DOI https://doi.org/10.30972/nvt.2017563
Artículo
Esteban Lythgoe1, Orcid.org/0000-0002-0827-743X
1INEO-CONICET. Buenos Aires, Argentina
En el presente artículo nos proponemos incluir a La memoria, la historia, el olvido como parte del legado de la política pedagógica de Ricoeur, iniciada con sus artículos de la revista Esprit. Nuestro autor se autopercibía como docente y tiene varios artículos sobre la educación formal. Lo que caracteriza al planteo de la pedagogía política es que, siguiendo los pasos de Emmanuel Mounier, es sacar la educación de las aulas y llevarla a las calles. Nuestro artículo comenzará destacando el componente pedagógico La memoria, la historia, el olvido señalando el vínculo existente entre los análisis de la memorización y la educación. Seguidamente nos adentraremos en los abusos de la memoria natural y acentuaremos la labor cumplida por el historiador en el auxilio de los ciudadanos en el trabajo de duelo y memoria. El complemento de la responsabilidad del ciudadano, con todo, impondrá un límite a la labor del historiador, así como destacará la importancia de la educación formal para su constitución.
Palabras claves: Abusos de la memoria; ciudadano; responsabilidad; configuración; reconocimiento.
In the present article we propose to include Memory, History, Forgetting as part of the legacy of Ricoeur's pedagogical policy, initiated with his articles in the journal Esprit. Our author self-perceived himself as a teacher and has several articles on formal education. What characterizes the approach of political pedagogy is that, following in the footsteps of Emmanuel Mounier, it is to take education out of the classroom into the streets. Our article will begin by highlighting the pedagogical component Memory, history, forgetting, pointing out the link between the analysis of memorization and education. We will then go into the abuses of natural memory and emphasize the historian's role in assisting citizens in the work of mourning and memory. The complement of the responsibility of the citizen, however, will impose a limit to the work of the historian, as well as highlight the importance of formal education for its constitution.
Key words: Abuse of memory; citizen; responsibility; responsibility; configuration; recognition.
En varias oportunidades Paul Ricoeur ha destacado la relevancia de la docencia en su vida. Tanto es así, que en su opinión sus investigaciones filosóficas estuvieron siempre asociadas con la educación: “mi trabajo en la filosofía estuvo siempre vinculado con la enseñanza” (Ricoeur, 1998, p. 9). De hecho, es posible encontrar varios artículos suyos sobre pedagogía y políticas educativas a nivel universitario, como son el caso de “Hacer la universidad” o “Reforma y revolución en la universidad” (Ricoeur, 1991). Antes de continuar recordemos que para Ricoeur no es lo mismo el aprendizaje que la educación. El primero propone transmitir a los jóvenes diversas herramientas y comportamientos que no estén dentro de las capacidades genéticamente codificadas, para enfrentar potenciales situaciones novedosas. A fin de evitar atravesar ingenuamente este tipo de situaciones la humanidad ha creado distintas herramientas de registro y transmisión de experiencias previas que ha tenido la humanidad en tanto especie en escenarios similares (Ricoeur, 2004, p. 84). La educación, sea ésta formal o informal, por su parte, busca saltar la brecha de la vulnerabilidad a la autonomía. Para hacerlo, aspira al despliegue de las capacidades de sí, en tanto potencialidades, para convertirlas en “capabilidades” (poderes desarrollados), que nos afiancen como personas y ciudadanos (Pickett, 2023, p. 66). Como lo explica Moratalla, “la educación es, necesariamente, una educación para la ciudadanía, teniendo en cuenta que ‘ser ciudadano’ es sinónimo de ‘ser humano’; la finalidad de la educación no es otra que la formación del yo (Bildung) en un mundo complejo y problemático (y así prepararse para la confrontación, la discusión y la deliberación)” (Moratalla, 2015, p. 148).
En estos últimos años han aparecido varias investigaciones centradas en los aportes de Ricoeur a la educación formal (Hoveid & Hoveid, 2019; Correa, 2015; Prada Londoño & Prieto Galindo, 2023; Fonseca de Carvalho & Busto de Fazio, 2023; Fanizzi, 2023; Pickett, 2023, entre otros). En contra de esta tendencia, nuestra intención en el presente artículo será poner de manifiesto la existencia de un proyecto tardío suyo acerca de la educación informal de la ciudadanía. Consideramos que, más allá de la distancia temporal que separa textos como La memoria, la historia, el olvido de Historia y verdad, dicha propuesta también se encuentra inspirada en la propuesta de la “pedagogía política” de Emmanuel Mournier. Desde su juventud Ricoeur había escrito en Esprit, revista fundada por Mournier, que encarnaba este espíritu que posteriormente nuestro autor terminó adoptando como propio (Brennan, 2023, p. 4). Tal es así que en el prólogo a la primera edición de Historia y verdad nuestro autor reconoce que todos los artículos de esta obra se orientan a una pedagogía política (Ricoeur, 1990, p. 10). A comienzos de la década del treinta la universidad estaba completamente disociada de lo que sucedía en la sociedad. Desconocía la crisis que se estaba viviendo y tampoco le interesaba. Como contraparte, ella tampoco tenía influencia en la sociedad. En ese contexto es que Mournier propone el personalismo. Ricoeur describe a Mournier como un pedagogo de la informalidad, alejado de la tradicional concepción de que la infancia que debe ser conducida a la adultez y que la enseñanza queda restringida a los docentes, en tanto grupo social (Ricoeur, 1990, p. 121). Su obra se propuso sacar a la filosofía de las aulas, romper con la oposición marxiana “entre un pensamiento que se limita a considerar y contemplar y una praxis que transforma al mundo” (Ricoeur, 1990, p. 10) y, en su lugar, vincularla con los problemas vivos de su época (Ricoeur, 1990, p. 14). Lo que Mournier, y luego Ricoeur, buscaban a través de esta “pedagogía de la vida comunitaria,” era despertar a las personas, para conseguir, de este modo, una “revolución comunitaria”.
