas to Zarathustra: Literature as a Sign Of Sacrifice

Yael Alexei Paredes Boleaga*

Universidad Nacional Autónoma de México

Correo: alexeiparedes48@aragon.unam.mx

Recibido: 23/04/2025 - Aceptado: 26/07/2025

Resumen

En este ensayo se analizará al sacrificio como un motor central de la construcción cultural y moral de la humanidad. Se organiza desde referencias filosóficas, religiosas y antropológicas, cuya finalidad es explorar las implicaciones de este ritual en la historia, desde la dimensión simbólica hasta la crucifixión de Jesucristo, promoviendo un papel que explica, salva y ordena los procesos sociales en razón de todo gozo cultural. Asimismo, se examinan conceptos como los signos mortales e inmortales, representaciones de la dualidad con lo efímero y trascendental. De la misma manera se busca analizar y relacionar el papel de la angustia y la violencia en forma inherente en este fenómeno. El sacrificio se observa como un modelo cultural que conecta lo individual con lo colectivo, permitiendo interpretar los valores y tensiones de la humanidad.

Palabras clave: sacrificio; moralidad; signo; angustia; cultura

Abstract

In this essay, sacrifice will be analyzed as a central reason in the cultural and moral construction of humanity. Drawing on philosophical, religious, and anthropological perspectives, it explores the implications of this ritual throughout history, from its symbolic dimensions to the crucifixion of Jesus Christ, where it assumes a role that explains, redeems, and orders social processes in relation to cultural experience. The discussion also addresses concepts such as mortal and immortal signs, representations of duality between the ephemeral and the transcendental, and the inherent links between sacrifice, anguish, and violence. Sacrifice is seen as a cultural model that connects the individual with the collective, allowing us to interpret the values and tensions of humanity.

Keywords: sacrifice; morality; sign; anguish; culture

De Judas a Zaratustra: la literatura como signo del sacrificio

1. Introducción

Una palabra eclipsa en toda continuidad que desprende una historia sin fin. Los hombres, aquellos que se proclaman ser puros de corazón, exigen una sensación: sacrificio. Toda voluntad que se diezma de ser sagrada pasa por un ciclo mimético de violencia, donde florece el dolor y el sufrimiento como el motor esencia de nuestra realidad. Baudelaire (2005) nos cita que el sacrificio es una máquina sangrienta que profana la “destrucción” moral del ser, pero que inmortaliza su significado en la imagen nítida de la crueldad.

Esta descripción se trata de consagrar en la primera cavilación de este escrito, analizar el significado de esta “palabra sagrada” que nos conduce a la representación de toda construcción cultural: traición, violencia y engaño; elementos que se analizan pertinentemente en cada una de las oraciones descritas, cuya función es “explicar, salvar y ordenar” la esfinge moral del yacimiento antropológico.

La “palabra sagrada” nos embiste a una “lucha de signos”, cual Zaratustra nihilista ha tratado de descifrar en su camino que ya se hace eterno, pero le es imposible atravesarlo porque su condición humana no se lo permite. El sacrificio se promulga en el conflicto de íconos: una sensibilidad inmortal sobre una emoción mortal. En esta parte del análisis nos encargaremos de visualizar ambas posturas, cuya fuente de adulación se ubica en los signos que la misma refiere.

Cada uno de estos significados queda implícito en un vocablo: la cultura. Sin embargo, hace falta un elemento que prueba toda existencia en el impacto histórico: la angustia.

María Zambrano (1955) apuntó que la desesperación sólo se le permitía al mundo del hombre, mientras que lo divino se proclamaba en la paz de su concepto. Tal eventualidad da pie a “la ética de la angustia”, un complemento basado en el universo de los significados y purificado en la lírica de lo mortal sobre la realidad de lo inmortal. En el tercer apartado de este ensayo se otorga una visión más amplia a la sensación de un sacrificio, palabra que no expresa tragedia, sino ovaciona definición y significado, virtud desprendida del impacto individual a lo colectivo.

Esta no es sólo una reflexión sobre el sacrificio, sino es un reencuentro histórico con la razón que ha perseguido el mismo: la violencia marcada por motivo de la paz y el orden de la sociedad.

Todo evento desprendido de la sangre aguardará una lírica oculta que volverá toda oración en una particularidad de lo divino.

