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https://doi.org/10.30972/clt.288989
CLRELyL 28 (2025). ISSN 2684-0499
Norwegian University of Science and Technology
hairenik.a.parato@ntnu.no
Recibido: 05/09/2025 - Aceptado: 14/10/2025
Resumen
Este artículo aborda la escritura en la transición de la universidad al trabajo desde un enfoque procesual y émico. Tradicionalmente, la investigación se centró en los géneros como productos textuales, lo que tendió a reificar convenciones y a invisibilizar las circunstancias que las originaban. A través de un estudio cualitativo, basado en un cuestionario y 24 entrevistas, analizamos la experiencia de seis estudiantes de Derecho de universidades argentinas. En el presente artículo, resumimos las contribuciones de esta perspectiva teórico-metodológica, que no solo permite reconstruir las trayectorias reales de los textos profesionales, sino también delinear futuras direcciones para una pedagogía de la escritura transformativa orientada a la agencia.
Palabras clave: escritura situada; transición; escritura académica; escritura profesional; trayectorias textuales
Abstract
This article examines writing in the university-to-work transition from a processual, emic perspective. Traditionally, research has focused on genres as textual products, which has tended to reify conventions and render invisible the circumstances from which they arise. Drawing on a qualitative study based on a questionnaire and 24 interviews, we analyze the experiences of six law students from Argentine universities. We summarize the contributions of this theoretical–methodological perspective, which not only enables the reconstruction of the real trajectories of professional texts, but also outlines future directions for a transformative, agency-oriented writing pedagogy.
Keywords: situated writing; transition; academic writing; professional writing; text trajectories
1. Introducción
La lengua escrita cumple un rol crítico en los procesos de transición. En este trabajo, entendemos por transiciones aquellas transformaciones a lo largo de la vida que implican cambios en los contextos, los roles sociales y las identidades asumidas (Montes y Tusting, 2024). Tales cambios suelen conllevar, a su vez, modificaciones en las formas de usar la lengua en general y la escritura en particular. Por esta razón, autores como Bazerman et al. (2015) conciben la alfabetización como una habilidad en permanente desarrollo, que se aprende y reaprende a lo largo de la vida.
A nivel pedagógico, esta visión de la lectura y la escritura ha impulsado esfuerzos didácticos para facilitar las transiciones mediante la preparación de los estudiantes. En las últimas décadas, la investigación sobre literacidad académica en la región se ha centrado sobre todo en la transición de la escuela secundaria a la universidad, impulsada en gran medida por la ampliación de matrícula en países como Brasil y Chile, que dio lugar a cuerpos estudiantiles más diversos (Ávila Reyes et al., 2020). La alfabetización, en ese sentido, fue vista por mucho tiempo como parte del proceso de aculturación que implica dicha transición, así como un medio que lleva hacia el éxito académico y profesional.
Un menor número de investigaciones se ha enfocado en la transición de la universidad hacia el trabajo con el fin de indagar en la relación entre la escritura universitaria y profesional. Sin embargo, es conveniente recordar que el camino como escritores y lectores de los estudiantes no concluye al terminar la universidad. La escritura es fundamental también en los espacios profesionales, donde no solo funciona como medio de comunicación, sino como parte constitutiva de la producción de conocimiento disciplinar (Rai y Lillis, 2013).
Si bien los enfoques varían, en Latinoamérica, esta transición se ha estudiado principalmente desde perspectivas textuales. La corriente dominante ha sido el análisis de géneros discursivos (Bhatia, 2012), que dio lugar a investigaciones centradas en describir y contrastar los géneros de cada dominio. De acuerdo con Ávila Reyes y Calle-Arango (2022), esto puede deberse a la influencia inicial que los estudios del discurso tuvieron en la investigación sobre escritura en la región, lo que habría favorecido una tradición investigativa centrada en las características textuales.
En líneas generales, la literatura coincide en que hay un vacío entre las prácticas de escritura profesionales y las académicas. En la región, esto ha sido constatado por investigaciones como Parodi et al. (2010) y, recientemente, Meza y González-Arias (2025), quienes mostraron que en la universidad los estudiantes producían una gama de géneros más limitada que la requerida en el ámbito profesional, lo que supondría un desafío posteriormente para estos individuos. En el norte global, investigaciones como la de Rai y Lillis (2013) subrayan la diferencia entre el estilo teórico, reflexivo y crítico que se promueve y exige en contextos académicos y la escritura formulaica y basada en plantillas que predomina en entornos institucionales y profesionales, que demanda incorporar la teoría con la práctica.
Como bien anticiparon Parodi et al. (2010), un paso fundamental para el diseño de intervenciones didácticas que equipen a los estudiantes con las habilidades letradas que les permitan lidiar con las demandas que encontrarán en sus futuros trabajos es realizar descripciones de los textos que circulan en los ámbitos de especialidad. Sin embargo, el auge de enfoques socioculturales y críticos de la literacidad en la región (Ávila Reyes et al., 2020) ha demostrado que escribir es más que conocer y replicar las convenciones formales de un género discursivo, y que un análisis centrado en el texto producto podría dejar fuera ciertas dimensiones que entran en juego y son relevantes al escribir. Por otra parte, en tanto enfoque crítico, las convenciones que configuran los textos se entienden como debatibles y relativas (Lillis y Tuck, 2016). En consecuencia, el interés analítico se desplaza hacia comprender, por un lado, las trayectorias textuales –que explican por qué un texto adopta determinada forma– y, por otro, las experiencias de los participantes, que permiten indagar por qué algunos estudiantes pueden o eligen reproducir con mayor facilidad que otros las convenciones que se les demandan.