Casi cincuenta años más tarde, La memoria, la historia, el olvido fue elaborada en pleno “giro memorial”, iniciado a raíz de los reclamos por parte de diferentes colectivos acerca de los efectos que tuvieron las masacres que vivieron durante el siglo XX en la constitución de su identidad. Es a raíz de su preocupación por la escasa reflexión y enseñanza acerca de cuestiones jurídicas de aquel entonces (Ricoeur, 1998, p. 116), que Ricoeur cristalizó este proyecto pedagógico. En este sentido, el presente artículo se distinguirá de la tendencia en destacar los aspectos fenomenológicos, éticos y epistemológicos de esta obra. En una primera instancia, esbozaremos brevemente los problemas a los que se enfrenta la concepción tradicional de la memoria, y de qué manera Ricoeur buscó resolverlos redefiniéndola como una capacidad que incluye un componente epistémico y otro pragmático. Seguidamente abordaremos las implicaciones pedagógicas a nivel extrainstitucional de este planteo en lo referente a la educación del ciudadano. En ese contexto, reintroduciremos la figura del “educador político,” como concepto representativo de la labor que cumple el historiador de cara a la sociedad frente a los abusos de la memoria. Seguidamente, discutiremos hasta dónde el historiador puede cumplir ese rol y cuáles son sus límites.
Las caracterizaciones tradicionales de la memoria suelen definir a los recuerdos como representaciones de acontecimientos del pasado. Este tipo de posiciones suele estar inspirada en la imagen platónica de la tabla de cera. En este análogo, el recuerdo es caracterizado como una marca o imagen (eikon) en la cera causada por una impronta (typos) del cuño de un anillo. El recuerdo verdadero será aquel en el que la marca se ajuste al cuño del anillo que generó la impronta inicial. El paso del tiempo puede terminar modificando la marca original o incluso llegar a borrarla. Aristóteles, por su parte, elaboró una versión más sofisticada de este modelo inicial. En esta, se compara a la memoria con una pintura. La marca del pasado no se imprime de manera directa, sino que distingue la afección del acontecimiento en el alma respecto de la inscripción mnémica. En ambos modelos Ricoeur reconoce dos dificultades diferentes. En la metáfora platónica es la confusión entre el mantenimiento de la marca inicial con el paso del tiempo con la adecuación entre la marca y la impronta generada por la realidad (Ricoeur, 2004, p. 36). En el caso de Aristóteles es la imposibilidad de determinar la semejanza presumida entre el retrato y el modelo original, debido a la ausencia de un tertium comparationis, que permita llevar a cabo esta comparación (Ricoeur, 1999, p. 164).
A fin de salvar estas dificultades en el concepto de memoria, Ricoeur propone una definición narrativa de memoria, según la cual, “hablar de la memoria no es sólo invocar una facultad psicofisiológica que tiene algo que ver con la preservación y recolección de trazos del pasado; es destacar la función ‘narrativa’ a través de la cual la capacidad primaria de preservación y recolección es ejercida en el nivel público del lenguaje” (Ricoeur, 1995a, p. 6). Mientras el concepto representativo de la memoria discute qué recuerda esta facultad, la propuesta de Ricoeur apunta a establecer cómo lo hace. Su definición se inspira en la memoria-hábito, propuesta por Henri Bergson (Bergson, 2010), según la cual recordar no es representar nuestro pasado, sino performarlo. De este modo, la memoria termina siendo concebida como una capacidad más del ser humano, como lo es también poder hablar o narrarse: “A mi modo de ver, lo que importa es abordar la descripción de los fenómenos mnemónicos desde el punto de vista de las capacidades de las que ellos constituyen la efectuación ‘feliz’” (Ricoeur, 2004, p. 40).
Como se desprende de esta definición nos encontramos que la memoria supone varios componentes. En primer lugar, nos encontramos con un “recuerdo puro,” que es el acontecimiento sido que permanece latente y en formato virtual. Aquí Ricoeur hace referencia a registros mnémicos, que nos sirven como enlaces vivos para la rememoración, y, siguiendo en este punto a Casey, considera que estos indicadores no se restringen a nuestra interioridad, sino que se deben incorporar otros puntos de apoyo mnémicos, como pueden ser las fotos, las tarjetas postales, etc. (Ricoeur, 2004, p. 60). A pesar de las similitudes de estos soportes pasivos con la metáfora platónica criticada, Ricoeur evita su identificación desplazando la pregunta acerca de dónde se almacenan los recuerdos por la de cómo es posible el reconocimiento (Bergson, 2010, p. 153 y Ricoeur, 2004, p. 556).
Ricoeur se apoya en la metáfora bergsoniana del desplazamiento de la profundidad a la superficie o de las tinieblas a la luz, para caracterizar el siguiente momento de esta capacidad. Para que el recuerdo puro venga “hacia la luz” es preciso “configurarlo en imágenes” (Ricoeur, 2004, p. 76) y la facultad que lleva a cabo la materialización o efectivización del recuerdo es la imaginación. En la medida en que esta actualización del recuerdo proviene de una capacidad no mnémica, la memoria requiere de una tercera instancia que garantice la fidelidad de lo recordado, y ésta es el reconocimiento. La síntesis del reconocimiento consiste en la fusión exitosa de estos dos momentos que dan la sensación de “ya visto” (Ricoeur, 2004, p. 75).
