DOI https://doi.org/10.30972/nvt.2017565
Artículo
César Correa-Arias1. https://orcid.org/0000-0003-3085-2725
1Universidad de Guadalajara. Guadalajara, México. cesar.correa@cucea.udg.mx
Este artículo presenta un itinerario temático, analizando en primera instancia, las características y naturaleza del injerto de la hermenéutica en la fenomenología en el pensamiento del filósofo francés, Paul Ricoeur. Se trata de un entrelazamiento de una hermenéutica subjetiva con una fenomenología del sí. Posteriormente, el análisis se desplaza del injerto mencionado a la construcción de una interpretación del mundo de la vida y de la realidad social, hacia una epistemología plural, que requiere de un vaciamiento del sí hacia otro. Este último que se presenta como extraño y extranjero en la interacción social. Tal desplazamiento requiere de la orientación de una visée éthique (Ricoeur, 1990a), capaz de comprometer a los sujetos con la construcción narrativa de sus existencias, emerger una identidad narrativa y responder por las acciones del sujeto constructor de su historia. Pero, además, la finalidad ética deberá conducir a los sujetos involucrados, a habitar un pluralismo ético, que mediante la dialogicidad pueda hacer aparecer a los sujetos sociales como agentes dotados de derechos, inquietudes (preocupaciones) y de deberes en la interacción social.
Acto seguido, se presenta, de manera general, la evolución de las epistemologías dividiéndolas en sociedades terrestres y epistemologías cardinales; sociedades líquidas o epistemologías de deconstrucción; las sociedades evanescentes o epistemologías de pérdida y de innovación social. Las sociedades evanescentes se caracterizan por el sentido de pérdida tanto de la identidad, del acceso a los derechos universales que los llevan a la exclusión, la vulnerabilidad y a las patologías sociales. E igualmente, a la emergencia de nuevas identidades, innovadoras maneras de presencialidad en la esfera de lo ético-político y lo socio-cultural.
Antes de las conclusiones que cierran este trabajo, se afirma la necesidad, de una hospitalidad epistémica y de una ética de la hospitalidad, que permita el surgimiento de pedagogías hospitalarias; favoreciendo tanto el ejercicio de la hermenéutica del sí y la fenomenología del sí, como también la aspiración de los sujetos a una vida digna, contando con el reconocimiento social mutuo y desarrollando la existencia en instituciones justas y democráticas.
Palabras claves: Hermenéutica fenomenológica, finalidad ética, epistemologías, hospitalidad epistémica, pedagogías hospitalarias.
This article presents a thematic itinerary, analyzing, in the first instance, the characteristics and nature of the graft of hermeneutics on phenomenology in the thought of the French philosopher Paul Ricoeur. It is an interweaving of subjective hermeneutics with a phenomenology of the self. Subsequently, as mentioned above, the analysis moves from the graft to constructing an interpretation of the world of life and social reality towards a plural epistemology, which requires emptying the self into another. The Other appears as strange and foreign in social interaction. Such displacement requires the orientation of a visée éthique (Ricoeur, 1990a), capable of engaging subjects with the narrative construction of their existences, creating a narrative identity and responding to the actions of the subject who constructs his or her story.
In addition, the ethical purpose must lead the subjects involved to inhabit an ethical pluralism, which, through dialogicity, can make social subjects appear as agents endowed with rights, concerns (concerns) and duties in social interaction.
Subsequently, we present a comprehensive overview of the evolution of epistemologies. These are broadly categorized into terrestrial societies and cardinal epistemologies, liquid societies or epistemologies of deconstruction, and evanescent societies or epistemologies of loss and social innovation.
The nature of evanescent societies is characterized by loss of identity and access to universal rights, which leads to exclusion, vulnerability, and social pathologies. Equally, they lead to the emergence of new identities and innovative ways of presence in the ethical-political and socio-cultural spheres.
Before the conclusions that close this work, we affirmed the need for epistemic hospitality and an ethics of hospitality, allowing hospital pedagogies to emerge. We favor both the exercise of the hermeneutics of the self and the phenomenology of the self, as well as the aspiration of subjects to a dignified life, counting on mutual social recognition and developing existence in just and democratic institutions.
Keywords: Phenomenological hermeneutics, cardinal epistemologies, evanescent societies, epistemic hospitality, pedagogical hospitality.
El presente trabajo corresponde a un itinerario temático que inicia con el estudio del injerto de la hermenéutica en la fenomenología y el análisis del lenguaje, elementos constitutivos de la pequeña ética dentro de la filosofía de la acción de Paul Ricoeur. Se trata de una fenomenología del sí, que, a través del rodeo del lenguaje deviene en un relato de la existencia. En tal ejercicio se realiza un proceso mimético y de reflexión hermenéutica que permite brindar sentido y significado a la acción en el mundo de la vida de un sujeto concreto.
El segundo momento de este itinerario se vincula con la naturaleza hermenéutica-fenomenológica de la vida y de la realidad social con la construcción de un pensamiento epistémico. Esto significa detener la interpretación de teorías y argumentos tributarios, y, sin embargo, gracias a ellos, producir un vaciamiento de la tradición y de las aseveraciones ajenas a la realidad del mundo de la vida de los sujetos, desde una mirada, intencionalidad y finalidad ética o visée éthique (Ricoeur, 1990a). Concepto basado necesariamente, en un pluralismo ético para posicionarse y actuar en el mundo.
Para continuar ese diálogo epistemológico nos detenemos en la evolución de las sociedades terrestres enraizadas en epistemologías cardinales, para transitar a sociedades líquidas, donde los planteamientos de Bauman (2000), nos ayudan a vincular la incertidumbre y la transformación de modos de ser y comprender en una sociedad consumista y del cansancio (Han, 2012). Esta sección del itinerario finaliza con la afirmación de la emergencia de sociedades evanescentes, caracterizadas por el sentido de pérdida en términos de la identidad y los derechos humanos de los sujetos en situación de vulnerabilidad, traducidas en desprecio y exclusión social, en patologías sociales, en violencias epistémicas y sociales. Pero igualmente, y de manera innovadora, por el surgimiento e incompletud de los sujetos sociales, expresada en nuevas formas de construcción de lo social que no necesariamente logran una concreción formal o estructural, pero que operan con profundidad en la complejidad del mundo de la vida, como en el caso de la construcción social del género y la digitalización del mundo de la vida, entre muchos otros.
Para cerrar este itinerario de análisis, señalamos la necesidad, ante tales construcciones sociales evanescentes, tanto por pérdida como por emergencia e incompletud, de un despliegue de la hospitalidad epistémica y social y de la construcción de una vía formativa y de acción, mediante el ejercicio de pedagogías hospitalarias. Estas últimas caracterizadas por la capacidad, tanto de acogida del otro que se presenta como extranjero en un vaciamiento de uno mismo, como también en la renuncia a tal poder otorgado o asumido para ser acogido por el huésped, generando un movimiento continuo de intercambio de roles que hacen que los recursos del Oikos se conviertan más en un espacio simbólico de reconocimiento mutuo, que en el resguardo y defensa a ultranza de capitales económicos, culturales, simbólicos y territoriales.
Ricoeur (1983), al brindar un giro narrativo a la comprensión de la existencia humana y al vincular tal comprensión con la capacidad de actuar de los sujetos y de apropiarse de tales acciones para ser responsable de dicho actuar, nos permite evidenciar que dichos procesos transitan no sólo por el lenguaje y los relatos de vida, sino que también hacen parte de un binomio inseparable entre reconocimiento social y ética de la acción.
Al relatarse una vida se le dota de una coherencia y estructura narrativa para su necesaria comprensión, mediante la acción del mythos, intriga o trama como unidad en la diversidad narrativa, esto es, unidad de la historia y diversidad de los acontecimientos de la misma. En la historia contada se ejerce una primera dialogicidad entre la coherencia, homogeneidad e integralidad de la historia y la diversidad de acontecimientos, actores y situaciones.
En el contexto de reconocerse en la propia historia, el sujeto social responde a un principio de individuación donde emerge la identidad narrativa. Ricoeur (1990a) asegura que “no es agente quien no puede designarse a sí mismo siendo el autor responsable de sus actos” (p.118). Este acto de responsabilidad individual y colectiva conecta el decir, contar, reafirmar, reconocerse y ser responsable de las acciones realizadas ante sí mismo y los otros.
La identidad narrativa no es un simple calco de lo dicho, sino también, testimonio, comprensión y transformación. De allí que nuestra capacidad de actuar responsablemente y de generar cambios en el mundo de la vida corresponde, tanto a su imputación personal, como a la libertad deliberativa que impulsa al sujeto a producir tales transformaciones. Así pues, la reflexión hermenéutica deviene en una subjetividad hermenéutica debido a que, el núcleo del proceso narrativo se orienta hacia la preocupación por el sujeto que relata sobre sí mismo.