Estos enfoques proponen, por lo tanto, un cambio ontológico que entiende la escritura como más que habilidades cognitivas individuales que se materializan en forma de texto o lengua escrita. Leer y escribir se entienden como prácticas sociales, por lo cual, se estudian, piensan y enseñan siempre junto con los eventos concretos en que surgen (i. e., como literacidades). La forma que adoptan estos géneros y convenciones es, a su vez, determinada por valores, actitudes, conocimientos y formas de actuar que comparten los miembros de la práctica. Si bien ciertas habilidades de superficie son portables a través de diversos contextos, esas habilidades son menos importantes para hacer una transición exitosa como escritor que lidiar con las características epistemológicas, sociales y organizacionales de un contexto nuevo (Anson y Forsberg, 1990).
A nivel científico, desplazar el foco del texto producto hacia lo que rodea su producción permite comprender con mayor complejidad y precisión qué significa usar la lengua escrita y cómo se ve realmente el leer o el escribir. Así lo muestra Tuck (2023), quien, mediante un estudio etnográfico de la evaluación docente, evidencia que esta práctica –aparentemente simple por consistir en anotaciones breves y comentarios poco llamativos– demanda múltiples acciones simultáneas, como la consulta de fuentes en línea o la gestión de varios documentos. En su análisis, la lectura se revela como parte constitutiva de la práctica de la literacidad y la escritura se entiende como una actividad que articula múltiples tareas.
Con esto en mente, en este trabajo, presentamos los resultados de una investigación con recientes graduados de Derecho de diversas universidades argentinas para destacar los aportes teóricos y metodológicos de adoptar una perspectiva que trasciende el análisis del texto producto al estudiar las transiciones. Más que indagar únicamente en los géneros implicados, este estudio partió de una pregunta de investigación que colocó a los participantes en el centro: ¿en qué medida el currículo de escritura universitario apoya a un grupo de egresados en su transición hacia el ámbito profesional? Así, se centra en las experiencias de los estudiantes/recientes graduados como escritores, lo que permite visibilizar las tensiones, aprendizajes y trayectorias que generalmente los textos ocultan.
2. Marco teórico
2.1. De géneros a prácticas: implicancias teórico-metodológicas
Las investigaciones sobre escritura académica y profesional han sido abordadas desde distintos encuadres teóricos. Entre ellos, el estudio de los géneros discursivos se ha consolidado en las últimas décadas como una de las herramientas más influyentes. Desde Bajtín hasta los desarrollos sistémico-funcionales de la Escuela de Sídney, los géneros se han entendido como “formas socialmente reconocidas de usar la lengua” (Johns et al., 2006, p. 237), caracterizadas por su propósito comunicativo y convenciones estilísticas y retóricas.
En la práctica, este marco ha orientado tanto la investigación como la didáctica hacia la descripción de estructuras textuales recurrentes y la enseñanza de convenciones formales con el fin de facilitar la integración de los estudiantes a las comunidades discursivas universitarias. Sin embargo, aunque esta perspectiva reconoce ciertos elementos sociales, puede resultar limitada. Escribir “bien” implica más que reproducir patrones textuales, y la descripción lingüística tradicional ofrece solo una visión parcial de un fenómeno inherentemente multidimensional.
En esta línea, Lillis y Tuck (2016) señalan que el campo tiende a sostener una pedagogía de carácter normativo más que transformativo, lo que impide atender cuestiones fundamentales como por qué los discursos son construidos de esa manera o qué hace que dichos discursos sean posibles (Bhatia, 2008). En contraste, enfoques socioculturales como los Nuevos Estudios de Literacidad o Literacidades Académicas proponen estudiar la lectura y la escritura como prácticas sociales, mediante metodologías de orientación etnográfica que privilegian la mirada de los propios escritores. Esta perspectiva enfatiza que leer y escribir no son habilidades universales ni neutras, sino prácticas cultural e históricamente situadas.
Así, este giro teórico supuso también una complejización metodológica: la unidad de análisis dejó de ser exclusivamente el texto para abarcar las múltiples dimensiones de las prácticas letradas, incluyendo identidades, artefactos, valores, espacios y temporalidades. Estas descripciones permitieron una comprensión más profunda de la naturaleza de la escritura y demostraron que los datos etnográficos podían enriquecer la comprensión de lo que significa “hacer” con la escritura en contextos institucionales. Un ejemplo de ello es el trabajo de Ivanič (1998), quien sostiene que saber producir textos académicos no es solo una cuestión de alfabetización, sino también de identidad. Para los estudiantes, la dificultad radica en que al escribir no solo deben manejar estructuras discursivas, sino también aprender las creencias y prácticas de sus disciplinas.
Desde esta perspectiva, la enseñanza de la lectura y escritura se concibe de manera distinta. A diferencia de la lengua oral, cuya adquisición ocurre en gran medida por inmersión y socialización (Gee, 2014), el dominio de la lengua escrita requiere una enseñanza explícita y andamiada de las estrategias que configuran cada práctica de literacidad, así como del entendimiento metalingüístico de las formas implicadas y de los elementos sociales asociados a ellas (identidades, valores, entre otros). Una segunda implicancia de este enfoque es que la alfabetización constituye un aprendizaje a lo largo de la vida (Bazerman et al., 2015): si bien procesos básicos como la codificación y la decodificación suelen adquirirse en etapas tempranas, la inserción en nuevos ámbitos sociales y profesionales demanda nuevas formas de leer y de escribir.