El segundo aporte de la redefinición de la memoria de Ricoeur es su capacidad de ser predicado tanto para los individuos como para los colectivos. De este modo, continúa la senda emprendida por la historia y la sociología de tener a la memoria colectiva como objeto de estudio, pero, a diferencia de estas disciplinas, pretende darle un fundamento fenomenológico, sin que ello implique quedar atado en el idealismo subjetivista de Husserl. La expresión “memoria colectiva” ha venido siendo extensamente utilizada en las últimas décadas, y salvo destacables excepciones, como las de Maurice Halbwachs (Halbwachs, 2004) y Pierre Nora (Nora, 1992), cada vez que se ha recurrido a ella se lo ha hecho sin definición explícita alguna. El problema más importante derivado de este uso acrítico fue confundir e identificar la certeza individual del recuerdo con la verdad de lo acontecido, y generalizar dicha identificación directamente a la memoria colectiva.
En el caso de Ricoeur es posible predicar la memoria a un sujeto colectivo, en primer lugar, por la disociación del “recuerdo puro” de la huella mnémica arriba mencionada. Por su parte, el concepto de Strawson de atribución múltiple (Strawson, 2003, pp. 108-110) le proporciona a esta predicación un marco de inteligibilidad. Cuando Ricoeur aplica este concepto a la memoria, observa, por una parte, que le damos el mismo sentido a una afirmación acerca de mi memoria o de la de un colectivo. Sin embargo, son indudables las diferencias epistémicas que existen entre ambas afirmaciones: yo estoy seguro de mis recuerdos privados, en tanto los recuerdos de terceros son solo conjeturales (Ricoeur, 2004, p. 166).
Esta caracterización de la memoria como una capacidad, tanto individual como colectiva, fundada en la síntesis del reconocimiento de un recuerdo conduce a ciertas consecuencias disruptivas respecto del concepto tradicional de memoria. Ricoeur observa que no es lo mismo la relación que tiene la memoria con el pasado que el que tiene la historia: la primera es una capacidad que performa el pasado en el presente, sigue atada a él y lo recordado forma parte del acontecimiento pasado, en tanto que la historia configura representaciones proposicionales acerca del pasado. Nuestro autor recurre a la distinción entre hecho y acontecimiento histórico, para manifestar esta diferencia. El acontecimiento histórico es el referente último del discurso histórico, aquello que tiene un vínculo de continuidad con el presente. El hecho histórico, en cambio, es su reconstrucción proposicional, lo que supone una ruptura y distanciamiento de aquello acerca de lo que se refiere. Como lo explica Ricoeur, “el hecho en cuanto ‘la cosa dicha’, el qué del discurso histórico, del acontecimiento en cuanto ‘la cosa de la que se habla’, el ‘a propósito de qué’ es el discurso histórico” (Ricoeur, 2004, p. 234). Consiguientemente, la memoria recuerda los acontecimientos del pasado, en tanto la historia configura los hechos.
En la medida en que la memoria sigue atada al acontecimiento pasado, no puede aspirar a la verdad, en tanto adecuación con una percepción pasada, tal como lo propone la tradición filosófica iniciada en Platón. La fragilidad propia de la síntesis, junto con disolución de la presunta garantía de la certeza de que lo recordado sucedió de la manera en que lo se lo recuerda, da lugar la sospecha constante de que la memoria nos pueda fallar, nos falte o incluso nos “engañe” (Amalric, 2011, p. 16). Esta desconfianza lleva a que Ricoeur concluya que el tipo de creencia que se tiene con la memoria no es la típica creencia epistémica propia de todo conocimiento, sino que es la creencia que denominó en la introducción de Sí mismo como otro “atestación”.2 El ideal al que la memoria puede aspirar, por lo tanto, no es la certeza que en su momento buscaba Descartes. Por el contrario, puede aspirar a la fidelidad, en tanto sensación de continuidad del recuerdo con la experiencia inicial que le dio origen: “Entonces sentimos y sabemos que algo sucedió, que algo tuvo lugar, que nos implicó como agentes, como pacientes, como testigos. Llamemos fidelidad a esta exigencia de verdad” (Ricoeur, 2004, p. 79). Al sostener que la memoria aspira a la fidelidad en lugar de a la verdad permite que esta capacidad supere el escollo de la asimetría que se desprendía como consecuencia de la atribución múltiple, porque, en definitiva, a todos nos creemos en la fidelidad del testimonio de los recuerdos independientemente de que el sujeto de estos recuerdos sea yo o un colectivo.