2. La palabra sagrada

Al llegar al lugar llamado de la calavera, lo crucificaron aquí y con él a los malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda. (Mientras tanto Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen) Después los soldados se repartieron sus ropas echándolas a suerte. (Hurault, 2005, Lucas 23: 33-34)

La primera revelación de la historia la ubicamos en el sacrificio. Jesús entrega su alma, cuerpo y mente al régimen del mal para salvaguardar un bien que eleva toda aspiración a la escena sagrada de la palabra. En primer momento tenemos al hombre puro que se hace celestial al unísono de la razón, a la tiranía la confronta y a la relevancia la transforma en prosas. El sacrificio de Jesucristo es el poema histórico de occidente más significativo porque integra tres realidades esenciales: explica, salva y ordena (Marina, 2001).

Jesucristo nos convence de sus palabras que convertidas en metáforas nos llevarán a comprender el deseo mimético de su signo. Aquella narración a la que prevalece el castigo será la forma más idónea de canalizar cada uno de los procesos cronológicos de una región en cuestión. En este sentido, la identidad de Jesús explica el “canon occidental” (Bloom, 1995), pero también salva al “bien celestial” (Agustín, 2021) que vitaliza con su debida ordenanza a las “estructuras duales” (Cassirer, 1945) que reconoce.

El sacrificio precisa todo lo referido anteriormente. En nuestra historia hemos de hallar infinidad de inmolaciones que explican, salvan y ordenan los signos devenidos de nuestra forma cultural. Decía Aristóteles (2022) que éramos “animales políticos” cuya facultad es real porque ubicamos significados en lugares fuera de lo común. El sacrificio es un acto devenido de la bestialidad, pero corroído con la razón histórica-cultural.

La muerte de Jesús no es irrelevante para el signo porque logra posicionar a este como el centro moral de toda identidad occidental.

He aquí la gran benevolencia de la palabra convertida en la esfinge de lo sagrado.

El signo, por este sentido, se puede definir como la herramienta histórica que explica, salva y ordena los procesos canónicos diluidos en aquellas identidades que expresa la cultura. La gratitud de un significado no se enseña en la imagen, sino se ilumina en la intensidad de una palabra, objetivo que tiene por revelar al mundo la consumación de una personalidad.

La idealización del cristianismo parte de esta premisa; el signo de la cruz, por sí solo, no nos dice nada, pero en la evangelización nos introduce al dolor como una cualidad propia de la existencia. El sufrimiento no se ubica de casualidad en el sacrificio, toda representación motivada por la angustia emula todo “principio de crueldad” (Rosset, 2008).

El nacimiento de los signos cristianos deviene de la acción vil que usa al vicio como el elemento sensorial de su alusiva afinidad que, a diferencia del budismo o del hinduismo, estas expresiones se moldean a la par de la incertidumbre y no comparten relación alguna con su creencia. Por otro lado, en el cristianismo se sufre desde el antiguo testamento, donde las verdades se ajustan al suplicio de sus víctimas.

En la biblia se busca que el pesar sea sagrado porque con este se logra comprender la razón histórica.

Jesucristo es atormentado por los pecados del hombre que a la par de su muerte su alusión se hace metafórica, pero su contextualización se envuelve en lo trágico. El sacrificio es la unión de estas dos realidades: un evento trágico con un esquema metafórico. La muerte de Jesús es precisamente esta definición. En una parte tenemos la traición y en la otra obtenemos la revelación.

El mesías dice en la última cena lo siguiente: “En verdad les digo: uno de ustedes me va a traicionar” (Hurault, 2005, Mateo 26: 21). Estas palabras crean la desgracia de su mito, no obstante, también se moldea la relevancia de su relato. La inquietud nos toma por sorpresa, el signo posiciona sobre los significantes un antivalor que se usará como el molde esencia de su relevancia. Jesús incita a la traición porque con esta su veracidad sobrepasará todo límite histórico.

Nietzsche (2019) nos reveló el esquema del sacrificio cuando en sus palabras acusa a Dionisio de desleal. Se produce tal maldad al momento que se colocan los placeres mundanos sobre los intereses esenciales de la otredad. Judas es el primer ingrato de lo sagrado, debido a que profano el cuerpo de su mentor a la vil imagen de lo efímero. Esta desgracia dio paso al nacimiento ostentoso del cristiano que al iluminarse en ese destino atroz alcanza el origen primordial de su adversidad, al difundirse en la palabra es “solo coro y no drama” (p. 59).

En el sacrificio se juega un bien por un mal que en lo sagrado se construyó mediante la pasión.