Pese a ello, múltiples investigaciones coinciden en señalar que la formación en escritura que brindan las universidades resulta insuficiente, tanto para dominar las prácticas letradas académicas como para preparar a los estudiantes para su futura inserción laboral. Al día de hoy, la escritura en la educación superior funciona principalmente como medio de evaluación y acreditación de conocimientos, más que como objeto de enseñanza (Bazerman et al., 2015). Este fenómeno –denominado en ocasiones “transición” (Montes y Tusting, 2024), otras “continuidad” (López Ferrero y Cassany, 2008) o bien “interacción” (Ivanič y Satchwell, 2008)– ha sido analizado desde enfoques textuales y etnográficos. Los primeros describen y comparan géneros de distintos dominios con el fin de identificar similitudes y diferencias, asumiendo que la coincidencia entre géneros puede facilitar la transición universidad-trabajo y “favorecer la inserción en el mundo laboral promoviendo el desarrollo de capacidades que les permitan resolver de manera adecuada, autónoma y autogestiva las diversas demandas comunicativas del campo profesional” (Natale y Stagnaro, 2015, p. 51).
Los enfoques etnográficos, en cambio, estudian la lectura y la escritura en tanto prácticas sociales, es decir, siempre en relación con los eventos y contextos en que se producen. Un ejemplo es el trabajo de Paré (2000), quien analizó la transición de la escritura académica a la laboral de un grupo de trabajadores sociales recién titulados. La aproximación etnográfica dejó ver que, aunque los textos de los egresados eran “correctos”, existían limitaciones derivadas de las trayectorias de aprendizaje de los estudiantes. Según el autor, gran parte de ese aprendizaje se daba de forma informal e implícita durante las prácticas de campo: los ingresantes leían textos producidos por trabajadores experimentados y, progresivamente, se ejercitaban en escribir textos cada vez más complejos. El problema, advierte, es que no existían instancias de evaluación explícita de la escritura profesional de los estudiantes ni oportunidades para que ellos reflexionaran críticamente sobre las formas lingüísticas o las prácticas escriturarias que se esperaba adoptaran.
2.2. Describir para desfamiliarizar
Escribir no comienza cuando el dedo toca el teclado o el lápiz roza el papel. Sin embargo, sigue siendo común concebir la escritura únicamente como la producción de un nuevo texto. Los modelos clásicos del proceso de escritura, como el de Flower y Hayes (1981), describen tres etapas fundamentales: planificación, redacción y revisión. Si bien este esquema fue altamente influyente, investigaciones posteriores que abordaron la escritura con métodos etnográficos, como observaciones-participante, lograron captar actividades centrales al escribir que no estaban representadas en ese esquema (ver, por ejemplo, Leijten et al., 2014).
Así, un acercamiento etnográfico a las prácticas reales de escritura muestra que la literacidad y la vida se entrecruzan de formas mucho más complejas, lo que obliga a revisar qué entendemos por “escribir”. Ello condujo a valorar la observación de la práctica en la que se inserta el texto y de su trayectoria –es decir, una mirada procesual– con el fin de visibilizar la complejidad del acto de escribir. El objetivo de estas descripciones no es necesariamente construir nuevos modelos de literacidad, sino “desfamiliarizar” prácticas (Tuck, 2023) que se suelen dar por supuestas.
En el ámbito profesional, este enfoque procesual es adoptado por Lillis (2017) al estudiar la producción de notas de caso por parte de trabajadores sociales. A partir de la heurística de trayectorias imaginadas, prescritas y reales, muestra que la concepción institucional de cómo debían producirse estas notas difería notablemente de los procesos efectivos de entextualización. Así, los “errores” o falencias señalados respondían más a estándares poco realistas que a la práctica concreta de los trabajadores.
En la misma línea, Leijten et al. (2014) analizaron el proceso de escritura de un redactor técnico al elaborar una propuesta para un cliente. A diferencia de los modelos clásicos como el de Flower y Hayes (1981), encontraron que la mayor parte del tiempo de escritura (69%) se destinaba a la búsqueda y reutilización de materiales provenientes de diversas fuentes externas. Es decir, producir un documento no consiste solo en codificar, sino también en desplegar un conjunto de tareas igualmente fundamentales para garantizar su eficacia comunicativa. Los autores llaman a este fenómeno “composición digital”, en sintonía con hallazgos previos de Swarts (2010), quien ya había señalado que la reutilización y adaptación de documentos dominan la comunicación profesional.
En este trabajo nos centramos en el ámbito jurídico,1 un campo en el que la estrategia de “describir para desfamiliarizar” resulta especialmente pertinente. Son escasas las investigaciones que estudian las prácticas de escritura de la profesión jurídica en español, y las que existen suelen adoptar un enfoque textual orientado a describir géneros jurídicos sin incorporar el contexto de producción al análisis. Otra línea de estudios se ha dedicado a caracterizar el estilo jurídico en general (por ej., García, 2013; González Salgado, 2015), coincidiendo en señalar su opacidad y artificiosidad, así como su escasa adecuación a las necesidades de los lectores. No obstante, gran parte de estos trabajos se enfoca en criticar la forma de escribir de los profesionales del derecho o en diagnosticar una “crisis” de la escritura jurídica, más que en indagar en las experiencias de lectura y escritura de estudiantes y abogados en ejercicio. Al igual que en el caso estudiado por Lillis (2017), la mayoría de estas investigaciones responden a falencias observadas en los textos, sin atender a las trayectorias y condiciones materiales que los constituyen.
Con este panorama en mente, nuestro propósito es cambiar el foco: explorar las trayectorias de los textos jurídicos que los llevan a ser como son y, en paralelo, las trayectorias de los estudiantes de derecho que se forman como abogados y escritores. En las secciones que siguen, presentaremos las ventajas que nos supuso adoptar este enfoque.