La mediación narrativa subraya este carácter importante del conocimiento de sí que es una interpretación de sí (...). Aquello que la interpretación narrativa aporta propiamente es precisamente el carácter de figurado de una persona que hace que el sí, narrativamente interpretado, encuentre ser él mismo un sí figurado el cual se figura como tal o cual. (Ricoeur, 1988, p.304)
La subjetividad hermenéutica, gracias a la acción de la narratividad sobre el análisis de una vida vivida, constituye una literatura del sí mismo. La perspectiva de constituirse narrativamente en un mundo de la vida representa la intención de preguntarse fundamentalmente, por el ser del relato. Ricoeur (1969), al analizar las experiencias vividas desde el relato de vida permite desde una ontología de la comprensión, el tránsito de la constitución de una cosa a la constitución de un sujeto.
A través de ese laboratorio del sí, la identidad como fenómeno de la mismidad e ipseidad se convierte, a través de sucesivos intentos de interpretación, relectura y comprensión, en identidad narrativa. Ricoeur (2001) denomina la identidad narrativa como “la cohesión de una persona en el encadenamiento de una vida humana” (p. 122) y, a la persona, como aquella que “se designa ella misma en el tiempo como unidad narrativa de una vida, en la misma unidad narrativa de la vida se refleja la dialéctica de la cohesión y de la dispersión que la intriga mediatiza” (Ricoeur, 1990a, pp. 128-129). En tal aspecto, Grondin (1989) afirma que “la identidad relatada de la persona en su propia historia busca constituir el hombre responsable en fidelidad creativa que se revela como una totalidad narrada de la vida”. (p. 33)
En esta misma línea de análisis, surge la dialogicidad como elemento vinculante entre lo que es realidad y las posibilidades de transformación del sujeto en esa realidad dada. Este diálogo que no solo es consigo mismo, sino también con el otro, posibilita la construcción íntima de su propio sentido de existir (Blanco, 2005). Es esta intimidad radical establecida por la dialogicidad lo que permitirá, posteriormente, la hospitalidad.
Ahora bien, la naturaleza de la identidad narrativa es dinámica, debido a que ella es renovada por el mismo acto de relatar y leerse en el relato, tanto por sí mismo como por la interpretación de otros, de manera continua, a fin de interesarse por la propia existencia y responder al impulso socrático de examinar la propia vida. En este punto, el componente ético-político orienta el posicionamiento crítico de los individuos, el cual se hace posible gracias a la transformación del sujeto desde el texto convertido en la unidad comprensiva de una existencia. Tal como Zapata (2009) enuncia,
la identidad narrativa posibilita articular y refigurar en el relato un trayecto sobre el conocimiento de sí que va más allá de la dinámica del sí mismo, integrando la alteridad y la socialidad, es decir, el plano de las instituciones jurídico políticas. Este conocimiento de sí se inter-relaciona a manera de tríptico con el ethos y la narración. Es así como el conocimiento de sí, mediado narrativamente, apunta a un sentido ético-político a través de múltiples mediaciones expresadas en los “signos culturales” cuyos contenidos nos permiten percibir la presencia de un ethos revelado en el orden de la simbólica. (p.3)
Ricoeur (1990a) señaló que la constitución de la subjetividad hermenéutica porta una dimensión ético-moral, que denomina “pequeña ética”. Esta dimensión le permite afirmar a Ricoeur que la mirada, intención y finalidad o aspiración ética (visée éthique) permite orientar las acciones hacia el ideal de “la aspiración de una vida buena con y por los otros, en las instituciones justas” (p.176).
La tarea interpretativa de la vida vivida fijada en la escritura, en la extensa polisemia del término, nos muestra el camino del injerto simbiótico de la hermenéutica reflexiva que ha devenido en subjetividad hermenéutica y en una fenomenología del sí, haciendo que la una no pueda subsistir sin la otra. Tal proceso representa el camino a la responsabilidad de un reconocimiento mutuo en el horizonte de una vida buena, justa, digna y en el sustrato de las instituciones humanas y de la sociedad en general.
Esta incrustación o injerto, que se asemeja más a una danza interminable entre la fenomenología y la hermenéutica, y también de la hermenéutica y la fenomenología, en el relatar, interpretar y vivir dignamente, está orientada por “la capacidad de la imaginación como poder de evocación de la posibilidad, de sus realizaciones y de sus horizontes de la acción cuya finalidad ética radica en «promover el surgimiento de lo posible»” (Ricoeur, 2001, pp. 43-44). Son estas condiciones de posibilidad que permiten distanciarse del objetivismo en Husserl, para explorar las posibilidades de la creación y de imaginación narrativas en la construcción del sentido de la vida de individuos concretos en contextos situados.
La segunda parte de este itinerario temático se refiere a las implicaciones de la hermenéutica-fenomenológica en la construcción de un pensamiento epistémico, alejado de la sedimentación de la tradición, la hegemonía de cualquier tipo de corriente de pensamiento y de neocolonialismos subyugantes, responsables de violencias epistémicas y estructurales.
Esto sugiere transitar de una identidad narrativa de sí mismo y de los otros, a un posicionamiento dentro de una epistemología plural. Dicha tarea requiere detener la interpretación de teorías y argumentos tributarios, y, sin embargo, gracias a ellos, producir un vaciamiento de la tradición y de las aseveraciones ajenas a la realidad del mundo de la vida de los sujetos, desde una mirada, intencionalidad y finalidad ética o visée éthique (Ricoeur, 1990a).
Así, para que la finalidad ética se concrete en la acción se requiere una pluralidad epistémica, capaz de conducir un proyecto comunitario en instituciones justas y en conjunción con los derechos humanos. La justicia social entonces, no será orientada por una terminología o jurisprudencia normativa en un consenso de homogeneización de los sujetos y sus derechos, a manera de una tradición centroeuropea de justicia distributiva, sino que representa una forma de justicia redistributiva en un sustrato de diversidad social atravesada e interpelada constantemente por los derechos universales. Se trata de la protección de un poder de alocución para promover el surgimiento de lo posible basados en la capacidad para que “los sujetos puedan expresar y desarrollar sus propias opiniones, definir sus propios conceptos respecto a la vida y trazar sus propios planes de vida” (Taylor, p.49).
Estamos refiriéndonos a un posicionamiento no representado en una opinión sin compromiso o un juego de aseveraciones para defender algún enunciado a partir de corpus teórico, sino que ciertamente, constituye el ethos de un sujeto crítico. Posicionarse en clave epistemológica significa comprender la argumentación y las teorías que soportan las afirmaciones realizadas, para posteriormente, vaciarse de ellas y poder construir un campo de experiencia. De allí que el proceso mimético mencionado en el inicio, no solo está orientado a la comprensión de una vida en clave de sí mismo, sino también, a asumir la responsabilidad social y el compromiso con la construcción de una comunidad de prácticas en el marco de la justicia social.
Es en este nosotros constituido que las epistemologías tradicionales (véase después, cardinales) pierden su valor y su hegemonía y, por consiguiente, requieren transformarse en epistemologías plurales para hablar de la realidad como innovación o emancipación. Se trata de una polifonía epistemológica que nace de una fenomenología ontológica o del sí, y que se completa simbióticamente, con una hermenéutica reflexiva y subjetiva.
Dentro de la finalidad ética que constituye la pequeña ética o ética práctica, Ricoeur (1990a), partiendo de la frase anteriormente citada: “aspiración de una vida buena con y por los otros, en las instituciones justas” (p.176), despliega su explicación en tres polos de análisis: yo, tú y las instituciones humanas. Para todos los polos Ricoeur utiliza el término inquietud (preocupación): 1) preocupación por uno mismo (autoestima); 2) preocupación por el otro (solicitud); 3) preocupación por la institución (justicia).
Dentro del primer polo, se puede reconocer una estima de sí mismo dentro del deseo de encontrar un sentido y proyecto de vida, sobre la finalidad aristotélica de vivir una vida buena (Ricoeur, 1990a), decente (Nussbaum, 2012). Se trata de un deseo de una vida digna orientado por una phronesis aristotélica o sabiduría práctica y no solo por una obligación moral al estilo del imperativo kantiano (moralität). Pero en este punto, la pequeña ética no inicia con una preocupación por sí mismo, que llevaría al egotismo y el narcisismo, sino por la preocupación por el otro, abierto al mundo de los otros.
Ricoeur (1990a) insiste que ninguna ética es posible sin que medie un sujeto previamente constituido con un cierto grado de libertad e iniciativa. A este tenor, al haber afirmado la supremacía de la ética sobre la moral, el filósofo francés apela a Kant para moralizar la pequeña ética, bajo la forma combinada de fines acorde con los deberes y obligaciones. Así pues, en un movimiento que corresponde universalidad, la ética estará en Ricoeur, subordinada a lo que es comprendido como bueno y, además, por el imperativo categórico. No obstante, en la particularidad de las interacciones y situaciones sociales, la ética deberá primar nuevamente sobre la moral, lo que deja ver en Ricoeur, una preocupación que planteará posteriormente, en términos del cosmopolitismo, y que en palabras de Benhabib (2006) logrará su realización, en un sujeto concreto dentro de un universalismo interactivo.