En el universo de lo simbólico toda pasión es incertidumbre conmovida por la dilatación del caos. Jesús nos afirma que alguien lo traicionará esa noche, quizás nadie tenga intenciones de hacerlo, pero con esto ha sembrado una semilla sobre la mente de sus discípulos: delatar a su mentor y venerarse por su pena. Si observamos a un Jesucristo que no es engañado, ni mucho menos violentado, la disposición de esta realidad sería absurda porque en ella no se revelaría la inocencia de su víctima, sino permanecería “el engaño de los fenómenos del chivo expiatorio” (Girard, 2012, p. 85).

Sin embargo, el cuerpo roto y agonizante de Jesús “explica” el origen de todo chivo expiatorio que al combinarse con el canon occidental se obtiene: el nacimiento de lo cultural.

La traición de Judas parece irrelevante, pero su alusión conflictúa con el esquema del bien contra el mal. Se manifiesta que Judas con un beso conspira en contra de su maestro que al traspasarse al universo de las metáforas, este acontecimiento se transforma en “el principio de lo real”; configura un elemento sorpresa con uno bestial que al diluirse en la existencia “enseña cual es la verdad de las cosas sensibles” (Rosset, 2008, p. 19).

Todo este acto analiza el apego emocional con la fe cultural, cuya particularidad representa al individuo social-histórico.

En el sacrificio de Jesucristo nos hallamos ante una verdad bíblica que se reconoce en el mundo de lo tangible, cual sufrimiento y traición esclarecen la imagen mítica de su signo que al postrarse sobre el creyente asemeja la divina angustia de su propósito.

El dolor del cristiano ha de fundamentarse en la desesperación lingüística de su deidad. Dios crea el mundo de la palabra, sin en cambio, el humano refleja el universo de lo maligno. El sacrificio se mantiene en ambos lados: su argumento se describe con palabras, pero su forma se acuña en desgracias.

Estas penetrantes dualidades logran “salvar” el significado moral de lo humano que al teñirse de lo malo, este se sublimiza en lo bueno.

Si Jesús no se sacrifica por nosotros los mortales, la ferocidad dominará a lo sagrado y todo aquel arte devenido de la crítica, será una expresión adyacente del vacío.

La cultura de occidente es cristiana porque logra volverse universal ante los ojos de la realidad, a diferencia de la oriental, donde lo sagrado se manifiesta en la especulación y no en la imposición de las palabras. La bondad del lenguaje es “lo que eleva el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo en el hombre” (Nietzsche, 1982, p. 28).

La muerte del mesías cala en los huesos del ser, cuya imposición es conocer el orden moral del sacrificio universal: el poder.

Foucault (2022) nos advierte que el despertar de toda dominación ha de hallarse en la naturaleza lingüística de los conceptos, por ello, la representación de un sacrificio es la clarividencia más propia para que el control se presente en toda identidad humana. Con el cuerpo moribundo de Jesús nació la institución eclesiástica porque su muerte permitió posicionar un “orden” que ha de conservarse hasta nuestros días.

La crucifixión es un acontecimiento ético, el ser toma protesta de su voluntad y arremete en su realidad la presencia de tal singularidad. En este sentido, no es Jesús sacrificándose por nosotros los humanos leales, sino es Cristo ofrecido a la institucionalización de las palabras. Cuando este expresa su canto su exigencia ha de cumplirse. Judas traiciona a su mentor por un mandato divino que lo convierte en el salvador de esta historia. Sin la conspiración del uno hacia el otro, la voluntad es relativamente nula y el yacimiento de la institución desaparece al margen de su virtud.

El poder se localiza en la muerte esporádica del crucificado, quien “explica” la realidad de todo acontecimiento moral que al ubicarse en la dualidad “salva” el significado de la humanidad, pero también posiciona un “orden” en la facultad de toda la sociedad.

El sacrificio se manifiesta a la imagen de la autoridad que al colocar debidamente los signos de su racionalidad crea el agobiante origen de la normatividad.

La noche en aquel huerto de Getsemaní trasciende para los signos que hace referencia: explica, salva y ordena el origen de toda supremacía íntegra, es por eso que la muerte de Jesús se convierte en el punto central de toda nuestra historicidad. Hubo un antes de Cristo (a. C.) y un después de Cristo (d. C.), indicativos deontológicos que no dejan de lado su importancia histórica, sino enriquecen aún más su mito. ¿Podemos distinguir esas modalidades en otras fulgurantes realidades? Parece ser que sí, aunque no con el mismo impacto con el que Jesucristo se promulgó.