3. Metodología
Con el objetivo de quitar del centro al texto-producto, diseñamos un estudio cualitativo que nos permitiera captar todas aquellas otras acciones que hacen al proceso y la práctica de escritura y ese conjunto de saberes, adquiridos a raíz de la experiencia, por diversos propósitos o necesidades, que necesitan poseer. Como este artículo está enfocado en la propuesta metodológica, creemos pertinente detallar este proceso de “complejización” de la unidad.
Para empezar, nuestra unidad de análisis fue la práctica letrada, definida como “la secuencia de acciones realizadas por una o más personas para producir un texto escrito y que abarca desde que surge la necesidad de producir el texto hasta que este se considera ‘cerrado’ o ‘entregado’” (Aramayo Eliazarian, tesis de maestría no publicada). La práctica letrada es una unidad de análisis más compleja que, en tanto práctica, incorpora dimensiones extralingüísticas. Así, tomamos como guía una categorización construida a partir de la propuesta de Lankshear y Knobel (2011) e Ivanič y Satchwell (2008) sobre los elementos que constituyen a las prácticas de literacidad. Las categorías incluidas fueron las detalladas debajo. Estas categorías fueron usadas tanto para el diseño de los guiones de las entrevistas como para el sistema de codificación.
Tabla 1. Elementos de la práctica de literacidad.
Como anticipamos, nuestro objetivo no era únicamente obtener descripciones de las prácticas de escritura, sino incluso desafiar nuestras propias definiciones de qué constituye escribir y cómo se ve el proceso de escritura. Para ello, optamos por priorizar las voces de los escritores que navegan entre el dominio académico y el profesional a diario. Con esto en mente, definimos tres métodos de recolección de datos. Primero, un cuestionario inicial orientado a recabar información demográfica y sistemática sobre géneros y actividades frecuentes en ambos dominios, que luego pudiéramos triangular con las demás fuentes de datos. Segundo, entrevistas semiestructuradas de tipo “conversaciones en torno a textos” (Lillis, 2008). Tercero, un análisis de los rasgos textuales de los documentos elegidos por los participantes orientado a analizar esos rasgos en función de las identidades sociales que indexan en los espacios estudiados (no necesariamente de usarlos como modelo para la réplica).
Para las entrevistas, los participantes debieron seleccionar dos textos producidos en la universidad y dos producidos en el trabajo. El objetivo era, a partir de sus relatos, poder recuperar aspectos de la práctica letrada. Así, de forma retrospectiva, los participantes eran consultados acerca de los procesos de producción de los textos (participantes, etapas, herramientas, entre otros elementos), y que también evidenciaran sus perspectivas sobre qué es significativo a la hora de escribirlos. Las primeras dos entrevistas se enfocaron en las prácticas de escritura del trabajo y las siguientes dos en las prácticas de escritura académicas. Participaron de este estudio seis estudiantes/recientes graduados2 de la Licenciatura en Derecho de alguna universidad argentina que también trabajaban en posiciones vinculadas a la profesión jurídica.3
Los datos de las entrevistas fueron analizados utilizando un sistema de códigos emergentes con el objetivo de explorar patrones y fenómenos recurrentes dentro del corpus, siguiendo el método de Geisler y Swarts (2019). Utilizando el software de análisis cualitativo MAXQDA, y tras una ronda de testeo de un sistema de códigos provisional, definimos un sistema de códigos de cuatro dimensiones: 1) elementos de la práctica de literacidad, 2) aspectos de la trayectoria de apropiación, 3) conexiones entre dominios y 4) sensaciones manifestadas.
Como medida de fiabilidad, realizamos dos rondas de codificación de todas las entrevistas utilizando el sistema de códigos final y calculamos el acuerdo entre codificaciones utilizando la función ofrecida por MAXQDA. Calculamos el acuerdo tanto para “Existencia del código en el documento” como para “Frecuencia de códigos en el documento” y nos aseguramos de que entre todas las entrevistas de las dos rondas de codificación hubiera un acuerdo simple del 100% en cuanto a “Existencia del código en el documento” (i. e., en todas las entrevistas aparecían los mismos códigos) y del 80% o más en “Frecuencia de códigos en el documento” (i. e., los códigos aparecían con la misma frecuencia en 8 de cada 10 veces).
4. Resultados y discusión: ¿por qué un enfoque procesual y émico?
La sección que sigue presenta los principales hallazgos del estudio. Con el propósito de mostrar los aportes específicos del enfoque procesual y émico, organizamos la discusión en tres apartados. Cada uno de ellos desarrolla un aporte particular.
4.1. Permite captar actividades invisibilizadas
Como anticipamos, hoy en día la escritura raramente parte de una hoja en blanco. Sin embargo, lejos de significar que “ya no se escribe”, esto indica que la definición de “escribir” se ha transformado. Comprender cómo se configuraba la escritura en la experiencia de nuestros participantes constituyó uno de los primeros hallazgos de este estudio. En esta sección nos enfocamos en el ámbito profesional.
Los relatos de los participantes mostraron que la producción de textos en espacios laborales se da como parte del seguimiento del caso de un cliente. Esto quiere decir que el texto producido (en torno al cual giraba la entrevista, en el caso de este estudio) es, en verdad, un elemento de una cadena que involucra diversos actores y actividades letradas y de otro tipo, como conversaciones, recopilación de las pruebas pertinentes para el caso, uso de plataformas de trámites, e incluso la producción de otros textos distintos al analizado. Esta cadena de actividades está ilustrada en la Figura 1.
Figura 1. Cadena de actividades profesionales.