En el segundo polo de análisis, preocupación por el otro (solicitud), Ricoeur (1990a) plantea que la estima de sí dialoga con la solicitud del otro. Esta dialogicidad será la capacidad fundamental para alcanzar un reconocimiento social mutuo, la hospitalidad y la solidaridad.
El yo involucra al otro además de uno mismo, de modo que se puede decir que uno se valora a sí mismo como otro. A decir verdad, sólo por abstracción hemos podido hablar de autoestima sin asociarla a una solicitud de reciprocidad, según un patrón de estima cruzada, que se resume en la exclamación tú también. Eres un ser de iniciativa y elección, capaz de actuar según razones, de priorizar tus objetivos; y, considerando buenos los objetos de tu investigación, podrás estimarte a ti mismo […] De lo contrario, no sería posible ninguna regla de reciprocidad. El milagro de la reciprocidad es que se reconoce que las personas son insustituibles entre sí en el intercambio mismo. (p.264)
No obstante, para constituirse como una verdadera reciprocidad deberá mediar el reconocimiento social mutuo en la simetría de una dialogicidad entre los sujetos implicados, lo cual nos reenvía a una visée éthique, un posicionamiento ético-político y un encuentro epistemológico polifónico.
Al afirmar Ricoeur (1990a): “Vivir bien con los otros en instituciones justas, involucra una finalidad ética orientada hacia la justicia. Pero aquí, vivir bien no se trata solo de relaciones interpersonales, según Ricoeur, sino que tal existencia se circunscribe a la naturaleza de las instituciones.
Ricoeur (1990b) comprende instituciones como,
todas aquellas estructuras de convivencia en una comunidad histórica, irreductibles a las relaciones interpersonales y, sin embargo, vinculadas a ellas en un sentido notable que la noción de distribución - que encontramos en la expresión "justicia distributiva" - nos permite aclarar”. (1990b, p.66)
Pero la justicia distributiva homogeniza a todos los sujetos pensando que todos ellos poseen las mismas características, oportunidades y capacidad deliberativa. A este tenor, Aristóteles en sus estudios sobre las éticas, nos brinda una pista, al plantear las dificultades de alcanzar una igualdad proporcional, y, a falta de ella, la perpetuidad de las desigualdades de la sociedad en el marco de la ética, bajo la fórmula de, «a cada uno en proporción a su contribución, a su mérito». No obstante, la justicia distributiva exige que todos los sujetos de derecho tengan las mismas oportunidades de realización de la existencia de manera simétrica, lo cual no puede aplicarse, y aun con muchas reservas, a estados democráticos donde, no sólo existen las condiciones económicas, sino también los mecanismos de regulación de las políticas de lo público.
De allí surge la necesidad de vincular el campo de praxis de la igualdad proporcional a la criba de epistemologías plurales, permitiendo una identidad narrativa que se ligue a una finalidad ética y a un reconocimiento mutuo en las interacciones sociales.
Nussbaum (2012) afirma que teniendo en cuenta las similitudes presentes en las diferentes sociedades modernas sobre las interpretaciones de lo humano, es posible obtener una teoría que no resulte etnocéntrica, sino que constituya una base para una sintonía transcultural. Esa apertura de horizontes deberá también pasar por las maneras en que concebimos cómo aprendemos y cómo podemos dialogar con otros que no solo han aprendido desde contenidos políticos, sociales, culturales y académicos, sino, también, de otras maneras de aprehender la existencia, relatarla, significarla y actuar responsablemente en el mundo de la vida.
En consecuencia, es importante analizar, de manera general, cómo tales epistemologías han surgido y evolucionado a través de la historia. Además, cómo se va deformando la relación de equidad y de finalidad ética cuando al encuentro con el otro, se evidencian formas de existir y de comprender la vida de manera diferente y se imposibilita el atributo de universalidad de una justicia distributiva.
Pareciera un hecho ordinario transitar en el territorio del lenguaje dentro de la interacción con los otros, con la firme intención de comenzar. Esta forma de enunciar, sea ya de manera testimonial, de imposición, emancipación, de solicitud o solidaridad y que deviene en un acto de inicio o de conmemoración se concreta en gesto, gestualidad, signo, símbolo, verbo y cultura.
Desde la intimidad de lo confesional o de la complicidad de lo no dicho, en lo explícito argumentativo o en enunciados declarativos, decir es, ciertamente, de alguna manera, comenzar. En este sentido, y en oposición a su maestro, Arendt (1958) afirmó: “Cada nacimiento es un nuevo comienzo, nacemos para comenzar”. Pero este nacimiento en Arendt no se restringe a la vida biológica, sino que toma mayor relevancia como nacimiento en la esfera de la biopolítica, en el espacio político y social.
Narrar, por ende, constituye una vía pedagógica para nacer políticamente, iniciar, abrir un campo de sentido, significado y de posibilidades de comprender el mundo de la vida. Narrar nos permite construir una historia y fijarla en un discurso orientado a un tercero (Ricoeur, 2001). Discurso y acción significan para Arendt, comenzar y aparecer en la esfera política.
De allí que el relato nos permite fundar un campo de desarrollo epistemológico con surcos problemáticos, gracias a que tal apertura no escapa a la interpretación y arbitrio de los otros.
En la antigüedad, el conocimiento social traducido a una epistemología del vivir se aferró a narrar el territorio y desde el territorio, por consiguiente, a relatar e interpretar lo autóctono. Así pues, territorio, temporalidad, conocimiento, tradición y epistemología representaban sinónimos con respecto a la experiencia y significado de la realidad del mundo de la vida de los sujetos. El extrañamiento constituyó el primer sentimiento de los lugareños frente al extranjero, al recién llegado, dado que éste rompía toda temporalidad y toda lógica de pensar y hacer.
La primera exigencia al extranjero ha sido siempre de revelar su naturaleza, identidad y sus intenciones de llegar. Aparecer socialmente genera inquietud, preocupación y legitimidad. Incluso muchas poblaciones en la antigüedad, a fin de guardar su seguridad establecieron el “santo y seña”, como modo de confiar en aquellos que ingresaban a las poblaciones fortificadas. Establecidas las coordenadas de una geografía de la comunidad y de la comprensión de la existencia humana se definieron los puntos cardinales, fragmentándose el espacio epistemológico de comprensión de la existencia.
Posteriormente, se convirtió en espacio de dominación/subordinación, colonialidad/emancipación. La primera gran división estableció las polaridades o dicotomías de oriente/occidente; norte/sur, y demás derivaciones del norte global, el sur global, entre otras, apegadas a una epistemología cardinal.
En la antigüedad la humanidad edificó pináculos o habitó ritualmente las montañas para adorar lo sagrado o para establecer oráculos a fin de remediar sus tribulaciones. Un ejemplo de esto es el oráculo de Delfos, que como recinto consagrado al dios Apolo, se encontraba a orillas del Monte Parnaso, a 700 metros sobre el nivel del mar. Los griegos inventaron el Olimpo, levantado a 3000 metros sobre el mar Egeo, lugar de residencia de los dioses. Un dios etéreo, Zeus; un dios acuático, Poseidón; y un dios de las profundidades de la tierra, Hades. Tres rasgos inmanentes en lo humano.
Dentro de la tradición hinduista se crearon montañas imaginarias más empinadas que los propios Himalayas. El monte Merú, representaba el centro del universo, lugar donde habitaban los Devas, divinidades que coexistían en viviendas doradas en eterna paz y regocijo. Los japoneses consideraban el Fujiyama como su diosa preferida y regidora de sus vidas.
Cada una de las culturas antiguas, egipcios, sumerios, acadios, entre otros muchos adoraban y ritualizaban una montaña o creaban una para acercarse a su propia divinidad. En la antigua Mesopotamia se construyeron los Zigurats que recuerdan la torre de Babel. La concepción de enraizarse en el territorio y acercarse al cielo para comunicarse con los dioses se esparció por todo el mundo antiguo hasta la Edad Media. En México, en Teotihuacán, encontramos la pirámide del Sol y de la Luna, al igual que en Tikal en Guatemala o Machu Picchu (monte viejo en el Perú), se evidencia la necesidad de elevarse hacia el firmamento.