Presentar a la memoria como una capacidad cognitiva supone que ésta debe ser abordada desde dos enfoques diferentes: desde la perspectiva epistémica del reconocimiento de un recuerdo y desde la dimensión práctica propia del esfuerzo y del trabajo del registro y la búsqueda del recuerdo (Ricoeur, 2004, p. 81). Ricoeur aborda a la totalidad del capítulo dedicado al enfoque pragmático de la memoria desde la perspectiva de lo que denomina la “pedagogía de la memoria”, es decir, “la acción de enmarcar la cultura de la memoria mediante un proyecto educativo” (Ricoeur, 2004, p. 94). La primera parte de este capítulo está dedicada al abuso de la memoria artificial. En ella, nuestro autor observa que la memorización estuvo desde sus inicios asociada con la educación, y ofrece algunas consideraciones acerca de cómo se fue desarrollando este vínculo en el transcurso del tiempo. Lo más destacable de esta recapitulación es la relevancia política observada en los contenidos utilizados para memorizar, así como el a primera vista paradójico hecho de que la memoria se encuentre más ligada con el presente que con el pasado. En efecto, aún en los niveles más primordiales de aprendizaje, tendientes a adquirir y fijar comportamientos no programados genéticamente, se transmiten pautas de vínculos sociopolíticos, sobre todo la establecida entre maestro y discípulo, que es “la única relación de exterioridad que no implica ni pacto de servidumbre ni pacto de dominación” (Ricoeur, 2008a, p. 81). En estos procesos, la primacía del maestro se manifiesta en su manejo del aprendizaje condicionando a la memoria a través de un sistema de premios y castigos. En la educación clásica de la paideia, la enseñanza política no quedaba restringida a este proceso de reconocimiento y legitimación de la autoridad. Este modelo pedagógico incluía la memorización y recitación de diversos textos, y en estos ejercicios los maestros incluían textos prestigios o fundacionales, cuyo impacto en los discípulos excediera lo meramente mnémico (Ricoeur, 2004, p. 85). La escolástica, por su parte, le dio un giro moral al ars memoriae. En una época sin imprenta, la memoria se convirtió en el depósito de todos los saberes inculcados. Para Santo Tomás, la memoria formaba parte de la prudencia, que era una de las virtudes principales, junto con el valor, la justicia y la templanza. Para Ricoeur, incluso es posible encontrar implicaciones político-morales en las memorizaciones sin consecuencias educativas directas, como lo es la ejercitación y ejecución de una pieza de teatro, danza o música. En estos casos, “la obediencia a las órdenes de la obra les inspira la humildad capaz de temperar el legítimo orgullo de la proeza realizada” (Ricoeur, 2004, p. 87).
Ricoeur se lamenta la casi total disolución de esta disciplina de la mnemotécnica. En su opinión, ella no fue debida al auge del ingenio de la ciencia moderna, sino a la desmesura de Giordano Bruno que, por ignorar las limitaciones que imponen los registros mnémicos del pasado y el olvido, la terminó desnaturalizando. Un ejemplo de esta crisis la encontramos en el Emilio, donde Rousseau rechazaba enfáticamente cualquier tipo de aprendizaje de memoria (Ricoeur, 2004, p. 94). En contraposición a esta tendencia, Ricoeur nos propone un uso más moderado de la memorización, que dé cabida al olvido, e indica que deberían ser las instituciones educativas las que fomentaran el uso de esta capacidad.
En la breve historia del uso de la memoria en la educación formal Ricoeur se detuvo especialmente en el contenido memorizado y el potencial uso que se podía hacer de él. Cuando aborda la educación informal, en cambio, enfatiza el componente imaginativo configurador de la memoria. Aunque sea esperable este punto, teniendo en cuenta la importancia de “la acción narrativa para construir verdaderos relatos orientados a una intención y acción ética, y finalmente a la justicia social” (Correa, 2017, p. 89), llama la atención el modo en que se lleva a cabo este recorte. En efecto, a la explicitación exhaustivamente elaborada en Tiempo y narración acerca de las operaciones y competencias socio-cognitivas y ético-antropológico requeridas en toda narración, Ricoeur le incorpora en La memoria, la historia, el olvido la importancia pedagógico-política de los valores para la identidad colectiva y tomar una posición ética respecto de los acontecimientos pasados. En coincidencia con Mark Osiel (1999), el filósofo francés destaca la importancia educativa que han tenido los distintos procesos judiciales del siglo XX contra los responsables de diversos crímenes de estado, como los jerarcas japoneses y nacional-socialistas, tras la Segunda Guerra Mundial, o los generales argentinos a cargo del autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” en la Argentina entre los años 1976-1982. Ricoeur recalca sobre todo la relevancia dada por Osiel al papel pedagógico del disenso civil en la opinión pública, en completa oposición con la preferencia de Durkheim por las condenas unánimes sobre crímenes ordinarios como vía para reforzar el consenso social (Ricoeur, 2004, p. 422). Según Ricoeur, estos juicios “educaron a la opinión pública” al enfrentar distintas narrativas acerca de un mismo acontecimiento traumático y ponerlos frente a la tentativa de los jueces de escribir una historia oficial justa a través de una sentencia (Ricoeur, 2004, p. 423).
En el año 1965, inspirado por la “política pedagógica” de Mournier, Ricoeur publica en Esprit su artículo “Tareas del educador político.” En una Francia políticamente convulsionada e influida por el pensamiento de Marx, Ricoeur aspiraba a que el hombre se determinara colectivamente a sí mismo como un sujeto activo de su destino (Ricoeur, 2012, p. 25). Con este objetivo en mente, Ricoeur convoca a los que denominaba “educadores políticos,” es decir, todos aquellos intelectuales que, no siendo militantes partidarios, se sentían, desde los ámbitos en los que se encontraban, responsables de la transformación y evolución de sus respectivos países a través del acto de la palabra (Ricoeur, 2012, p. 25). El educador político debía intervenir en todos los niveles de la sociedad, que Ricoeur los identifica con el industrial, el institucional y el de los valores. Su labor no se debía restringir ni a transmitir valores ni a protestar contra las injusticias y la desigualdad, sino que también debía preparar a los hombres para la responsabilidad de dicha decisión colectiva, y, para ello, las utopías cumplían un rol fundamental.3 Casi cuarenta años más tarde el escenario político de Europa había cambiado drásticamente. La convulsión política cedió su lugar al proyecto de la creación de la Comunidad Europea, que a su vez tenía como horizonte de fondo el pasado traumático del Holocausto a flor de piel, debido a la reivindicación de la voz de sus sobrevivientes, en lo que se dio por llamar “la Era del Testimonio” (Wieviorka, 2006). Si bien no encontraremos en estos textos tardíos la expresión “educador político,” observamos que el historiador cumple varias de las funciones que Ricoeur le había asignado originalmente.