A nivel metodológico, este hallazgo plantea un desafío central: delimitar dónde comienza y dónde termina una práctica letrada, y cómo se solapa con otras prácticas colindantes. Estos “casos” que los participantes siguen suelen extenderse en el tiempo, interrumpirse por otros eventos y retomarse en distintos momentos. Algunos participantes relataron que, mientras redactaban, podían estar realizando simultáneamente otras tareas vinculadas al caso: revisar jurisprudencia, intercambiar mensajes o atender consultas telefónicas. Este carácter simultáneo y fragmentado rara vez se capta en el producto final, pero resulta clave para comprender cómo se configura la escritura en la práctica profesional, como menciona Sonia en el siguiente fragmento:
Sonia: Y llegan también algunos momentos, no sé, si estás con mucho trabajo, como que cuesta más redactarlo (…) y por ahí, si encima tengo a mi jefa pidiéndome cosas, como que me abruma más, entonces eso también me atrasa más en poder terminarlo. (Entrevista 2, Pos. 83)
Sin embargo, actividades como conversaciones con colegas, consultas en plataformas digitales o entrevistas con clientes no constituyen “distracciones” externas a la escritura, sino parte inherente del proceso, y ponen de relieve la complejidad de lo que implica escribir. Los textos que analizamos funcionan como puntos de condensación dentro de trayectorias mucho más amplias y móviles. Sus descripciones no deben interpretarse únicamente como artefactos estáticos, sino como huellas de una actividad en constante movimiento, fieles a la realidad del trabajo cotidiano. Reconocer esta complejidad permite cuestionar definiciones reduccionistas de escritura y, al mismo tiempo, ilumina las distintas habilidades que son efectivamente centrales para desenvolverse en estos contextos.
Figura 2. Ejemplo de escrito judicial, género producido en el ámbito profesional.
Desde esta óptica, describir la escritura en el ámbito laboral no consiste solo en rastrear cómo se redacta un documento, sino en mostrar cómo una comunidad organiza, valida y transmite conocimiento a través de él. Para los escritores, ser conscientes de esta relación resulta fundamental: reconocer que lo que escriben es la cristalización de prácticas más amplias les permite ejercer agencia, evaluar críticamente sus propias elecciones y comprender que la escritura profesional implica tanto reproducir formatos como posicionarse en una tradición discursiva y social. Este giro metodológico, por lo tanto, no solo complejiza nuestro modo de entender la escritura, sino que también ofrece claves pedagógicas para enseñar a los estudiantes a situar sus textos en relación con las prácticas que los sustentan.
Por ejemplo, en la Figura 2, vemos que la estructura típica de un escrito jurídico se compone de diversas secciones que componen la argumentación jurídica, entre las que típicamente encontramos el objeto de la demanda, los hechos, la prueba, entre otras. Para poder completar cada una de esas secciones, el escritor debe llevar a cabo ciertas tareas típicas del “ser abogado”, que comienzan con recopilar la información pertinente. Se trata de un proceso que requiere consultar varias fuentes y poner en diálogo lo que se encuentra en cada una. Para empezar, necesita saber qué pasó, algo que conoce a través de su cliente, quien le cuenta los hechos y comparte sus expectativas. De esos hechos, debe identificar dónde está el asunto jurídico que amerita acudir a la Justicia, es decir, dónde hubo una infracción de la ley y por parte de quién. Esto quiere decir que la tarea del profesional involucra dar orden a la información que brinda el cliente con el fin de crear un argumento válido. Al mirar los hechos a la luz de la normativa, identifica un marco jurídico, es decir, una norma o conjunto de normas en las que se pueden encuadrar los hechos en cuestión y en las que se amparará el pedido. Finalmente, el abogado escritor deberá expresar el análisis realizado en un escrito que se compone de las partes detalladas anteriormente. Cada uno de estos pasos impacta en la posibilidad de producir un texto eficiente, por lo que, desde una perspectiva didáctica, constituye información fundamental.
En la misma línea, ver el texto desde una óptica procesual nos permitió captar ciertas actividades involucradas en la producción textual que se encuentran “invisibilizadas” u opacadas por la atención exclusiva a la forma textual, todas ellas decisivas para la calidad final del escrito. Por ejemplo, en el fragmento debajo, Amanda comenta una dificultad común que atravesaba a los participantes: la lectura de textos jurídicos. En la cita, refiere particularmente a la lectura del género “proveídos”, que le resulta desafiante debido a su lenguaje técnico:
Amanda: Lo que noto mucho es que los proveídos4 vienen con una dificultad increíble... usan palabras muy complejas. Entonces lo que a mí me sirve es leer cada escrito que me mandan, traducirlo como a un idioma, a un lenguaje más común, hacer mi respuesta de la misma forma y después lo elevo. (Entrevista 1, Pos. 11)
La estrategia de “traducción” que Amanda describe evidencia la interdependencia entre lectura y escritura, al punto de que la comprensión de un texto se convierte en condición de posibilidad para producir otro. Además, pone de relieve por qué es importante mirar más allá del texto, ya que las dificultades no siempre se ubican en la etapa de redacción –el “codificar”–, sino en esas otras actividades que sostienen la textualización. Esta experiencia no se limita a los proveídos, sino que es también una dificultad persistente a lo largo de la universidad, especialmente con la lectura de fallos judiciales. De acuerdo con los datos, la lectura de este tipo de textos destaca por su no linealidad: demanda al escritor escanear el texto –que suelen ser muy extensos– para encontrar los aspectos del caso que son relevantes para la materia en cuestión (Tuck, 2023). Vale la pena destacar que los estudiantes acaban aprendiendo por sí solos e implícitamente cómo funciona la lectura de fallos, un género que, sin embargo, deben leer desde el inicio de la carrera.