La torre de Babel se transformó en el símbolo de los esfuerzos del hombre para alcanzar el cielo, para penetrar en el territorio de los dioses. Se decía que el zigurat era la representación en la tierra de la escalera que había visto el patriarca Jacob, nieto de Abraham, habitante de la Mesopotamia. «Y él soñó, y vio una escalera que se apoyaba en la tierra y cuya cima alcanzaba el cielo; y vio que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella». En toda la llana Mesopotamia los hombres sentían la necesidad de una montaña artificial que llegara hasta donde estaban los dioses y que permitiera a los dioses descender con más facilidad hasta los hombres. Todas las ciudades importantes tenían al menos un alto zigurat, probablemente la construcción más importante de la ciudad, y sin duda la de aspecto más imponente. (Boorstin, 1997, p.93)
Llegada la Baja Edad Media las formas de vida se habían arruinado en gran medida por el cambio de un sistema feudal al capitalismo, se concentró la producción agrícola en pequeños grupos de comerciantes que regían los mercados de bienes y capitales. A razón de una impropia administración y el exceso de los gastos de las monarquías, sumado a importantes cambios climáticos, se redujeron significativamente las cosechas conduciendo a grandes hambrunas que arruinaron grandes poblaciones preparando la llegada de la peste negra (1348), cuya consecuencia representó una de las mayores catástrofes demográficas en Europa. En este período de la humanidad, lo celestial mostraría el rostro de la muerte como símbolo de libertad, purificación y de anhelo a un mundo mejor, distante de aquellos largos y penosos días de sufrimiento en la tierra (Courie, 1972).
De allí en adelante, las epistemologías terrestres y territoriales mostraron su rostro de pobreza, desigualdad, abandono, desprecio, sublevación y emancipación. Al terminarse el poder de las monarquías, el mayor deseo de esas sociedades fue recuperar el concepto de ciudadanía y de una vida digna, a través de la creación y publicación de los derechos humanos.
En una era terrestre, el descubrimiento del nuevo mundo en la denominada América y la conquista de Japón por los portugueses en el período Sengoku, marcaron un tipo de epistemologías cardinales centradas en la desigualdad, los imperialismos y los colonialismos. Epistemologías que evidenciaron la existencia de fronteras en el surgimiento de los Estados soberanos en el período westfaliano, bajo el concepto de Nación. Este hecho hizo resurgir las categorías de lugareños, forasteros (outlanders), salvajes y extranjeros. Sujetos que al ingresar a un nuevo territorio se integraron a la ciudad o se consideraron como invasores, parias y excluidos.
En consecuencia, podríamos afirmar que toda epistemología terrestre o cardinal es, sin lugar a dudas, una forma de comprender la existencia humana atrapada en las dicotomías territorio, temporalidad y frontera. Esto sugiere el reforzamiento de categorías de propios y excluidos, de propietarios antiguos y los recién llegados. A cada enunciado, en una epistemología cardinal, le corresponde la designación de un territorio, una temporalidad y una frontera.
Arendt (1968), al afirmar “tener derecho a los derechos” (p. 49), evidencia la emergencia de una epistemología que al responder con firmeza a todo totalitarismo enuncia el derecho irrenunciable de todo sujeto a la capacidad de nacer en la esfera política. Se trata de una epistemología que considera al sujeto en su dimensión histórica y ausente de fronteras, límites territoriales físicos o simbólicos.
En la antigüedad, y en cierta medida en la actualidad, resulta difícil poner límites a un océano o a un río en la geografía mundial, a pesar de que esto se haya hecho. En la tierra plana, los desventurados marineros se dirigen ineluctablemente hacia el horizonte, temerosos del abismo insondable plagado de monstruos que los esperan para devorarlos.
Todo ser vivo inicia su existencia en el misterio de la liquidez. En los mamíferos, el feto se vuelve vida en la liquidez de los cuerpos. Antes de nacer, el vínculo madre-prenatal (hijo no nacido) es todo emoción e imaginación, proyecto en desarrollo (Condon & Corkindale, 2011). El no nacido posee en su naturaleza una palabra líquida. En la resonancia de la vida de ambos, la existencia del no nacido se transmite y fluye en el vientre y en la totalidad del cuerpo de la madre, a través de un medio acuático.
El recién nacido, el in-fante (infans, que no tiene palabra) abandona al nacer el ambiente acuático de su existencia y brota a un mundo concreto terrestre. Nacer representa un hecho fundacional y también transicional. Significa el pasaje entre un mundo líquido de infinitos comienzos a un mundo terrestre de resequedad, solidez y alumbramiento. El recién nacido apenas retiene la liquidez de su interior que lo acompañará durante toda su existencia. Sin beber líquidos morirá en pocos días.
La tierra como su entorno presente comanda la palabra del infante (del griego antiguo παραβολή, parabolḗ, que significa, comparación, o en un sentido más amplio del término, aquel que puede contar, narrar algo). Esa palabra en principio, es un baby talk, un juego fonético (Piaget, 1987) y gestos deícticos y expresivos (Goodwyn, Acredolo & Brown, 2000). Se trata de sonidos y mímicas que darán nacimiento al lenguaje hablado y posteriormente, al discurso.
Al ir creciendo, la palabra del infante deviene en evanescencia. La falta de liquidez del aire terrestre desvanece su habla. En adelante, la oralidad a través del ritual y los relatos será el medio y la garante de la memoria para que la comunidad permanezca viva. La escritura, en el sentido largo del término, fija y restringe la volatilidad de la narración oral. La convierte en manuscrito, en coreografía, en melodía, en trazos y tonos de colores, en edificaciones y ciudades, entre otras muchas transmediaciones.
Bauman (2005), relaciona la vida líquida con la modernidad líquida. Es decir, la pérdida de la concreción, el arribo de la incertidumbre, del movimiento y circulación de la forma. En el día a día, todo circula a gran velocidad. Se requiere fluir dentro de la plasticidad de la existencia, continuamente cambiando de forma y propósito. Las personas, las formas, las estructuras tienen como condición el movimiento.
La «vida líquida» y la «modernidad líquida» están estrechamente ligadas. La primera es la clase de vida que tendemos a vivir en una sociedad moderna líquida. En la sociedad «moderna líquida» las condiciones de acción cambian antes de consolidarse como hábitos y rutinas. La vida líquida no puede mantener su forma ni su rumbo durante mucho tiempo. En una sociedad moderna líquida, los logros individuales no pueden solidificarse en bienes duraderos porque los activos se convierten en pasivos y las capacidades en discapacidades de manera vertiginosa (Bauman, 2005, p. 5).
En la incertidumbre de la vida contemporánea, el mundo de la vida se complejiza porque requiere reinventarse a cada momento. La vida, el amor y la modernidad líquidas consisten precisamente, en cumplir la declaración de fluir, de adecuarse al cambio, de abandonarse y dejarse ir hacia cualquier parte. Ello hace que el sujeto navegue y, en ocasiones, naufrague en sus propias experiencias. La duración de los trabajos y de los vínculos sociales es precaria y escasa. Todo inicio es necesario en cada momento. Nacemos para navegar. Cada forma se reconvierte y aparece una nueva manera de ser y de no ser. El humus de lo humano no volverá a inhumarse.
Al liberarse del artificio del odre que le ha regalado Eolo, pero vengado por los vientos que lo desvían en los océanos en su viaje de vuelta a Ítaca, Ulises inicia un viaje de peripecias que lo llevan a encontrarse con el cíclope Polifemo, a permanecer en la isla con la maga Circe, a su prisión encantadora en la isla de la ninfa Calisto, y al encuentro con las sirenas. Ulises, acechado por el canto de las sirenas, solicita a sus marinos que lo aten al mástil de la embarcación para salvarse del destino de seducción y muerte. El mundo líquido que lo ha acompañado por una década, lo arrastra a un destino de muerte camino a casa. Ulises se ha librado de todo y su trasegar representa el viaje de la humanidad. Tierra en Troya, mar hecho aventura y viento para impulsarlo a los brazos de Penélope y de su hijo, Telémaco.
La vida líquida es una sucesión de nuevos comienzos, pero, precisamente por ello, son los breves e indoloros finales —sin los que esos nuevos comienzos serían imposibles de concebir— los que suelen constituir sus momentos de mayor desafío y ocasionan nuestros más irritantes dolores de cabeza. Entre las artes del vivir moderno líquido y las habilidades necesarias para practicarlas, saber librarse de las cosas prima sobre saber adquirirlas (Bauman, 2000, p.6).
Bauman (2000) afirma que en la modernidad líquida nos encontramos frente a una época que carece de orden y forma estable y donde reina la fluidez en las estructuras, la cultura y la vida cotidiana. En consecuencia, los lazos sociales pierden la solidez que usualmente, tenían antes. El sentido de estar con los otros, ha cambiado radicalmente. La modernidad líquida es un tiempo carente de seguridad y certidumbre. Las libertades civiles ganadas históricamente, se han convertido en imperativos personales, nuestras vidas se convierten en proyectos y performance (Vásquez, 2008).
La estética de la vida es artilugio y el presente es innecesario dado que cambia constantemente. Así no hay cruzamiento de temporalidades y, por tanto, el relato es roto por un nuevo acontecimiento que no puede considerarse, porque ya es pasado, memoria, espejismo. El amor fluye sin compromisos, sin ataduras, sin futuro. Las instituciones no requieren la presencia de los sujetos, el razonamiento se banaliza en Alexa y ChatGPT. Como Ulises, “surfeamos en las olas de una sociedad líquida siempre cambiante –incierta– y cada vez más, imprevisible” (Vásquez, 2008, p. 3), nuestra presencia siempre está marcada por el des-tierro y la liquidez del viaje.