El sacrificio no solamente se visualiza en la teología, también se presencia en la historia, en la filosofía, en la geografía y principalmente en la antropología. Este hecho describe la identidad de toda una comunidad. Pero su manifestación se ve esclarecida por una lucha de signos que al combinarse con la realidad su determinación parte de la aniquilación o gratitud de un tiempo recobrado.

El signo es y será el elemento con el que se exprese el universo de las palabras y las cosas que tiene por misión representar hasta el último estrago de nuestra nítida existencia.

3. Lucha de signos: mortalidad sobre inmortalidad

Zaratustra en medio del cálido desierto dijo con una voz petulante a sus discípulos lo siguiente:

Los buenos y justos me llaman el aniquilador de la moral: mi historia es inmoral.

Si vosotros tenéis un enemigo, no le devolváis bien por mal: pues eso los avergonzaría. Sino demostrar que os ha hecho un bien.

¡Y es preferible que os en colonicéis a que avergoncéis a otro! Y si os maldicen, no me agrada que queréis bendecir. ¡Es mejor que también vosotros maldigáis un poco! (Nietzsche, 2011, p. 131)

La historia de Zaratustra es inmoral, pero la racionalidad es contraria a esta autenticidad: no confundir un bien con un mal porque esté separada toda veracidad ética. En el sacrificio nos despistamos de tales eventualidades. Creemos que el cuerpo representa el prefijo esencial de lo sagrado, por esa razón se le adjudica la esencia de la aniquilación o de la gratitud, según sea el caso que se le aplique.

Deleuze (1972) construía el signo en dos formalidades: la mundana y la esencial.

Los signos mundanos se refieren a esquemas de un solo momento, donde el placer florece sobre otras emociones. Por otro lado, los signos esenciales se marcan en la historia porque en su consecuencia no se glorifica la satisfacción, sino se racionaliza la existencia.

Al ver tal hipótesis podemos cuestionarnos: ¿Qué sucede con el sacrificio exactamente? Pues el sacrificio es una prueba de ambas facultades. El cuerpo aniquilado del mal es la gratitud certera del bien. Por esa circunstancia, dice Nietzsche (2011) que no confundamos un bien con mal, debido a que ambos elementos se encaminan a una sola identidad: lo sagrado.

Es por esta razón que la tesis deleuziana nos habla de una “diferencia y repetición” (Deleuze, 2002). El sacrificio es un evento que pasa una y otra vez en nuestra cronología humana, sin embargo, cada matiz que tiene da pie a una diferencia esporádica.

Zaratustra acusa que su historia es inmoral, cuando en realidad toda narrativa replicada por el humano lo es. Revisemos un poco el nacimiento del Dios Zeus; en el mundo sólo habitaban titanes que devoraban a sus hijos con devoción y ventaja, hasta que un día el titán Cronos fue engañado por la diosa Rea, esta le dio una piedra creyendo que tal roca era su hijo Zeus. No obstante, dicho cometido encaminó a este dios a una profecía, la cual dicta que combatirá a su padre y triunfaría en su misma cruzada (Graves, 2024).

¿Cuál sería la diferencia y repetición que se promulga entre la narración cristiana con la griega? Pues la repetición se ubica en la profecía de ambos: en el cristianismo se profetiza la unidad de los pueblos tras la llegada de Jesucristo al reino de los cielos, por el lado de los griegos se predice la paz universal tras la derrota de Cronos en el mundo de lo terrenal. El sacrificio de ambos construirá la armonía humana, cuya finalidad es transformar la incertidumbre en virtud.

Los sacrificios de ambos son signos mundanos que se manifiestan únicamente en un tiempo recobrado, pero las consecuencias de estos actos convierten su expresión en signos esenciales.

Es lo que Zaratustra deja ver en sus palabras. “Mi historia es inmoral” (Nietzsche, 2011, p. 131) porque la aniquilación de la existencia es configurada a la gratitud de la otredad.

Zeus destruye a su padre por el placer de la crueldad, al igual que Cristo, quien da su cuerpo por la satisfacción de la salvación eterna. Por ello, lo mundano se hace presente, ya que se toma los elementos generales del gozo y estos se transfiguran en el deleite de lo inmoral. Pero su insólita representación no se queda ahí porque ahora este dolor gustoso cala en los huesos de la identidad que al moldearse con la cultura da como resultado la fugaz historia del ser.