Distinto es el caso de otros géneros jurídicos, como el mencionado por Amanda. Al triangular los resultados del cuestionario inicial con los datos de las entrevistas, vimos que en la universidad predominaba la lectura de géneros pedagógicos, como manuales, que median el acceso a las fuentes jurídicas originales mediante explicaciones y comentarios. Esa mediación desaparece en el espacio laboral, donde los textos deben leerse en su versión íntegra, sin filtros ni ayudas, lo que convierte la transición en un desafío mayor. Así, podemos pensar que, si era una de las primeras veces que Amanda debía leer un expediente, es posible que tareas como encontrar la información relevante o entender cómo leer cada documento le hayan causado inconvenientes.
Otro aspecto desafiante recurrentemente mencionado en los relatos fue la realización de entrevistas y el trato con clientes. Como explicamos antes, la interacción con el cliente en entrevistas supone más que solo entender lo que este narra, sino que requiere poder seleccionar cuáles de esos hechos son jurídicamente relevantes para construir un caso. Más que una simple narración, se trata de una tarea de organización y jerarquización de información, donde se ponen en juego saberes disciplinares y habilidades comunicativas que exceden la escritura en sentido estricto. Parte sustantiva de la interacción con clientes también consiste en ajustar el discurso técnico a interlocutores legos: traducir términos, dar instrucciones, ejemplificar, entre otros. A pesar de esto, este contenido no forma parte explícita de la formación, sino que suele aprenderse por ensayo y error.
En ese sentido, como anticipa Kalman (2003), las definiciones contemporáneas de alfabetismo deben incluir no solo la producción de textos, sino también las interacciones orales que los rodean. En esta clave, la entrevista con clientes y la lectura del expediente no son actividades accesorias, sino componentes esenciales de la escritura profesional. De allí que la intervención pedagógica deba contemplar el trabajo que supone organizar información, leer fuentes jurídicas y jerarquizar contenidos. Estos datos ayudaron a visibilizar otro vacío del currículum: la enseñanza de estrategias de reformulación, ejemplificación y adecuación del discurso, imprescindibles para desempeñar una función central del trabajo jurídico: atender e interactuar con clientes.
Finalmente, desplazar el foco del género permitió mover la atención de las denominaciones convencionales hacia las actividades efectivamente implicadas en producirlos. En algún punto, invertimos la perspectiva analítica: en lugar de partir del texto para rastrear qué elementos de contexto se materializan en él, partimos de la práctica misma y observamos cómo esta se cristaliza en textos. Al hacerlo, fue posible identificar aspectos generales que atraviesan la práctica profesional, como los modos de producir conocimiento, los criterios de relevancia y los valores compartidos por la comunidad. Por ejemplo, la selección de hechos jurídicamente significativos, la forma de jerarquizar la información o la manera en que se decide qué registrar y qué omitir no aparecen únicamente como decisiones individuales de redacción, sino como procedimientos anclados en una epistemología práctica de la profesión. Estos procedimientos de literacidad, que se consolidan en la interacción cotidiana de los participantes con clientes, colegas y documentos, son los que finalmente adquieren forma en los textos.
Aunque el nombre de los géneros no aparezca en la universidad, los estudiantes sí son familiarizados con los valores y la epistemología de su disciplina. El problema que identificamos es que estos se presentan como la forma natural de ser y hacer, y no como normas específicas a un círculo ligadas con prácticas lingüísticas disciplinares.
4.2. Permite identificar vacíos entre trayectorias reales, prescritas e imaginadas
El valor de un enfoque procesual y émico no reside únicamente en sus implicancias pedagógicas, sino también en su aporte teórico para comprender cómo se produce la escritura en la práctica. Uno de los hallazgos más sorprendentes de este estudio fue comprobar que la producción textual entendida como creación de nuevo texto era prácticamente inexistente.
De acuerdo con los relatos de los participantes, escribir, en el ámbito laboral, no suele equivaler a partir de cero, sino a adecuar plantillas preexistentes heredadas de colegas o superiores. Lejos de ser un proceso creativo en sentido tradicional, la escritura se describe como una tarea “mecánica”, centrada en copiar y pegar, reemplazar datos específicos o replicar fragmentos ya legitimados. María lo explica con claridad al describir su proceso de inducción al empezar a trabajar:
María: lo que me explicó mi jefa en ese momento fue: “Mirá, una vez que se dicta sentencia, este escrito tenemos que presentarlo cuando vence (…) el plazo de cumplimiento. Ahí te van a dar otro plazo (…) si siguen sin cumplir, presentamos otro escrito y así sucesivamente”. Yo, por ejemplo, tengo descargados en la computadora estas plantillas que te digo en un archivo de Word y nada, copio y pego y cambio los datos, lo suficiente. No tiene mucha mayor complejidad. (Entrevista 2, Pos. 63)
Así, la escritura profesional no requiere a los escritores la creación de grandes unidades textuales, salvo en casos excepcionales, como cuando no existe un documento previo para el trámite específico. Siguiendo la heurística de Lillis (2017), este hallazgo plantea una tensión interesante entre el plano de lo ideal y de lo real. Por un lado, obras de referencia en el campo jurídico hacen hincapié en el trabajo que requiere crear una estrategia argumentativa (Falcón, 1991) o la construcción de narraciones jurídicas como pilares de la argumentación (Nino, 1994). Sin embargo, en la práctica cotidiana estas habilidades no siempre son requeridas, al menos en las primeras etapas de inserción laboral porque a los ingresantes les requieren que repliquen plantillas que ya funcionaron para casos anteriores.