Vivir juntos, para brindar un ejemplo, adquiere el atractivo del que carecen los vínculos de afinidad. Sus intenciones son modestas, no se hacen promesas, y las declaraciones, cuando existen, no son solemnes, ni están acompañadas por música de cuerda ni manos enlazadas. Casi nunca hay una congregación como testigo y tampoco ningún plenipotenciario del cielo para consagrar la unión. Uno pide menos, se conforma con menos y, por lo tanto, hay una hipoteca menor para pagar, y el plazo del pago es menos desalentador. (Bauman, 2005, p. 21)
El sentido de vida aparece ligado a un constante fluir, pasar de una forma a otra. La búsqueda se centra en viajar, fluir, no permanecer, no sembrar, no cosechar, no redundar en las experiencias. La arquitectura es adecuable y desechable. El aprendizaje se centra en no repetir la historia, huir del tiempo circular terrestre que nos definió. Así, nuestra identidad no solo es múltiple como en el río de Heráclito, sino que tal río ha atrapado nuestras vidas, como navegantes de un océano interminable donde no es posible residir, sino fluir y resistir.
Arendt (1958) afirma que, “las cosas menos duraderas son las necesarias para el proceso de la vida. Su consumo apenas sobrevive al acto de su producción” (p. 109). Sin embargo, la comprensión del fluir del viaje requiere detenernos, contemplar y recapitular. Solo entonces, la incertidumbre se convierte en esperanza.
Después de la incertidumbre y la banalización de los lazos sociales, una era post-líquida emerge con el signo de una era de la evanescencia. Si en la modernidad líquida todo fluye en un océano que, en medio de la incertidumbre y la desesperanza, destruye formas y estructuras y toda solidez, en la modernidad evanescente, no puede haber un sentido de estructura, por lo tanto, el cambio, la transformación aún líquida, no puede operar con aquello que ha desaparecido o que todavía no termina de ser.
La voz latina transformatio sugiere el cambio de una forma a otra. Las no-cosas (Han, 2021) no se transforman, terminan desapareciendo o no alcanzan a ser. Si el medio de la modernidad líquida supone la presencia de líquido, en la evanescencia es el éter el elemento que caracteriza el medio de la vida social. El vocablo griego aithēr, significa cielo y aire puro. Éter, dios griego nacido de la oscuridad, señor de los cielos representa lo más puro y lo más brillante. La fluidez, la fugacidad y lo efímero se convierten en espectral. Lo espectral no fluye, se difumina y desaparece, pero también aparece como forma inacabada, como no-forma.
Podemos afirmar que el rasgo de una modernidad evanescente no solo es la desaparición y pérdida del otro, de la soledad y el aislamiento, sino también, la incompletud, lo inacabado, la imposibilidad de constituirse en una forma, estructura o figura. La evanescencia en su forma retrógrada es también algo que no alcanza a conformarse, a constituirse. Por tanto, es algo fantasmagórico (del griego phanein, algo etéreo, que brilla, que emerge, que se hace visible) y espectral (spectrum, specere, como verbo, mirar observar y también especular). El fantasma no termina de desapare-ser (desaparecer) y está condenado a nunca llegar a ser.
Dentro de una sociología de lo fantasmagórico referida a las emociones como forma de presencia, Scribano (2008) afirma,
Mientras las fantasías ocluyen el conflicto, invierten (y consagran) el lugar de lo particular como un universal e imposibilitan la inclusión del sujeto en los terrenos fantaseados; los fantasmas repiten la pérdida conflictual, recuerdan el peso de la derrota, desvalorizan la posibilidad de la contra-acción ante la pérdida y el fracaso. Una de las astucias más relevantes de estos dispositivos es el no tener un carácter estructurado preposicionalmente: no están escritos ni dichos, son prácticas que traban y destraban la potencialidad del conflicto, sea como “sin-razón”, sea como amenaza. Fantasías y Fantasmas nunca cierran, son contingentes, pero siempre operan, se hacen prácticas. (p. 90)
La presencia fantasmagórica está solo lo suficiente para ser notada. Alejado del conflicto y la interacción, en el fantasma no existe el compromiso. En su actuar no actuado, no puede prometer (promissus), ni actuar, ni aceptar haber actuado (testificar), elementos fundamentales para existir en el mundo social y, por medio de los cuales, el sujeto puede ser reconocido por otros (Honneth,1997; 2005; Fraser, 2003; 2008 y Ricoeur, 1975a; 1975b; 1995; 1996; 2006a; 2006b). Su acción, es apenas un signo.
Marías (1995; 2002; 2004; 2007) recuerda la relación entre literatura y evanescencia pues nos permite ver, a través de los personajes de sus novelas “Vida del fantasma” y “Tu rostro mañana”, la imposibilidad de la presencia, ya sea en la propia figura del fantasma o en las relaciones que entablan los personajes cuyos sentimientos se han quedado en el pasado y, sin embargo, algo indescriptible los mantiene unidos.
Cada vez me voy sintiendo más cercano a una de mis figuras literarias predilectas, el fantasma: alguien a quien ya no le pasan de verdad las cosas, pero que se sigue preocupando por lo que ocurre allí donde solían pasarle y que, –aun no estando del todo-, trata de intervenir a favor o en contra de quienes quiere o desprecia. (Marías, 1995, p. 63)
Lo fantasmal es un signo distintivo de las interacciones en la vida evanescente contemporánea. En general, se trata de una ausencia y una aparición inacabada de nuestra propia humanidad. Dentro de los procesos de digitalización de nuestras vidas, el ghosting y el breadcrumbing son formas comunes y evanescentes de relacionarse en nuestra contemporaneidad (LeFebvre, 2017a, 2017b; Koessler, Kohut & Campbell, 2019). El ghosting, lo espectral, significa cortar todo vínculo establecido apenas iniciada su constitución; pero igualmente, representa un especular. Aquello que se creía que era y, sobre todo, lo que pudo llegar a ser y no lo fue. Su evanescencia no solo es desaparición sino también, inacabamiento, incompletud y delito (delicto), abandono. Aquello que se reconfigura en la modernidad evanescente no es la fluidez, el viaje y la desestructuración o recomposición propios de la modernidad líquida, sino la complejidad y transformación de la presencialidad de lo humano, lo transhumano. Tributaria de la modernidad líquida, la modernidad evanescente produce el vacío de la desaparición, la ausencia y la confusión de la presencia incompleta.
El des-tierro del viaje o la liquidez de las relaciones retienen la dicotomía de presencia/ausencia. En la evanescencia, la dicotomía se vincula a la ausencia/incompletud. El limbo es una de las metáforas de lo evanescente. En su sentido etimológico es límite, borde, caer. En el limbo cristiano las almas espectrales de niños apenas nacidos y pronto muertos sin haber sido bautizados residen eternamente sin sufrir. Su vida espectral es un misterio.
En lo espectral de nuestras relaciones sociales contemporáneas en el mundo físico o digital o en sus mixturas, el sentido de vida aparece difuso, incompleto, inacabado. Aquello que no pudo ser, sin aún ser y siendo. La pérdida de sentido es un vacío que no representa la ausencia de algo que fue, sino de algo que podría haber sido y no alcanza a ser, pero que, sin embargo, ahí está. El ghosting comúnmente presente en nuestras relaciones sociales, nos deja un vacío de naturaleza incomprensible y la incertidumbre de casi construir intersubjetividad. La pérdida de un vínculo social a medio camino y aún no creado representa el incumplimiento a una promesa todavía no elaborada y no enunciada. En el ghosting no se puede sentir el abandono, pues solo existe una cuasi presencia. La finalidad ética no puede existir, pues requiere de una identidad que no termina de constituirse en sí mismo y gracias al otro.
Por su parte, el breadcrumbing constituye una forma de no atarse, de solo entregar pedazos de nosotros en las interacciones sociales físicas o digitales, sin crear lazos de compromiso social (Koessler et al., 2019). La emoción no se concreta. Se trata de estar sin habitar el compromiso. Si en la modernidad líquida podemos navegar con otros por algún tiempo o por instantes, la evanescencia en el vínculo social nos deja perplejos (plectere, enredar, dar vueltas), confusos y desesperanzados. En la evanescencia el tiempo es una metáfora, se existe sin ser todavía existencia social, el lazo social es virtual y no virtuoso. No se trata solamente de una nuda vita (Agamben, 1998) encarnada solo de lo biológico, apolítica, sino más bien de una vida fantasmal.
La memoria fugaz de la liquidez no puede asemejarse al recuerdo espectral de la evanescencia. En la evanescencia la memoria no es conmemoración, sino vacuidad. Las patologías de la memoria se convierten en un asunto cinematográfico, imagen tras imagen rompen el ritual y reina la especulación. Han (2021) nos recuerda, en las no-cosas, que la desaparición del otro lo convierte en objeto fantasmagórico,
que el otro desaparezca es realmente un acontecimiento dramático. Pero ocurre de forma tan imperceptible que ni siquiera somos conscientes de ello. El otro como misterio, lo otro como mirada, lo otro como voz, desaparece. El otro despojado de su alteridad, se rebaja hasta convertirse en un objeto disponible y consumible. (p. 71)
La parcialidad de la aparición y la desaparición del sujeto que ocurre en la digitalización del mundo de la vida no permite que se concreten las interacciones. La interacción en la evanescencia sugiere la pérdida de sustancia. Un fantasma es, en principio, insustancial.