Hemos señalado anteriormente que Ricoeur define a la memoria a partir de su cumplimiento, es decir, la síntesis de reconocimiento, a la que denomina “memoria feliz". Existen tres situaciones en las que la memoria natural no logra su cumplimiento, es decir, no constituirse en una memoria feliz: la memoria impedida, la memoria manipulada y, en ciertas situaciones, el deber de memoria. A continuación, describiremos brevemente de qué manera son caracterizados cada uno de estos abusos mnémicos y de qué manera un ciudadano políticamente educado puede contribuir a su superación.
La memoria impedida es aquella que no puede recordar debido a los traumas del pasado y, en su lugar, tiene una compulsión a la repetición de lo acontecido. Resulta interesante que Ricoeur no recurra a ningún colectivo para ejemplificar dicho padecimiento. Sin embargo, si nos remitimos a otros momentos de su obra podríamos identificar a aquellas víctimas de los distintos genocidios del siglo XX, como el Holocausto, el Apartheid o los desaparecidos del Proceso de Reorganización Nacional en la Argentina. En lugar de determinar qué tipo de patologías mnémicas podrían afectar a los colectivos, Ricoeur se detiene en la metapsicología freudiana y evalúa en qué medida resulta pertinente trasladar la aplicación de dichas categorías directamente del individuo al colectivo. El problema de la memoria impedida sería su incapacidad de llevar a cabo configuración simbólica alguna de lo vivido, lo que lleva a quien lo padece a repetir los acontecimientos traumáticos y olvidarlos. A partir del vínculo establecido entre lo simbólico y el tiempo en el análisis de Tiempo y narración I acerca la prefiguración, o mímesis I,4 Ricoeur contaba con los elementos necesarios para explicar por qué la falta de mediación simbólica tenía estos efectos temporales. Más allá de ello, nuestro autor aborda la correlación existente entre las psicopatologías, la dimensión simbólica y el tiempo en su artículo de 1988, “La narración: su lugar en el psicoanálisis.” En términos generales, las patologías psíquicas son caracterizadas como una descomposición de la función simbólica, producto de la denarrativización del deseo.5 Sus síntomas son fragmentos de narraciones no coordinables en un relato coherente. En la medida en que la narración configura el tiempo, la descomposición simbólica sustrae al ser humano del tiempo. En efecto, “la comprensión que tenemos de nosotros mismos es una comprensión narrativa, es decir, que no podemos aprehendernos a nosotros mismos fuera del tiempo y, por lo tanto, fuera de la narración…” (Ricoeur, 2008b, p. 277 – la cursiva es nuestra). De este modo, la compulsión a la repetición rompe “los hilos del presente con el pasado”, conduciendo al olvido, aun cuando persistan las huellas mnémicas. En estos casos, el recuerdo es indisponible porque está sustraído del tiempo, porque el tiempo no se ha vuelto humano, esto quiere decir, según el artículo de 1988 que no se encuentra “simbolizado.”
La perlaboración es el proceso que rompe con esta constante repetición, y permite superar el trauma. Ricoeur le asigna un rol central a la labor del historiador en el proceso de perlaboración social, a quien, siguiendo a Michel de Certeau, compara con el psicoanalista a nivel individual. Si a nivel individual, el analista sustituye “…los fragmentos de historias, a la vez, ininteligibles e insoportables, por una historia coherente y aceptable, en la que el analizador pueda reconocer su ipseidad” (Ricoeur, 1996b, p. 999); a nivel colectivo, el historiador “…procede de la serie de correcciones que cada nuevo historiador aporta a las descripciones y a las explicaciones de sus predecesores, y, progresivamente, a las leyendas que han precedido este trabajo propiamente historiográfico” (Ricoeur 1996b, p. 999). Según de Certeau, la escritura historiográfica puede “simbolizar” el pasado y articular los distintos tiempos que habían quedado desarticulados (De Certeau, 2006, p. 116-7). En términos generales, lo que sostiene es que el texto histórico es una suerte de asiento escritural de los muertos, que se constituye en una sepultura-gesto a falta de un lugar para sepultar los muertos y hacer el duelo correspondiente. Gracias a este duelo escritural lo vivido es resimbolizado y el presente se convierte en un lugar que debe llenarse con un ‘deber’ que es preciso cumplir.
Consideramos interesante detenernos aquí en el problema de la responsabilidad del ciudadano, y los límites que supone a la labor del historiador. En este sentido, resulta relevante retrotraernos al artículo “Autonomía y vulnerabilidad” de 1995 donde, siguiendo a Kant, destaca la paradójica situación de la autonomía. Por una parte, el ser humano es por hipótesis autónomo, pero, por la otra, dado que es un ser vulnerable, la autonomía es algo que aspira llegar a ser (Ricoeur, 2008a, p. 70). Como bien observa Pickett, a diferencia del texto kantiano sobre pedagogía (Kant, 2012), la revisión de Ricoeur pone especial énfasis en la vulnerabilidad humana (Pickett, 2023, p. 66), tanto las infringidas por el curso de la vida como por sus semejantes. Esta vulnerabilidad establece una disimetría entre los seres humanos que termina por corromper las interrelaciones (Ricoeur, 2004, p. 74). Para Ricoeur, las incapacidades que afligen a nuestro poder obrar conciernen a la educación, y las que afectan a la identidad narrativa conciernen a la relación crítica entre la memoria y la historia (Ricoeur, 2004, p. 86). La memoria impedida afecta a nuestra identidad narrativa, y el historiador cumple un rol fundamental en el proceso de resimbolización del pasado. Sin embargo, los ciudadanos son los responsables de superar su vulnerabilidad. En efecto, el proceso de duelo “…supone que trastornos en cuestión no son sólo sufridos, sino que también somos responsables de ellos, como lo atestiguan los consejos terapéuticos que acompañan la per-laboración.” (Ricoeur, 2004, p. 109). Ahora bien, como acabamos de señalar, solo un ciudadano políticamente educado es capaz de asumir la responsabilidad de perlaborar su pasado traumático.