La repetición se ubica en la similitud de los objetivos, pero la diferencia se extrae en la singularidad de la narración. De esta manera, también se da el esquema del signo esencial: posiciona valores en las enseñanzas de lo metafórico. Foucault (2022) nos deja entrever tal realidad al afirmar: “El signo aparece porque el espíritu analiza. El análisis prosigue porque el espíritu dispone de signos” (p. 77).

Todo acto que se consuma en la reiteración de hechos pertenece a la esencia de lo mundano, mientras que toda acción que se infiera a la diferencia de valores se postra en los hombros del signo esencial.

La aclamada historia del hombre se posiciona en estos dos momentos: se inicia con un elemento mundano que eclipsa en un evento esencial. Se pueden repetir hechos una y otra vez, pero su debida distinción se aguardará en los distintos significados que se le den a la misma. Por lo tanto, ahora los signos concluyen en la muerte física de uno para alcanzar la inmortalidad del otro.

El sacrificio es un acontecimiento en el que uno se hace inmortal, pero su costo es totalmente garrafal. Por esta razón, el mortal debe de acuñar su espacio como un signo primordial de lo biológico, mientras el inmortal se dirigirá al signo de lo ontológico, cuya muerte nos hace apreciar aún más su realidad.

3.1. Signos mortales

Toda buena historia posee una muerte de por medio.

Los signos mortales son iguales de espontáneos que los mundanos, su única diferencia recae en la historicidad de lo natural.

Un signo mundano prevalece en lo banal: un conjunto de significados naturales concluidos en la fatalidad de una verdad mortal. Todo ícono mundano requiere de un propósito fugaz, con el fin de ser “los signos de un tiempo que perdemos” (Deleuze, 1972, p. 30).

Existe un comienzo y un final que al inmiscuirse con el sacrificio se prevé de inmoral. Zaratustra nos dice que su historia es inmoral, debido a que su mortalidad hace que toda racionalidad sea indecorosa. La muerte es el acto más deshonesto de la existencia, se nos privan del futuro acontecimiento cuya intriga alusión no nos hacen ver el final e inicio de la creación; “perdemos nuestro tiempo” en aquella mortalidad que al relacionarse con lo biológico se obtiene lo humano.

Se dice que morir es un “proceso de maduración biológica” (Blanck-Cerajido, 1988). Sin embargo, la pregunta adecuada es: ¿por qué morimos en el instante incierto? El signo mortal es precisamente incertidumbre, este puede formularse en lo insensato de aquella realidad aleatoria.

En nuestra historia han existido falsos profetas que buscan pronosticar un final de toda existencia mortal. Aquel “fin del mundo” es un recordatorio biológico de aquel proceso de maduración, donde la inferioridad toma protesta de toda grata verdad. El sacrificio es el gran final de la humanidad porque nuestra especie es otorgada a la voluntad de lo natural para que de ella nazca la vida de nueva cuenta.

A lo humano le obsesiona tanto saber el final de su historia que olvida por completo el presente de su realidad.

En la Edad Media se generó una manía a lo diabólico, un esquema proveniente del vicio mundano de aquella mortalidad, cuyo desenlace es la muerte. Al signo mortal le hemos de temer en cada instante de nuestra vida porque su fatalidad puede dejar que nuestra presencia haya carecido de propósito y significado; al igual que sucede con el sacrificio, la víctima que se ofrece a lo natural está condenada a la relevancia o irrelevancia de su realidad.

Los signos mortales se entregan a la otredad del dolor y la crueldad, sin embargo, muchas de estas ocasiones desconocemos los nombres de aquellas pintorescas personalidades.

Estos signos se hacen “intangibles” porque trata a la naturaleza desde un principio de orden a la particularidad de una cosa. La muerte de estos se entiende: “como el punto de vista absoluto sobre la vida, y apertura (en todos los sentidos de la palabra, hasta el más técnico) sobre su verdad” (Foucault, 2012, p. 207).

Estos signos mortales no tienen voz ni nombre, debido a que se pueden conocer de cualquier forma, muchas veces se reconocen en la colectividad, cuyo objetivo es transmitir su causa desde el anonimato y su verdad desde el genocidio. Estos sacrificios intangibles son aquellos que se practican desde las sombras, los personajes que los componen son seres que no trascienden a la historia como debiese ser o incluso son peones de un universo lingüístico aún más grande de su significado.