La comunicación digital supone una considerable merma de las relaciones humanas. Hoy estamos todos en las redes sin estar conectados unos con otros. La comunicación digital es extensiva. Le falta intensidad. Estar en la red no es sinónimo de estar relacionados. Hoy, el tú es reemplazado por el ello. La comunicación digital elimina el encuentro personal, el rostro, la mirada, la presencia física. De este modo acelera la desaparición del otro. Los fantasmas habitan el infierno de lo igual. (Han, 2021, p. 74)
Es gracias a la acción y el discurso, según Arendt (2007), que los sujetos aparecen y se revelan en el mundo social. Esta aparición se produce por el contacto con los actos y las palabras de otros sujetos, posibilitándoles aparecer en ese espacio que Arendt denomina esfera pública.
La acción y el discurso crean un espacio entre los participantes que puede encontrar su propia ubicación en todo tiempo y lugar. Se trata del espacio de aparición en el más amplio sentido de la palabra, es decir, el espacio donde yo aparezco ante otros como otros aparecen ante mí, donde los hombres no existen meramente como otras cosas vivas o inanimadas, sino que hacen su aparición de manera explícita. (1993, p. 221)
No obstante, en la desaparición de lo social, no solo se trata de la propia evanescencia de los sujetos, lo que genera el desprecio, la exclusión y las violencias sociales. También las formas y estructuras desaparecen y los sujetos ya no pueden verse o identificarse a través de ellas. Agnes Heller (1998) lo demuestra cuando se refiere a los griegos del tiempo de Pericles. En aquella época, los griegos han dejado de creer en los dioses del Olimpo y en su propio destino (moira). Al terminar la dependencia de los dioses, los griegos se abocan a lo único que les queda: la construcción de la comunidad. Esa desaparición del otro mediado por una moral politeísta favoreció una profunda crisis, pero también, el surgimiento de una ética ciudadana irrepetible en toda la historia de la humanidad en la confrontación entre legalidad y moralidad.
Para el hombre privado, que hace su aparición en este momento, la sociedad se convierte en un instrumento, en un medio. ¿Cómo conservar la comunidad entonces la propia autoridad? El hombre ya no es responsable ante los dioses porque hace tiempo que no cree en su existencia. Pero tampoco es todavía responsable ante una comunidad social severa y homogénea, porque ésta ya no existe. ¿Ante quién, por consiguiente, es responsable? ¿Quién determinará ahora el mal y el bien? Por último, si no existe ya un poder absoluto capaz de castigar y premiar, si los valores mismos han dejado de ser estables, ¿por qué habría el hombre de seguir siendo honrado e íntegro? De este modo la disgregación social se convierte en causa de la desmoralización general. (Heller, 1998, p. 30)
La presencia de un limbo social en medio de la guerra del Peloponeso, deja a los atenienses sin dioses que los auxilien, y sin una comunidad que los acoja, puesto que esta apenas comienza a estructurarse de nuevo, aunque su signo sea el individualismo.
La personalidad individual que se ha formado en el seno de la comunidad de la polis griega de manera consciente y ética no tarda en hacer saltar los esquemas de la ciudad misma; se rebela contra la comunidad, que se percibe ya como un obstáculo, y reivindica el derecho de vivir la propia vida de manera absoluta; en suma, reivindica el individualismo. (Heller, 1998)
La evanescencia por desaparición o inacabamiento dificultan o innovan en la construcción de la comunidad de manera diferente. Sin embargo, entre ambas producen un campo de interacción o puente denominado ausencia. Aunque no tocaremos este tema a profundidad, por los límites del texto, es importante recordar la afirmación de Han (2021), en su texto “Ausencia”.
Ya la mirada ausente tiene un efecto vaciante. Las transiciones fluidas generan lugares de ausencia y vacío. La esencia es concluyente y excluyente. La ausencia, en cambio, hace más permeable al espacio. Y así lo amplía. Un espacio da espacio para otro espacio. Un espacio se abre para más espacios. No se llega a un cierre definitivo. El espacio del vacío, el espacio desinteriorizado está compuesto de transiciones y espacios intermedios. (p. 39)
La ausencia como pérdida es común a las evanescencias por desaparición; pero en las evanescencias como inacabamiento, la ausencia representa espacios de creación y expresión de lo humano. Las fronteras de lo etéreo son imposibles e improbables. En cada enunciado, a una epistemología evanescente le corresponde un momento espectral, una hospitalidad sin formas y de naturaleza inconmensurable.
La reconfiguración social de las identidades de género constituye un lugar tan potente y significativo, como también lo es la digitalización del mundo de la vida, entre otros, para comprender la evanescencia como creación inacabada, naciente y en construcción. Butler y Fraser (2017), responden a la pregunta: ¿forma parte la regulación heterosexual normativa del proceso de acumulación capitalista hasta el punto de resultar imprescindible para su propia supervivencia? Para responder, Fraser distingue dos tipos de luchas, unas situadas en el reconocimiento social (particularmente las de la comunidad LGBTQ+), y otro, las luchas por la redistribución de oportunidades (las luchas de clase). Fraser, tanto en el debate con Butler como en el sostenido con Honneth (2003), explica las asimetrías sociales desde dos componentes fundamentales: las injusticias económicas y las injusticias culturales o simbólicas. En este segundo componente relata que,
la injusticia es el producto de modelos sociales de representación, interpretación y de comunicación, y toman las formas de dominación cultural (son el objeto de modelos de interpretación y de comunicación que son propios de una cultura diferente, y extranjeros y hostiles a la propia), de la falta de reconocimiento (transformarse en sujetos invisibles debido al efecto de prácticas autoritarias de representación, de comunicación o de interpretación de su propia cultura) o de desprecio (ser despreciado por las representaciones culturales estereotipadas o dentro de las interacciones cotidianas). (p. 79)
Por su parte, Butler (2000) plantea la relación problemática entre lo económico y cultural en medio del capitalismo tardío y la simbiosis de los anteriores en la producción de género y las sanciones sobre la sexualidad.
¿No será que estamos presenciando un esfuerzo erudito cuyo fin es normalizar la fuerza política de las luchas queer sin atender al desplazamiento fundamental en el modo de conceptualizar e institucionalizar las relaciones sociales que estas luchas demandan? ¿No será que la asociación entre la esfera sexual y la cultural, y el esfuerzo concomitante de tratarlas autónomamente infravalorando a esta última, constituye la respuesta irreflexiva ante una descalificación sexual que se observa que está teniendo lugar en la esfera cultural, es decir, un intento de colonizar y confinar la homosexualidad dentro de lo cultural o como lo cultural en sentido estricto? (p. 120)
La producción social del género en la contemporaneidad se caracteriza por un rompimiento a todo androcentrismo y heterocentrismo anteponiendo una construcción sociocultural a una biológica en la construcción del sujeto social, incluidas, pero no limitadas, a las orientaciones sexuales. No obstante, las nuevas formas de producción social de lo humano no requieren una gran descripción o precisión, por el contrario, sus fronteras son invisibles, evanescentes, en aparición difusa. Si bien es vital una pedagogía de la mirada desde los derechos humanos en la comprensión de estas nuevas formas de existir en el mundo social, particularmente, estas innovaciones de existencia social buscan el derecho de ejercer su acción en el mundo de la vida sin tener que defender un enunciado ad eternum.
La narrativa sobre cómo queremos existir en el mundo social es cada vez más espectral, difusa. Tanto en el trabajo como en las aspiraciones laborales y emocionales. Es necesaria una responsabilidad social y una ética-política en la comprensión y atención a sujetos que están en el limbo jurídico, cultural, social o que se han construido socialmente de una manera innovadora que escapa a la comprensión de las formas tradicionales de ser y existir. Tanto las formas evanescentes de pérdida como aquellas de aparición difusa de la existencia social requieren una hospitalidad epistémica y pedagógica que las acoja y las distancie de cualquier epistemología cardinal excluyente.
Derrida, en “El monolingüismo del otro” (1997), evidencia la aparición de una evanescencia de una cultura de la lengua y de una pertenencia cultural que significa más una identificación que identidad. Nacido en Argelia en el norte de África, comprendió las consecuencias de la ocupación de los franceses desde 1830 hasta 1962.
A partir de 1856, musulmanes y judíos argelinos fueron considerados individuos franceses, pero no ciudadanos franceses. No obstante, en 1865 Napoleón III brindó la nacionalidad francesa a los judíos únicamente, generando un limbo socio-político y jurídico para los musulmanes. Así, su ciudadanía y su identidad resultaron ser espectrales y evanescentes. En medio de la segunda guerra mundial y distanciados de los nazis en territorio del antiguo Magreb, los franceses continuaron con un amplio colonialismo y un sistema de diferenciación colonial que se prolongó casi treinta años y que termina por la independencia de Argelia frente a Francia y el retiro de la nacionalidad francesa a los argelinos en 1962.