El segundo de los denominados “abusos de la memoria” es la manipulación por medio de la ideología.6 La manipulación ideológica es una respuesta a los problemas de identidad, tanto personal como colectiva, debidos al paso del tiempo, el contacto con el otro o la violencia fundadora. Como se desprende de sus lecciones sobre Ideología y utopía (1986), Ricoeur no demoniza toda ideología y utopía por sí mismas, sino que depende del uso que se les dé. Ambas poseen funciones que le son propias. La ideología es integradora de la sociedad, en tanto que la utopía es proyectiva y desenmascaradora. En lo que refiere específicamente a la primera, Ricoeur distingue tres niveles: el más profundo consiste en la mediación simbólica entre las motivaciones de la acción humana y sus estructuras genéticas de comportamiento;7 el segundo es la legitimación del poder; por último, se encuentra el sistema de integración basado en la imagen o representación que tenemos de nosotros. Por último, el tercer nivel es el de la legitimación del poder, la contracara abusiva del estado racional, observada por Weil. En este nivel la ideología se patologiza y se produce el abuso. Según explica,
la ideología, en definitiva, gira en torno al poder. […] La ideología, se puede suponer, tiene lugar precisamente en el resquicio entre el requerimiento de legitimidad que emana de un sistema de autoridad y nuestra respuesta en términos de creencia. La ideología añadiría una especie de plusvalía a nuestra creencia espontánea, gracias a lo cual ésta podría cumplir con los requerimientos de la autoridad. (Ricoeur, 2004, p. 113)
El poder recurre a terceras figuras, entre las que se encontrarían, podemos presumir, algunos historiadores, para reforzar su legitimidad. “La dominación, como hemos visto, no se limita a la coacción física. Hasta el tirano necesita un teórico, un sofista, para proporcionar un intermediario a su empresa de seducción y de intimidación” (Ricoeur, 2004, p. 115). Ricoeur no considera que el proceso de manipulación descanse en la adulteración de la base documental sino en su configuración narrativa. Quien pretende manipular la memoria para legitimar su poder, busca configurar una “historia oficial” que modele tanto la estructura de la acción como la identidad de los protagonistas y pueda ser enseñada a todos los gobernados. En su análisis de la manipulación del olvido, contrafigura de la memoria manipulada, Ricoeur nos explica que
fue posible la ideologización de la memoria gracias a los recursos de variación que ofrece el trabajo de configuración narrativa. Las estrategias del olvido se injertan directamente en ese trabajo de configuración: siempre se puede narrar de otro modo suprimiendo, desplazando los momentos de énfasis, refigurando de modo diferente a los protagonistas de la acción al mismo tiempo que los contornos de la misma. (Ricoeur, 2004, p. 572)
El énfasis que nuestro autor pone al abuso de los poderosos por sobre los demás actores sociales, nos podría generar la impresión de que los gobernados son incapaces de defenderse y sus identidades, individuales y colectivas, terminan siendo afectadas. Aquí también uno podría suponer que es el historiador quien, recurriendo a herramientas de la crítica a las ideologías y al psicoanálisis, es el responsable de disolver la distorsión producida por la ideología instaurada para legitimar el poder.8 Sin embargo, aquí también Ricoeur considera que el ciudadano es co-responsable de esta manipulación. En su opinión, la instrumentalización mnémica por parte del poder es complementada por una aceptación activa por parte de quienes son manipulados. Para que nos identifiquemos con una narrativa realizada por un retórico del poder, ésta debe ser haber sido previamente reconocida y asumida como propia. Este reconocimiento es complementado por el semiactivo desinterés de los ciudadanos por indagar acerca del pasado. Ricoeur describe esta complicidad de los ciudadanos con las siguientes palabras:
Pero este desposeimiento va acompañado de una complicidad secreta, que hace del olvido un comportamiento semipasivo y semiactivo, como sucede en el olvido de elusión, expresión de mala fe, y su estrategia de evasión y esquivez motivada por la oscura voluntad de no informarse, de no investigar sobre el mal cometido por el entorno del ciudadano, en una palabra, por un querer-no-saber. (Ricoeur, 2004, p. 572)
El rol de la educación formal resulta fundamental para prevenirse contra este tipo de manipulación, y lo es en dos sentidos: a nivel del contenido del pasado, y respecto a las estrategias de visualización y configuración narrativa. Con respecto al contenido de la historia, Ricoeur reconoce que no cualquiera lee historia, sino quienes están educados. Así reconoce que “el libro de historia tiene sus lectores, potencialmente cualquiera que sepa leer; de hecho, el público ilustrado” (Ricoeur, 2004, p. 307). En cuanto al componente representativo, solo un lector educado es capaz de conocer las estrategias narrativas y de visibilización utilizadas por los historiadores: “el historiador no es ajeno a estas estrategias de cierre de relato que sólo adquieren sentido, para el lector iniciado, gracias al juego experto de frustración con sus expectativas acostumbradas” (Ricoeur, 2004, p. 345). Ahora bien, el historiador no puede ayudar al ciudadano a decidir si inclinarse por la historia o mantenerse aferrado a su memoria. La educación del ciudadano es la que le aportará los elementos para decidir. Como explica Ricoeur