El autor franco-germano Gregorio de Tours (2011) nos introduce a este tipo de tributo, por medio de la evangelización del rey Clodoveo I. Se describe que el monarca aturdido y cansado de una letal derrota, decidió hincarse al suelo y pedir a Dios la “salvación” ante la “muerte” trágica de su guardia real.

Un signo mortal se expresa en estos dos parámetros: salvación y muerte.

En el relato histórico de Clodoveo I vemos ambas entidades, sin embargo, una es desconocida sobre otra. Tours (2011) nos seduce con una prosa anónima, donde posiciona a una variedad de personajes desconocidos que dieron su vida para que el rey se iluminará y saliese victorioso de dicha batalla.

Los signos mortales son meramente secretos, su causa como obra se mantiene latente en la historia, pero su figura y semejanza es un misterio para los oyentes.

Clodoveo es el signo inmortal; conocemos todos sus atributos físicos y morales, sin embargo, los hombres que dieron su vida por él son un enigma para la presencia misma de la posterioridad. Por ello, a la humanidad le da tanto miedo la extinción de su raza, debido a que de un parpadeo todo ícono que parece eterno puede transformarse en un ídolo espontáneo, significado que está atribuido al olvido.

Los signos inmortales se iluminan con la presencia de los mortales. Con ellos se crean mitos e historias que calan en las voces de lo humano, aunque tal significación reduce nuestra existencia a la imitación del pasado. El filósofo mexicano Samuel Ramos (1977) afirmó que el ser humano se genera en tres perfiles esenciales: la costumbre, la imitación y la historia. Los signos mortales contemplan ambas figuraciones y la hacen parte de su identidad.

El ser ofrece su cuerpo para que este sea violentado por una causa divina (costumbre), luego se realiza una práctica reproductiva que conduce a todo humano a su muerte (imitación), no obstante, su identidad moribunda construye las instituciones que dan pie a la sociedad actual (historia).

Estos elementos hacen posible a los signos mortales, verdades que no sólo se ubican en el universo biológico, sino también se reconocen en el cosmos ontológico.

El reconocimiento de un héroe se da por su miedo a la muerte y no por el egoísmo a la vida, por ello, el heroísmo es una idealización meramente humana porque detrás de su muerte el ícono se transforma en un signo inmortal.

3.2. Signos inmortales

Retornemos una vez más a Zaratustra, el camino de un moribundo en busca de una compasión llamada felicidad.

¿Qué es aquello que llamamos alegría? ¿Acaso es un elemento compasivo que hace de nuestra cultura una odisea de conocimiento o sólo es un instrumento cruel que encapsula causas a la posterioridad? Clodoveo I halló la jovialidad en su rezo que en el auxilio de su motivo logró enfrentar al mal que lo acechaba; incluso se alumbró con Jesucristo al aceptar el castigo humano y beneficiarse por la causa divina de su padre.

Los signos inmortales son el conjunto de circunstancias trágicas que eclipsan al mundo de lo celestial. San Agustín (2021) lo acuñó como bien celestial e incluso Kant (1978) lo definió como ilustración.

La compasión que busca Zaratustra es la inmortalidad, un dominio regido por la palabra de Dios, pero previsto en la notoriedad del conocimiento humano denominado historia. Lo histórico sucede en cada momento de nuestra vida: desde la decepción amorosa de un ser hasta la guerra que afecta en estos momentos. Todo es historia. Sin embargo, existe un elemento predominante sobre otro que lleva la narración dramática a lo celestial: la voluntad del poder.

¿Por qué recordamos a personajes como Clodoveo, Jesucristo, Carlomagno, Hitler, Abraham o algún otro que se nos venga a la mente? Pues nos acordamos de cada uno de ellos porque su visibilidad se persuadió en una causa dolorosa, donde su sacrificio tangible dio paso a su remembranza. No olvidaremos a Jesucristo, debido a que su acto de fe salvó al ser humano o incluso tendremos en cuenta las hazañas de Hitler que nos hace percibir todo lo que está mal con el ser humano.

Los signos inmortales se expresan tangiblemente, cada uno de ellos nos involucra con su narrativa, ya sea para bien o para mal.

Nietzsche (1982) describió que lo malo es “todo lo que procede de la debilidad” (p. 28); aquellos marcados por esa fragilidad su signo se ondulara como maléfico, debido a que contribuye a la destrucción del valor y no a la propagación del mismo. Por otro lado, la felicidad es “el sentimiento de que el poder crece, de que una resistencia queda superada” (Nietzsche, 1982, p. 28), referencia que hemos de encontrar en la virtud de los ídolos, quién utilizan al sacrificio como el eslogan de lo bueno y no de lo contrario.