La imposición de la lengua, la nacionalidad y la cultura francesa durante más de 130 años y el retiro inesperado de dichos atributos generó una transformación de la comprensión de lo social en esta comunidad argelina. En el relato del texto mencionado, Derrida se dirige a Metropole desde Argelia denunciando con perplejidad una epistemología cardinal excluyente.
Imagínalo, figúrate alguien que cultivara el francés. Lo que se llama francés. Y al que el francés cultivara. Y quien, ciudadano francés por añadidura, fuera, por lo tanto, un sujeto como suele decirse, de cultura francesa. Ahora bien, supón que un día ese sujeto de cultura francesa viniera a decirte, por ejemplo, en buen francés: “No tengo más que una lengua, no es la mía”. Y aun, o, además: “Soy monolingüe”. Mi monolingüismo mora en mí y lo llamo mi morada; lo siento como tal, permanezco en él y lo habito. Me habita. El monolingüismo en el que respiro, incluso, es para mí el elemento. No un elemento natural, no la transparencia del éter, sino un medio absoluto. Insuperable, indiscutible: no puedo recusarlo más que al atestiguar su omnipresencia en mí. Me habrá precedido desde siempre. Soy yo. Ese monolingüismo para mí soy yo. […] Pero fuera de él yo no sería yo mismo. […] Ahora bien, nunca esa lengua, la única que estoy condenado así a hablar, en tanto me sea posible hablar, en la vida, en la muerte, esta única lengua, ves, nunca será la mía. Nunca lo fue en verdad. (p.2)
La evanescencia identitaria por reducción o desaparición de la nacionalidad es tanto un acto oficial jurídico, como sociopolítico, histórico y cultural. La lengua y la cultura continuaron habitando en estos sujetos. La ciudadanía francesa que encarna Derrida no solo es memoria, también, sustancia de una lengua y una cultura que no ha sido y nunca será la suya, aunque lo habite y lo defina. Tanto su nacionalidad como su identidad es insustancial, evanescente y espectral. “¿En qué lengua escribir memorias cuando no hubo lengua materna autorizada? ¿cómo decir un “yo me acuerdo”, cuando hay que inventar la lengua y el yo?” (1997, pp. 48-49). Esta existencia que queda después de lo sucedido en Argelia, aunque es pérdida/ausencia, también es ausencia/creación. Un sí mismo como otro, evanescente.
Tanto una evanescencia de pérdida o de inacabamiento requieren de una hospitalidad, tanto lingüística como epistémica. Ambos componentes son necesarios en el injerto de una hermenéutica del sí o hermenéutica subjetiva y una fenomenología del sí. Ricoeur (2004) lo expresa a través de la vía del lenguaje, en la hospitalidad lingüística que se transforma en una ética de la hospitalidad: “El placer de habitar el lenguaje del otro se compensa con el placer de recibir en el hogar, en la propia casa, la palabra del extraño” (p. 20).
El sentido de habitación de Ricoeur, proviene principalmente, de dos fuentes: La condition d'étranger”, (1996/2006) donde propone una aproximación política entre el extranjero y la hospitalidad universal, esta última, analizada por Kant en Sobre la paz perpetua, y como se puede evidenciar en el siguiente texto, como parte del artículo “Sobre la traducción” (2004),
me parece, de hecho, que la traducción no solo implica trabajo intelectual, teórico en la práctica, sino un problema ético. Llevar al lector al autor, llevar al autor, al lector, al riesgo de servir y traicionar a dos maestros es practicar lo que me gusta llamar hospitalidad lingüística. (p. 42-43)
En este mismo sentido, Avenatti / Bertolini (2016) declara:
Hay una gratuidad en el don de sí que la espera recibe de la hospitalidad cuando la habita. Esperar deviene entonces la acción de donar y acoger en el umbral. Esperar es hospedar al otro que viene como extranjero (xénos en griego es huésped y extranjero a la vez) y también como enemigo (en latín la misma raíz reconocen hospes y hostis) en el espacio propio. Más aún, si esperar «es como» hospedar, solo puede recibir quien se vacía de sí y en ese vaciamiento es capaz de recibirse a sí mismo como un huésped, como un otro para sí que se habita en el umbral. (p. 100)
Desde un ámbito epistemológico, la negociación de sentidos de la existencia no sólo genera inquietudes sobre la identidad y la justicia de existir, sino también, diversas innovaciones sobre ella misma. Las transformaciones en la concepción sociocultural de la construcción del género, en el despliegue del investimento político de los colectivos feministas, transexuales, de códigos no binarios, etc., al igual que el vacío que dejó el retiro de los colonialismos de vieja data en la imposición de la lengua y la cultura, permiten tanto una memoria herida por la falta de reconocimiento y el desprecio social como también la posibilidad de innovaciones en la construcción de nuevas identidades.
¿Qué tipo de ciudadanos han seguido siendo los argelinos musulmanes de aquella generación que vivieron la transición de 1962? ¿de qué maneras se negocian las legitimidades y los derechos universales de aquellos que eligen de manera autónoma y generan innovaciones en la construcción sociocultural del género? ¿Cómo se expresa su identidad narrativa, si la designación de sí mismo está secuestrada por un yo impuesto?
Sujeto ensalzado, sujeto humillado: parece que uno se aproxima siempre al sujeto mediante semejante inversión del pro en el contra; de ahí sería preciso concluir que el «yo» de las filosofías del sujeto es atopos, sin lugar asegurado en el discurso. ¿En qué medida se puede decir de la hermenéutica del sí, puesta aquí de relieve, que ocupa un lugar epistémico y ontológico […], situado más allá de esta alternativa del Cogito y del anti-Cogito? (Ricoeur, 1990a, pp. XXVIII-XXIX)
La hospitalidad tanto en Ricoeur como en Derrida se centra en la relación del extranjero, recién llegado y del anfitrión. Para ambos filósofos, las maneras en que reaccionamos, negociamos y actuamos ante la llegada inexorable del otro y en la conjunción entre ética y política definen las condiciones de la hospitalidad. De allí que la hospitalidad posea un atributo de finalidad ética (visée éthique).
No obstante, pareciera que subsistiera una epistemología cardinal en la recepción al otro a partir de la condición de vulnerabilidad. ¿Acaso el rol de anfitriones estaría limitado exclusivamente a la necesaria vulnerabilidad de los acogidos? Incluso, ¿cómo racionalizar las diferencias desde lo epistemológico y lo antropológico-social con respecto a lo que significa la pobreza en Bolivia y en Suiza, como motivo de hospitalidad?
Por un lado, a diferencia de lo que plantean Habermas (1999) y Benhabib (2006), la condición de nacionales de países desarrollados no les salva de la vulnerabilidad que portan y, por tanto, requieren de una hospitalidad para desarrollar dignamente sus vidas. Por otro, la racionalidad de la hospitalidad difiere de las condiciones estructurales de lo que se defina como vulnerabilidad en un espacio social concreto.
Es bien conocido que, en poblaciones rurales pauperizadas en África, India y América Latina, es costumbre ofrecer al forastero, extranjero o nacional, más de lo que se posee como gesto de hospitalidad. Aquí la capacidad de hospitalidad no estaría vinculada a los medios o recursos de propiedad con los cuales cuenta el anfitrión (a su índice de vulnerabilidad), sino a un interés legítimo y desmedido de excedencia (Lévinas, 1977), en la recepción al otro, como atributo de lo humano,
La hospitalidad ordena, hace incluso deseable una acogida sin reserva ni cálculo, una exposición sin límite a quien arriba. Ahora bien, una comunidad cultual o lingüística, una familia, una nación, no pueden no poner en suspenso, al menos, incluso traicionar este principio de hospitalidad absoluta: para proteger un “en casa”, sin duda, garantizando lo “propio” y la propiedad contra la llegada ilimitada del otro; pero también para intentar hacer la acogida efectiva, determinada, concreta, para ponerla en funcionamiento. (Derrida, 2005, p. 7)
Derrida (1998) identifica dos clases de hospitalidad: una de corte incondicional o imposible, que “supone que usted [en tanto anfitrión] no pida al recién llegado, al huésped que dé nada a cambio, incluso que no se identifique a sí mismo” (p. 70-71); y una hospitalidad condicional que impone algunos requisitos y restricciones a la bienvenida de los recién llegados. El filósofo francés acepta que solo la hospitalidad incondicional es la única que podrá tener una coherencia ético-política. De allí que se hace necesario tanto la autoridad irrestricta del anfitrión sobre su hogar y la renuncia de él mismo, como la exigencia de restricciones sobre los recién llegados y el reclamo de cualquier tipo de propiedad.