la rivalidad entre la memoria y la historia, entre la fidelidad de la primera y la verdad de la segunda, no puede dilucidarse en el plano epistemológico. […] El debate debe llevarse a otro escenario, el del lector de historia que es también el del ciudadano sagaz. Corresponde al destinatario del texto histórico hacer, en él mismo y en el plano de la discusión pública, el balance entre la historia y la memoria. (Ricoeur, 2004, p. 638)
La tercera de las desnaturalizaciones mnémicas, el “deber de memoria,” no necesariamente constituye un abuso. Para explicarlo, Ricoeur parte la distinción de Todorov entre memoria literal y memoria ejemplar. La primera es una memoria atada al pasado; la segunda, en cambio, neutraliza, controla y marginaliza el dolor causado por el recuerdo. Luego, explica el lingüista búlgaro, “…abro ese recuerdo a la analogía y a la generalización, construyo un exemplum y extraigo una lección. El pasado se convierte por tanto en principio de acción para el presente” (Todorov, 2000, p. 31). Todorov identifica a este segundo tipo de memoria con la justicia, porque “la justicia nace ciertamente de la generalización de la acusación particular, y es por ello que se encarna en la ley impersonal…” (2000, p. 32). De manera análoga, Ricoeur considera que la capacidad de este tipo de memoria de extraer de los recuerdos traumatizantes su valor ejemplar hace que sea el articulador a nivel moral entre el pasado y el futuro y el punto de reunión de la dimensión veritativa y la pragmática de la memoria. De este modo, la justicia en tanto deber de memoria, nos liga a otros distintos de nosotros con los que estamos en deuda y en el que son prioritarias las víctimas.
A diferencia de las primeras dos figuras de abuso de la memoria, el deber de memoria excede a la problemática de la responsabilidad ciudadana en la medida en que, a diferencia del trabajo de memoria y el trabajo de duelo, el deber es externo al deseo e impone a la subjetividad una obligación (Ricoeur, 2004, p. 119). En lo que respecta a la memoria impedida y la memoria manipulada observamos que el historiador puede proporcionar herramientas para trabajar sobre ellas, pero ninguno de los trabajos comienza, si no es a partir de la responsabilidad del ciudadano. Las referencias aquí recogidas, sin embargo, nos llevan a concluir que la educación para la responsabilidad no se puede realizar de manera informal. Esta tarea, por el contrario, exige la labor formal de un maestro, para hacerse cargo de la “pedagogía de la responsabilidad” (Ricoeur, 2008a, p. 74), lo que nos retrotrae a las consideraciones ya esbozadas acerca de la memoria y la pedagogía en La memoria, la historia, el olvido.
El rol del estado y las organizaciones sociales en la educación ciudadana:
A lo largo de estas páginas hemos intentado establecer que La memoria, la historia, el olvido es el legado de la política pedagógica de Ricoeur. Con respecto a la problemática específicamente pedagógica, en la primera parte de nuestro recorrido pusimos de manifiesto el vínculo histórico entre la memoria y el aprendizaje formal, establecido a partir de la caracterización de la memoria como fijación de experiencias. También señalamos de qué manera Giordano Bruno llevó a la mnemotécnica hasta tal extremo que acabó por desnaturalizar el uso pedagógico de esta capacidad. Aunque Ricoeur reconocía la importancia de la memorización, consideraba que la memoria era un proceso más complejo. La huella mnémica era complementada con una contraparte activamente configurada, y la memoria feliz era aquella en la que se lograba una síntesis del reconocimiento exitosa entre ambos componentes. Recogimos, por lo tanto, aquellos pasajes acerca de las cuestiones pedagógicas asociadas a este componente narrativo.
A esta altura del trabajo resulta necesario que nos volvamos hacia la objeción que César Correa le realiza a Ricoeur de no haberse detenido a establecer las condiciones pedagógicas que favorecen a su desarrollo (Correa, 2017, p. 89). En lo referente a las obras que nos incumben, somos de la opinión de que se puede hacer una suerte de defensa, a medias, de Ricoeur, señalando que, sobre todo en La memoria, la historia, el olvido nos encontramos con una propuesta pedagógica similar a la que hace Aristóteles en su Ética a Nicómaco. Recordemos que al comienzo de esta obra el estarigita señala que no todos los jóvenes son aptos para ser alumnos de política, ya que su estudio requiere cierta madurez en carácter. Para ello es preciso haber tenido experiencias de vida que hayan permitido forjarlo, pues la política se apoya sobre el carácter (Aristóteles, 2001, 1095a). Las múltiples referencias que hemos recogido de la obra de Ricoeur acerca de la educación parecen sobreentender que los ciudadanos y la opinión pública tienen un basamento educativo formal previo, identificada aquí con la “pedagogía de la responsabilidad.” Esto es lo que sostiene Moratalla cuando afirma que el objetivo de la educación es la responsabilidad (Moratalla, 2015, p. 152).