En ese sentido, las plantillas operan como trayectorias prescritas: caminos predefinidos por los que proceder. En línea con la visión crítica y no prescriptiva de los estudios de la literacidad, las convenciones de escritura y la forma que adopta un texto aparecen como el resultado de un proceso históricamente situado y de las decisiones tomadas por diversos actores. En el caso jurídico, ese dispositivo prescriptivo contribuye a la persistencia de un estilo complejo, anacrónico y poco adecuado al lector, porque la garantía interpretativa de lo que “ya funcionó” prima sobre la claridad o la comunicación eficaz. La eficacia se mide por la validez procesal del escrito, no por su accesibilidad para un lector no experto. Como resultado, la reproducción prima sobre la innovación, y la repetición se vuelve una forma de asegurar legitimidad.
Por otra parte, este hallazgo plantea una pregunta crucial: ¿pueden estos textos funcionar como modelos de aprendizaje? Buena parte de la literatura sobre géneros profesionales asume que todo texto producido en la práctica es analizable como modelo, en tanto encarna convenciones reconocidas por la comunidad. Sin embargo, creemos que esta suposición es problemática. El mero hecho de que un documento haya sido utilizado previamente o validado institucionalmente no garantiza que sea un buen modelo formativo. En el apartado siguiente mostraremos, además, que la persistencia de ciertos formatos es, en ocasiones, el resultado de generaciones de escritores en quienes no se fomentó la evaluación crítica o que no ven la escritura como una oportunidad para ejercer su agencia. En otras palabras, escritores que no sabían que podían modificar esos textos. De ahí que la investigación no deba solo describir lo que se produce, sino también interrogar qué tipos de textos, prácticas y materiales cumplen mejor una función pedagógica.
Conocer estas prácticas de producción de textos en la era digital actual también obliga a revisar qué entendemos por “escribir” y “leer” en la sociedad contemporánea (Lillis y Tuck, 2016). Al mismo tiempo, sugiere la necesidad de invertir el orden habitual de las operaciones: que relatos más precisos de la realidad informen los currículums y no que los currículums se diseñen sobre la base de suposiciones sobre cómo se escribe. Un estudio de trayectorias textuales permite incluir las circunstancias que condicionan la escritura –el uso de plantillas, la reproducción de precedentes, los tiempos efímeros– y abrir la discusión sobre qué habilidades deben ser objeto de enseñanza. No se trata de naturalizar prácticas reproductivas, sino de reconocerlas como punto de partida y pensar qué otras destrezas, reflexiones y formas de agencia es necesario promover en consecuencia. Esta observación es particularmente relevante en el contexto actual donde existen tecnologías de inteligencia artificial generativa (IAG) que pueden producir texto por nosotros.
4.3. Permite ver los textos como resultados de decisiones situadas del escritor
Hablar de prácticas en lugar de géneros implica un giro epistemológico: desplazar el foco del texto como producto hacia las experiencias de escritura de sujetos concretos. Estos sujetos no son meros ejecutores de convenciones, sino personas con trayectorias, valores y creencias que inciden en cómo escriben y en cómo significan la escritura en sus vidas.
Por esta razón, optamos por el término “transición”, que pone el foco en los individuos, en lugar de otros como “correspondencia”, que ponen el foco en los textos. Al mirar las transiciones, obtuvimos una visión más clara y realista de cómo es el paso de la universidad al trabajo –ya que, en definitiva, el objetivo es verificar si el currículum apoya a los estudiantes en su paso a un nuevo dominio–, que no parte de asunciones. En ese sentido, desde el punto de vista metodológico, apoyarse únicamente en la coincidencia o divergencia de denominaciones resulta riesgoso, ya que, en términos de Turner (1999), estos nombres operan como taken-for-granted terms. Si bien la aparente coincidencia nominal puede llevar a suponer definiciones universales, un examen cualitativo minucioso revelaría que estas varían según los marcos socioculturales en que se inscriben.
En este estudio, los participantes narraron transiciones que no se presentaban como “grandes quiebres” entre universidad y trabajo, sino como movimientos constantes y cotidianos entre distintos dominios, contextos e identidades. Todos los participantes habían comenzado a trabajar durante la universidad y empezaron a ejercer el Derecho antes de ser “oficialmente” abogados. Esta constatación cuestiona enfoques que suelen concebir las transiciones como momentos puntuales de cambio radical. Los trabajos de Montes y Tusting (2024) resultan iluminadores al respecto, ya que conceptualizan las transiciones como trayectorias no lineales, marcadas por aprendizajes distribuidos entre diferentes espacios de práctica. Este entendimiento del desarrollo de la escritura también crea una imagen más precisa de cómo sucede el aprendizaje: de forma situada y como parte de nuestro día a día, no restringido a espacios de formación académica (Lave, 2019). En este marco, los productos textuales no alcanzan para dar cuenta del dinamismo de estas trayectorias.
Al poner el foco en las prácticas, los participantes pasaron a ser agentes (con posibilidades y limitaciones) de su producción lingüística. Así, verificamos que cuatro de los seis participantes nunca habían recibido formación explícita en escritura en la universidad y los dos que sí, solamente en una materia. El resultado de esto eran individuos con concepciones de escritura fuertemente instrumentales, que entendían escribir como “cumplir con el formato” más que como una acción estratégica o un ejercicio de voz propia.
Carla: Algunos ponen solo “será justicia”, otros “proveer de conformidad será justicia”, otros “proveer de conformidad que será justicia”.
Entrevistadora: ¿Y vos por qué elegiste esta versión?
Carla: Porque la vi siempre así. No por nada en particular.
Entrevistadora: ¿Y el “ut supra” (…)?
Carla: Creo que, si no me confundo, está en la Constitución.
Entrevistadora: ¿Qué se debe usar o qué cosa está en la Constitución?