A pesar de que Derrida señala que no puede haber hospitalidad sin la soberanía del anfitrión y sin límites y requisitos para el huésped, admite solo la hospitalidad incondicional permite encontrar un sentido de agenciamiento social y de operatividad, pues tal hospitalidad excede el cálculo social, jurídico, político y cultual. Esta relación y naturaleza de la hospitalidad permite que los roles de anfitrión y acogido se asuman y en un acto de otorgamiento y renuncia se instaure el mecanismo de recepción y acogida ético-político.
Derrida propone pensar la hospitalidad incondicional por fuera de lo que denomina lógica de la invitación, comprendida en los límites del “yo te invito, yo te acojo en mi casa con la condición de que tú te adaptes a las leyes y normas”; para afirmar que la hospitalidad justa e incondicional está de antemano abierta, a cualquiera que no sea esperado ni esté invitado, a cualquiera que llegue como absolutamente extraño, no identificable e imprevisible al llegar, un enteramente otro, como ocurre con los fantasmas o espectros. (Guille, 2015, p. 269)
Por otra parte, en la habitación de la ciudadanía universal, Benhabib (2006) afirma que la hospitalidad se desplaza más allá de las fronteras y de las regulaciones gubernamentales, denominándolo como un Universalismo interactivo (o “Un otro cosmopolitismo”). Esto sugiere una recepción y una responsabilidad mutua, donde anfitrión e invitado ejercen una hospitalidad epistémica simétrica y no servil (Benhabib, 2006; Basil, 2019). Es allí donde la hospitalidad entre dos sujetos no está fundamentada en una epistemología cardinal y dentro de la cual, no se genera ni la pérdida, deuda, culpa o subordinación. Más bien, representa un espacio social para ensayar la subjetividad e intersubjetividad de manera autónoma, conscientes que ambos sujetos comparten un mismo destino planetario. Como afirma Delgado (2017), es necesario conjugar “la conciliación entre los principios universalistas de los derechos humanos, la autonomía y la libertad con la identidad particular, concreta, como miembros de ciertas comunidades humanas divididas por el lenguaje, el origen étnico y la religión, entre otros” (p. 110).
Benhabib (2006) afirma la separación de la comunidad de normas y legitimaciones con la comunidad de necesidades y solidaridad. La primera vinculada al mundo público y la segunda al ámbito privado de los sujetos sociales. Benhabib coloca el universalismo interactivo como el puente entre estas dos comunidades a través de los conceptos de justicia y vida buena.
La hospitalidad de Benhabib (2006) se justifica en que “cada uno tiene derecho a esperar y suponer formas de conducta del otro a través de las cuales, el otro se sienta reconocido y confirmado como un ser individual concreto con necesidades, aptitudes y capacidades específicas” (p. 183). Para Benhabib, la integración de justicia con la aspiración y ejercicio de una vida digna son los fundamentos del derecho a la hospitalidad social.
La hospitalidad no se entiende como una virtud de sociabilidad, como la bondad y generosidad que uno puede mostrar a forasteros que llegan a la tierra de una persona o que se vuelven dependientes de los actos de bondad de una persona a través de circunstancias naturales o de historia; la hospitalidad es un “derecho” que pertenece a todos los seres humanos en la medida en que los veamos como participantes de una república mundial. (p. 30)
Distante de Derrida, Benhabib enuncia una hospitalidad como derecho universal que le brinda responsabilidades, no solo al recién llegado, sino también al anfitrión. En este sentido, la hospitalidad incondicional no es una situación extraordinaria de excedencia, sino una práctica social necesaria para un ecosistema planetario basado en los derechos universales. La comunidad de derechos y legitimidad unida a la comunidad de necesidades y solidaridad brinda el espacio lingüístico, dialógico, epistémico y pragmático de la hospitalidad que permite que una sociedad evanescente sea responsable por sus creaciones sociales, pero que también responda a necesidades y demandas verdaderas y concretas de una comunidad en particular. Así el componente de una finalidad ética deviene en el fundamento de la hospitalidad social.
La posibilidad de dialogicidad que plantea Ricoeur (2006b) dentro de prácticas de reconocimiento social justo y mutuo, expone una hospitalidad lingüística y epistémica que debe resguardarse al interior de las pedagogías hospitalarias (Correa-Arias, 2024; 2021; 2019). En este tenor, las pedagogías hospitalarias constituyen, por un lado, las didácticas de formación ciudadana donde epistemologías hospitalarias promueven estados de paz y convivencia armónica, facilitando espacios de reflexión, debate, confrontación, conflicto y autonomía en el marco de los derechos universales. Se tratan de prácticas de formación que empiezan por el derecho a construir y a narrar la propia historia del sujeto y a reconocerse en el relato construido.
En Crítica de la razón indolente, Santos (2003) asevera que “Es por vía de la traducción, y de lo que yo designo como hermenéutica diatópica, que una necesidad, una aspiración o una práctica en una cultura dada puede volverse comprensible e inteligible para otra cultura” (p. 32).
Por otro lado, dichas pedagogías deben estar fundamentadas en modelos y estilos de formación y aprendizaje de carácter hospitalario, asintiendo a que estas historias se puedan poner en contacto con el otro, así como de recibir de manera auténtica los relatos de los otros, facilitando la construcción y sostenibilidad de comunidades de prácticas dialógicas. De allí, la creación e identidad narrativas de los sujetos se constituye en una de las materias primas de la hospitalidad lingüística epistémica y de la ética de la hospitalidad representadas en las sucesivas negociaciones de significados y sentidos de la existencia de los sujetos en sus mundos de la vida.
En la medida que el anfitrión pueda tener la capacidad de devenir en huésped y viceversa, la hospitalidad tendrá la manera de construir una comunidad global de reconocimiento mutuo en instituciones y sociedades justas. Al recordar los postulados de Arendt (1958) sobre el nacimiento en la esfera social como razón para comenzar, es necesario, igualmente, echar mano a la afirmación de Vincent (2015), con respecto a que la hospitalidad permite el desarrollo de la capacidad de hacer nacer lo humano. La hospitalidad solo vinculada a la vulnerabilidad del otro, genera una asimetría que dificulta un diálogo de saberes y el ejercicio de epistemologías plurales. Acoger al otro o ser acogido por otro, significa el mismo movimiento de una identidad vinculada a un sí mismo como otro.
Desde la antigüedad hasta el día de hoy trasegamos el cruzamiento entre la humanidad terrestre, líquida y evanescente. No obstante, cada época ha sido predominante sobre las otras. La antigüedad estuvo marcada por una humanidad terrestre vinculada a las epistemologías cardinales. La sociedad líquida ha prevalecido desde el inicio del milenio hasta el final de la segunda década del mismo, continuamente reconfigurando toda forma y estructura y realizando una licuefacción del tiempo. No obstante, luego del hito histórico de la pandemia por virus SARS-CoV-2, y de la digitalización del mundo de la vida, una sociedad evanescente de pérdida y de incompletud ha iniciado su desarrollo en la construcción del mundo de la vida contemporáneo.
Si bien los tres tipos de sociedades encuentran algún lugar de cruzamiento en nuestra actual existencia, donde el Smartphone, el ghosting, el breadcrumbing y el encuentro cara a cara se superponen en la comprensión de nuestra experiencia de vivir, la sociedad evanescente se abre paso en nuevas formas de existir y de emocionar sobre la existencia.
Por otro lado, en la conjunción simbiótica de una hermenéutica del sí y una fenomenología del sí, la hospitalidad lingüística y epistémica aparece como una posible vía para reafirmar el carácter ético de la hospitalidad y para el diseño de didácticas de las pedagogías hospitalarias. De allí que el producto de tales pedagogías pueda legitimar a la hospitalidad como una sabiduría práctica, una capacidad social y un derecho universal.
La evanescencia no solo incluye la pérdida como injusticia, sino que, por una vía formativa, se constituye en el centro de la posibilidad de la capacidad de valorar, reconocer y convivir con nuevas formas de expresión de la existencia social enmarcada en innovaciones sobre la aparición en el mundo de la vida que se amplía y ensancha a cada momento. Nuestra capacidad de ejercer una hospitalidad basada en los derechos universales será la condición de sociedades justas y democráticas de hoy y del futuro.
En este tenor, la reciprocidad es el signo más claro de que los roles entre anfitrión y huésped se puedan intercambiar constantemente, cuando la relación entre los involucrados no solo se basa en la vulnerabilidad o la solicitud, sino fundamentalmente en la vinculación interpersonal en la que uno y otro se reconocen sí mismos como otro.
Las pedagogías hospitalarias representan, por un lado, un currículo social (camino, transición, metamorfosis), es decir, una vía pedagógica para desarrollar una capacidad social que se encarne no solo como una virtud de la cortesía o de la lástima, sino un espacio de reciprocidad y de responsabilidad social.
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Este texto se constituye en uno de los productos de la investigación de la Red Iberoamericana de estudios sobre la Oralidad: “Entre corporalidades y literacidades comunitarias: pedagogías de la hospitalidad para la formación ciudadana”, en el período 2024-2027. ↩︎