En la segunda parte, identificamos tres posibles abusos de la memoria que afectan a la sociedad, los denominados “memoria impedida”, “memoria manipulada” y “deber de memoria.” Tras hacer una caracterización de cada uno de ellos, hemos puesto de manifiesto la importancia que tiene la historia, en tanto disciplina, así como el historiador en aportar los elementos necesarios para encaminar los trabajos de duelo y memoria. Ricoeur reconoce la importancia que tiene la historia en todo este proceso. Al historiador no solo le corresponde “extender la memoria colectiva más allá de cualquier recuerdo efectivo, sino también el de corregir, criticar e incluso desmentir la memoria de una comunidad cuando se repliega y se encierra en sus sufrimientos propios…” (Ricoeur, 2004, p. 640). Sin embargo, la responsabilidad del vínculo práctico con el pasado no recae en el historiador, como tampoco lo hace en la figura del político o la del juez, sino en el ciudadano. Es en él, y en ninguna de las otras figuras aquí recogidas, que descansa el sentido de la historia. Al historiador también se le exige una toma de posición frente a distintos acontecimientos del pasado: “partimos a la búsqueda del tercero imparcial pero no infalible, y terminamos sumando a la pareja del juez y del historiador un tercer miembro: el ciudadano. […] Por todos conceptos, continúa siendo el árbitro último. Es él el portador militante de los valores ‘liberales’ de la democracia constitucional” (Ricoeur, 2004, p. 433). Él debe ser un “oyente educado” capaz de comprender los testimonios de las víctimas de experiencias límites (Ricoeur, 2004, p. 229) y de distinguir las tramas aceptables de las que no lo son (Ricoeur, 2004, p. 336), sin que ello lo conduzca a caer, abusivamente, a convertirse en portavoz de las víctimas o caer en la obsesión conmemorativa (Ricoeur, 2004, p. 121). En última instancia, y haciendo a un lado las responsabilidades criminales que le cupiere, el ciudadano es también quien debe asumir la culpabilidad política de haber pertenecido al cuerpo político responsable de los crímenes injustificables, y en última instancia, pedir perdón por la responsabilidad que le cabe sobre dichos acontecimientos. Justamente por este motivo es que la pedagogía política tiene una relevancia capital, pues “corresponde a la opinión ilustrada de siempre llevar el examen de conciencia desde el gran escenario al pequeño escenario desde donde se lo alimentó” (Ricoeur, 2004, p. 607).
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Este artículo se elaboró en el marco del PIP 2023-25 11220220100141CO “De la identidad al reconocimiento en el Ricoeur tardío.” El mismo es una profundización del capítulo del libro “Ciudadanía y Educación para una Memoria Feliz según Paul Ricoeur” en C. Correas Árias (ed). (2021), Responsabilidad social, ética e inclusión en los procesos de formación. Barcelona: Octaedro. (pp. 115-126)↩︎
En Sí mismo como otro, Ricoeur describe a la atestación como un tipo de creencia no dóxica, inscripta en la gramática del ‘creo en’, en contraposición al ‘creo que’, propia del conocimiento. Al carecer de algún tipo de criterio de verificación, la garantía de lo dicho descansa en otros componentes que su contraparte dóxica, como la fiabilidad de quien enuncia el enunciado, un crédito que se encuentra constantemente amenazado por la sospecha (cf. Ricoeur, 1996a, pp. XXXIV-V)↩︎
Señalemos que la presencia de la figura del educador político no se restringe a este texto. También encontramos algunas referencias a él en el tratamiento que hace de Saint-Simon en Ricoeur, 1986, pp. 297-8. En su artículo “La filosofía política de Eric Weil” (Ricoeur, 2012) Ricoeur no habla del “educador político”, pero sí se refiere a la figura del educador. La caracterización que hace Weil del Estado concluye presentándolo como el que cumple la función de la educación del género humano para la libertad racional. La contraparte de este estado racional y educador es su abuso del poder. Frente a esta potencial arbitrariedad es que ubica al individuo por sobre el estado. El educador se incorpora, pues, como una figura que se encuentra “en el punto de sutura entre la moral y la política” (Ricoeur, 2012, p. 134).↩︎
Cf. Ricoeur, 1995b, p. 116: “Finalmente, estas articulaciones simbólicas de la acción son portadoras de caracteres temporales de donde proceden más directamente la propia capacidad de la acción para ser contada y quizá la necesidad de hacerlo.”↩︎
En este punto es clara la correlación entre lo simbólico y la narración señalada más arriba. Cf. Ricoeur 2008b, p. 285: “Dans la constitution de la maladie, parce que ce que nous avons appelé «désymbolisation» est aussi une «dénarrativisation», c'est-à-dire que le patient n'est pas capable de constituer un récit intelligible et acceptable de sa propre vie.”↩︎
Para un mayor desarrollo sobre la memoria impedida y su diferencia con la memoria manipulada ver Lythgoe, 2018.↩︎
Esto significa que el ser humano, en tanto ser simbólico, es constitutivamente ideológico y que, por lo tanto, resulta imposible que la ideología sea suprimida. Cf. Ricoeur, 1986, p. 314: “…la ideología es un fenómeno insuperable de la existencia social, en la medida en que la realidad social posee desde siempre una constitución simbólica y comporta una interpretación, en las imágenes y representaciones, del vínculo social mismo.”↩︎
En la sección “El olvido y la memoria manipulada” (Ricoeur, 2004, pp. 571-577) hay una extensa referencia a la obra Síndrome de Vichy de Henry Rousso (Rousso, 1987). En ella su autor recurre a categorías psicoanalíticas para abordar los comportamientos públicos y privados que se fueron dando entre 1940 hasta la actualidad con respecto a la Francia de Vichy.↩︎