Carla: (…) creo que, cuando los profesores nos explicaban o decían “Artículo 15 Ut supra, in fine”, y de ahí decían “no, bueno, in fine es al final” y ahí como que te iban explicando, pero sí, uno no sabía de dónde salía. (Entrevista 1, Pos. 97-99, 118-121)
Como muestra el ejemplo de Carla, si bien los textos que analizábamos en las entrevistas eran textos “correctos” e incluso adecuados a la situación retórica, la conversación posterior dejaba entrever que, en muchos casos, no comprendían la razón por la cual debían escribir así, o qué significaba exactamente una frase que habían utilizado. Simplemente estaban replicando modelos previos o adaptando plantillas. En estas condiciones, un análisis centrado solo en los textos podría concluir que “escriben bien”, cuando en realidad se invisibilizan tensiones, dudas e incertidumbres de fondo.
Nuestro análisis también reveló que la jerga jurídica desempeña un papel fundamental en los procesos de redacción de los participantes (como era de esperar). Curiosamente, esto no se debía solo a cuestiones de precisión y tecnicismos, sino principalmente a que era una herramienta clave para desempeñar y encarnar su identidad profesional, es decir, para “sonar como abogados”. En términos de Dressen-Hammouda (2008), estas claves textuales les ayudaban a construir representaciones creíbles de su competencia en el campo y su experiencia disciplinaria. Este hallazgo muestra que las formas lingüísticas no deben leerse únicamente en clave de corrección, sino como “elecciones que indexan pertenencias e identidades sociales en espacios específicos” (Eisner, 2022, p. 3). La decisión de usar ciertas formas o no está sujeta también a cuestiones de pertenencia e identidad, por nombrar algunos factores, y no únicamente a lo que se considera “más correcto”.
Si bien entendemos que reconocer estas pistas forma parte del dominio de los géneros disciplinarios y está profundamente vinculado al desarrollo de una identidad disciplinaria, nuestros datos sugieren que nuestros participantes prestaban demasiada atención a cuestiones de superficie, en detrimento de otros aspectos como la calidad del contenido. Además, su entendimiento de qué constituía “jerga jurídica” era notablemente amplio y abarcaba, además del vocabulario técnico, palabras formales en general, como “asimismo” y otros conectores. Lo que esto pone sobre la mesa es que la pedagogía de la escritura debe ir más allá de las convenciones, para trabajar sobre las concepciones de escritura y mostrar que el valor de un texto va más allá de la complejidad lingüística.
En ese sentido, creemos fundamental recordar que un texto “bien escrito” no garantiza aprendizaje. Un análisis que solo mira textos necesariamente está construido en un entendimiento de aprendizaje como repetición y asimilación. Sin embargo, ese modelo de pedagogía de la escritura enfrenta serias limitaciones en un contexto de desarrollo tecnológico como el actual, donde software de IAG crea texto nuevo correcto. Esta realidad exige un cambio en la enseñanza de la escritura: alejarse de las características textuales superficiales que ahora pueden generarse sin esfuerzo mediante la IAG y orientarse hacia enfoques pedagógicos que involucren a los estudiantes en la exploración del poder del lenguaje y la escritura para la creación de significado y la construcción de la identidad. Esta comprensión es esencial no solo para desenvolverse en diversas situaciones de escritura, sino también para resistirse a interpretaciones superficiales de la “expertise”.
Conclusiones
Estos hallazgos confirman algo ya repetido: hace falta más formación en escritura en la universidad. Ahora bien, ¿qué añadió un enfoque procesual y émico? En primer lugar, permitió conocer las trayectorias reales de los textos profesionales y, con ello, comprender que escribir no equivale necesariamente a producir texto “desde cero”, sino a crear algo nuevo a partir de lo existente, en un movimiento cercano a la composición digital. Este desplazamiento quita del centro al formato –que será fácilmente replicado– para colocarlo en otras actividades que posibilitan la escritura. En segundo lugar, destacó que, en un contexto de alta réplica como este, el foco debe estar en cómo los estudiantes entienden la escritura, y en brindarles experiencias que los ayuden a entenderla como algo que uno hace estratégicamente y como ejercicio de agencia.
Con esto en mente, creemos que lo que debe mutar es la lógica que subyace a la pedagogía y cierta línea de investigación sobre escritura, que entiende el aprendizaje en términos de reproducción. Ahora más que nunca, cuando copiar está a un clic de distancia, la pedagogía y el desarrollo de la escritura deben basarse en una comprensión transformadora del aprendizaje de los alumnos. De lo contrario, como revelan las experiencias de nuestros participantes, la transición a la escritura profesional se convierte más en una asimilación que en una transformación.
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*Hairenik Aramayo es Lingüista por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y Magíster en Lingüística Aplicada por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Actualmente, realiza su doctorado en Educación en la Universidad Noruega de Ciencia y Tecnología (NTNU). Su proyecto investiga cómo la inteligencia artificial generativa y otras tecnologías digitales están transformando las prácticas de lectura de estudiantes de nivel secundario desde un enfoque sociomaterial crítico. En el pasado, ha trabajado como docente de escritura para profesionales del Derecho y ha desarrollado investigaciones sobre pedagogía de la escritura en la universidad con base en paradigmas socioculturales.
De cualquier forma, al presentar las conclusiones más adelante, nos enfocaremos en los aspectos de los resultados que son transferibles a todas las disciplinas e incluso al estudio de la literacidad en general.↩︎
Definimos como “recientes graduados” a quienes llevan un periodo menor a un año desde la fecha de egreso.↩︎
Todos los participantes firmaron un consentimiento informado antes de iniciar la investigación.↩︎
El proveído es un texto que manda la Justicia al abogado de una de las partes indicándole que debe realizar algo para que el proceso siga avanzando.↩︎