Sería importante destacar el caso de Hitler, cuya esfinge se tiñe de maldad en la razón histórica. Creemos que este personaje es el mal andante y no es raro tal especulación, sus aspiraciones se manifestaron en el vicio que al contrario de la virtud su nitidez se verá carcomida por la representación del debilitamiento de lo humano.

El sacrificio que produjo Hitler a los demás es absurdo, debido a que crea una inestabilidad en los valores que su mismo mito promueve; es lo que la teoría mimética denomina “crisis sacrificial” (Girard, 2023).

Hitler realizó uno de los más grandes genocidios en la historia de lo humano, sin embargo, algo que su inmortalidad nunca se preguntó fue: ¿Para qué?

El fundamento de su causa se hace absurda cuando la fragilidad acompaña su motivación. Este personaje deseaba colocar nuevos signos que representaran la identidad de lo puro, pero en realidad su actuar llevó a que estos se reconocieran en la impureza de su comportamiento. El genocidio es una evolución del sacrificio, donde la voluntad del poder se esclarece en la esclavización de su concepto y no en la compasión de su verdad.

Los signos inmortales responden a la naturaleza axiológica del ser, la voluntad de estos se precede en la acción dramática de su insólita existencia. Las representaciones de su sacrificio se hacen visibles, por ende, su motivación como autenticidad serán puestas en juicio por la otredad de su realidad. Los signos mortales se mantienen en el anonimato por ser mundanos, sin en cambio, los signos inmortales se visualizan en la notoriedad histórica de la crítica que vitaliza toda especulación a la ciencia antropológica.

Dice Nietzsche (2011): nada es verdadero, todo está permitido (p. 431), pues cabe señalar que en el mundo del sacrificio esto es así porque las causas trágicas se manifiestan en la inmortalidad de la jovialidad, mientras que los motivos espontáneos se reconocen en la sensibilidad que al combinarse ambos signos en esta lucha intermitente se obtiene “el concepto de la angustia” (Kierkegaard, 2022).

4. La ética de la angustia

No hay ilusión más grande que la angustia por un lamentable suceso.

Jesús muere por un signo que aclama su inmortalidad, al igual que Clodoveo, Hitler o Carlomagno, representaciones emitidas en la dualidad con el insólito objetivo de la crítica. Todo signo mortal que exprese “relevancia y angustia” serán convertidos en íconos eternos, cuya lección es transmitir al otro un valor.

Nietzsche (2017) nos dice lo siguiente: “el conocimiento por el conocimiento esa es la última trampa que la moral tiende: de ese modo volvemos a enredarnos completamente en ella” (p. 59).

El significado de aquel canto nihilista resuena en la voluntad de esta angustia sacrificial, en este ritual se otorga una episteme llamada cultura que colisiona con una moral denominada desesperación.

Cada uno de los signos se mantiene en su lugar: lo inmortal precede a lo mortal, sin embargo, la angustia y misterio que exaltan ambos conceptos crea en todo oyente la sensibilidad de la seducción. ¿Por qué se hace significativa la muerte de Jesús o el reinado de Carlomagno para el sentir histórico? Todo se debe al aclamado encanto seductor que se moldea en un universo siniestro para el humano, pero fascinante para el cosmos de la palabra (Baudrillard, 1990).

Cristo es posicionado en una cruz con una palabra INRI (Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum [Jesús de Nazaret, rey de los judíos]) que descifra una angustia sobre la carga metaforice de su representación. Aquella palabra es una burla al cristianismo, pero la fragilidad de esta operación deja de lado tal ironía y convierte en propia tal idealización. En este ejemplo observamos como la angustia en periodo de crisis crea signos en elementos que aluden ser lo contrario de lo que afirman ser.

La seducción blanquea toda episteme angustiosa y la transforma en una razón cultural. El significado de la palabra INRI seguirá siendo el mismo, nada de eso cambiará, pero su referencia como alusión se mantendrán en un concepto que promulgue otra realidad a lo establecido.

Las palabras adhieren una admiración fascinante cuando estas son aclamadas en formas que trascienden cada eventualidad evolutiva del ser. Luque (2020) nos afirma que la figuración lingüística se complementa de infinidad de significados, ya sea desde mensajes que transmiten indiferencia hasta principios que dilatan diferencia.

Cuando se dio la muerte de Jesucristo la palabra INRI se volvió en una vil indiferencia, pero ahora con el pasar del tiempo, tal eventualidad se ha reconocido en ser el ícono de toda diferencia. Foucault (2022) divide estas nociones en tres agradables eventualidades: mathesis, taxonomía y génesis, que al juntarse crean el orden y razón de la angustia sacrificial.

La angustia es una palabra que describe el sentir trágico del sacrificio, pero también es el estandarte de la disciplina y mandato en la historia de la humanidad. Por ello, la ética de la angustia prevalece en una realidad que se goza en la expresión trágica de la otredad, pero también se visualiza en el principio de toda ley moral.

El mito nos coloca en la mesa toda razón buena o mala, pero los signos que subyacen en cada sacrificio histórico que cimentan la identidad de toda estructura moral.

Jesús muere en la cruz para salvaguardar la integridad humana, Hitler fallece en la miseria de su buque para fortalecer la dignidad y Clodoveo da su vida para otorgar esperanza a su identidad.

El sacrificio es la principal razón cultural que da identidad a todo esquema que nos rodea.

Una ética de la angustia proclama la redención de todo pesar y vuelve significativo todo signo mortal que al pasar el tiempo se tiñe en lo eterno.

Ya en un último pasaje Jesucristo lleva al cielo a sus discípulos, quienes entienden el aprecio de su compasión divina que se refiere a la causa detrás de su tragedia y tal representación se observa en la templanza divina de Dios. El sacrificio concluye negándose a toda particularidad humana y se aclara en la gracia divina que expresa el inicio y fin de la creación, a través de la voluntad de poder de aquel llamado “el superhombre” (Nietzsche, 2023). Por ello,

Jesús los llevó hasta cerca de Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos (y fue llevado al cielo. Ellos se postraron ante él). Después volvieron llenos de gozo a Jerusalén, y continuamente estaban en el templo alabando a Dios. (Hurault, 2005, Lucas 24: 50-53)

5. Conclusiones

¿Cómo finalizar con un acto que explica toda identidad humana? Aquella intriga prevalece en esta última cavilación. El sacrificio es un acto que siempre se ha hallado presente en la génesis de la historia, es algo imposible de olvidar e incluso difícil de ignorar. En todo acontecimiento humano ha prevalecido esta idealización: otorgar una vida con el fin de que promueva la paz y el orden en la sociedad. Sin embargo, su alusión finiquita de forma trágica su realización.

He aquí el problema principal del sacrificio: es una herramienta desagradable que promulga la destrucción biológica del ser, pero inmortaliza su causa moral.

Pues cabe volver a preguntar: ¿De qué manera se puede destituir las funciones de este comportamiento, sin la necesidad de dejar un lado la inmortalización de sus motivos? Parece ser que a simple vista no exista otra acción que logre acabar con el sacrificio, sin embargo, eso no significa que siempre deba prologarse en nuestra historia.

Es necesario observar estos cometidos como lo que son: representaciones trágicas que cimentan barbarie a razones morales dentro del espíritu cultural de toda sociedad. Por lo tanto, este tributo debe de modificar toda figura que sublimiza.

A lo largo de este escrito hemos presenciado al sacrificio como una razón propiamente apolínea, por ende, se solicita que tal realidad se figure en la descripción histórica de este mismo y no se vierta como una causa dionisíaca. Ese es el gran conflicto de este hecho: muchos dan su vida para salvaguardar una virtud en motivo de un vicio; para la otredad, estos signos se hacen indiferentes porque no consumieron el dolor de este principio, por ello, se inmiscuye la celebración.

Al sacrificio se le conmemora y celebra, pero jamás se le reflexiona o juzga.

Cada una de estas realidades deben pasar en manos de la reflexión que originarán un nuevo sentido a toda identidad cultural. La génesis del sacrificio debe modificarse de ser un principio festivo para convertirse en un elemento crítico de todo significado humano, sólo queda esperar que esta pequeña anotación haga un eco profundo en la percepción de toda voluntad racional.

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*Yael Alexei Paredes Boleaga es Licenciado en Derecho y Sociología, títulos otorgados por la Escuela Jurídica y Forense del Sureste (EJFS) y la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), respectivamente. Se encargó de ser profesor adjunto en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha publicado artículos en diversas revistas. Ha colaborado en distintos proyectos de investigación en el Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la UNAM. Actualmente, se encuentra en un proceso de selección para ingresar a un posgrado y estudia la Licenciatura en Filosofía en la Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ).