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EL CINE DA QUÉ PENSAR. UNA LECTURA RICŒURIANA DEL TIEMPO Y LA NARRACIÓN AUDIOVISUAL

Cinema Gives Rise to Thought: A Ricoeurian Reading of Time and the Audiovisual Narrative

BÉRTOLD SALAS MURILLO orcid_icon

Universidad de Costa Rica

bertold.salas@ucr.ac.cr

Recepción: 28/05/2024 – Aceptación: 06/06/2024

Resumen

La investigación lleva las categorías y apuestas de la hermenéutica del tiempo de Paul Ricœur, concebida fundamentalmente para el mundo de la acción y el texto escrito, al relato audiovisual. Esta operación tiene un doble propósito: poner a prueba los alcances del pensamiento ricœuriano, e identificar las posibilidades que éste ofrece a los estudios fílmicos. Para ello, retoma la triple mimesis que constituye la configuración del tiempo, expuesta en Tiempo y narración (Temps et récit, 1983, 1984, 1985), y la emplea en el examen de tres fábulas sobre el tiempo, los filmes Close-Up (Kiarostami, 1990), JFK (Stone, 1991) y El arca rusa (Sokurov, 2002). El abordaje de estas obras muestra la pertinencia de la hermenéutica para comprender la configuración de lo temporal y lo narrativo en la experiencia de un texto audiovisual. Asimismo, conduce a identificar diferencias entre el texto escrito, objeto de estudio de Ricœur, y el audiovisual, y proponer adecuaciones a la teoría del hermeneuta francés, como son la postulación de una precomprensión narrativa específicamente audiovisual; la revisión del vínculo entre mundo y lenguaje, así como del nexo con el referente, en relatos cuyo sistema sígnico está constituido por imágenes y sonidos; y la distinción entre las nociones de imagen e imaginación.

Palabras clave: Ricœur; tiempo; precomprensión narrativa audiovisual; imaginación; espectador.

Abstract

The present paper brings the categories of Paul Ricœur’s hermeneutics of time, fundamentally conceived for the world of action and the written text, to the audiovisual narrative, with all of their risks and opportunities. This operation has a double purpose: to test the scope of Ricœurian thought and to identify the possibilities that it offers to film studies. To accomplish this, we take up the triple mimesis that constitutes the configuration of time, exposed in Time and Narrative (Temps et récit, 1983, 1984, 1985), and apply it in the examination of three fables about time, the films Close-Up (Kiarostami, 1990), JFK (Stone, 1991) and Russian Ark (Sokurov, 2002). The approach to these works demonstrates the relevance of hermeneutics to understand the configuration of time and narrative in the experience of an audiovisual text. Likewise, it leads to identifying differences between the written text, the object of Ricœur’s study, and the audiovisual one, and proposing adjustments to the theory of the French hermeneut. Among these, a particular emphasis is placed on the postulation of a specifically audiovisual narrative preunderstanding, the review of the link between world and language and the connection to the referent in narratives whose sign system is made up of images and sounds, and finally on the distinction between the notions of image and imagination.

Keywords: Ricœur; Time; Audiovisual Narrative Preunderstanding; Imagination; Spectatorship.

El cine da qué pensar. Una lectura ricœuriana del tiempo y la narración audiovisual

Tales about time

Durante los primeros segundos de El arca rusa (Russkyi kovcheg, 2002), de Aleksander Sokurov, el espectador ve penumbras e imágenes confusas, como desde la perspectiva de quien se despierta de un sueño profundo. Se oye la voz de un hombre, cuya vista coincide con la de la cámara. Algo menciona respecto a un accidente. ¿Sueña? ¿Agoniza? ¿Lo escuchamos desde el más allá? Nunca es revelado, pero, en cuanto es posible distinguir las formas, cae en la cuenta de que se halla en el interior de un palacio, que reconoce: es el Hermitage, la antigua residencia de los zares, uno de los museos más grandes del mundo en la actualidad.

El hombre, llamémoslo el viajero ruso, recorre las salas del palacio y se cruza, por lo general sin ser percibido, con quienes lo habitaron: zares como Pedro (1672-1725) y Catalina (1726-1796), la gran duquesa Anastasia (1901-1918), arqueólogos e historiadores, turistas contemporáneos. Muy temprano se le suma otro hombre, un francés de la primera mitad del siglo XIX, quien desconoce la emergencia de esa cultura rusa que es admirada en toda Europa. La excursión por el Hermitage, que dura una hora y media, consiste en un prolongado plano secuencia (es decir, no hay un solo corte en la edición), que siempre coincide con la perspectiva de este testigo del tiempo. La presencia ininterrumpida de su mirada y su voz, así como la continuidad de las amplias salas y los largos corredores, brindan concordancia a la seguidilla de períodos y personajes heterogéneos. Por obra de las huellas del pasado –en la forma de nombres reconocibles, como las figuras históricas, o de producciones culturales, como las piezas artísticas en el museo o la música en los salones–, el recorrido se convierte en una reflexión, verbal y visual, en torno a la historia rusa.

La película El arca rusa es una “tale about time” (fábula sobre el tiempo), la figura de A. A. Mendilow que Paul Ricœur recupera para describir obras que presentan variaciones imaginativas de lo temporal que solamente la ficción puede explorar, como las novelas La montaña mágica (Der Zauberberg, 1924), de Thomas Mann y La señora Dalloway (Mrs Dalloway, 1925), de Virginia Woolf, y el ciclo En busca del tiempo perdido (À la recherche du temps perdu, 1913-1927), de Marcel Proust. Este examen de modalidades inéditas de concordancia discordante hace a su vez parte del entramado con que el hermeneuta procura demostrar el vínculo entre el tiempo y la narración. Como el filme de Sokurov, también son fábulas sobre el tiempo el iraní Close-up (Klūzāp, nemā-ye nazdīk, 1990), de Abbas Kiarostami, y el estadounidense JFK (1991), de Oliver Stone, piezas audiovisuales en las que la narración salta continuamente entre el pasado y el presente, conjuga materiales heterogéneos (imágenes de archivo, reconstrucciones de lo real y lo posible) y propone una interpretación de lo humano y su condición histórica.

Ricœur presenta su propuesta en el tríptico Tiempo y narración (Temps et récit, 1983; 1984; 1985; en adelante, TR I, II o III), en el que la aporía del tiempo, como denomina la imposibilidad de aprehender intuitivamente la estructura temporal, encuentra su solución en la experiencia de comprensión del relato. Constituyen los polos de esta aporía las concepciones opuestas de Aristóteles, que incumbe al tiempo objetivo o cosmológico (el que es estudiado por la física), y de Agustín, que concierne al tiempo interior o subjetivo (es decir, experimentado por el individuo). Según el filósofo francés, el relato permite el encuentro de estas posiciones irreconciliables: “el tiempo se hace tiempo humano en la medida en que se articula en un modo narrativo, y la narración alcanza su plena significación cuando se convierte en una condición de la existencia temporal” (TR I, p. 113). Esto es posible mediante una triple mímesis, en las que el tiempo es prefigurado en el mundo de la acción (mímesis I), configurado en la objetividad textual (mímesis II) y refigurado por el individuo en la recepción (mímesis III).

La investigación lleva el pensamiento de Ricœur al encuentro de los estudios audiovisuales y es así consecuente con la apertura disciplinaria que le caracterizó. Mientras que otras pesquisas han explorado las oportunidades que ofrece la hermenéutica ricœuriana para interpretar la narración audiovisual (Baracco, 2017) o para la reflexión ética con el texto fílmico como punto de partida (García-Noblejas, 2004; Friedmann, 2010, 2012), esta prolonga su propuesta sobre la relación entre el tiempo y la narración. Para ello, efectuamos una adecuación a las características de las materia y experiencia audiovisuales: el rol de los regímenes narrativos en la precomprensión del mundo de la acción; las condiciones de un aparato sígnico, compuesto por imágenes y sonidos, que se manifiesta en la puesta en escena, la puesta en cuadro y la edición; las condiciones imaginarias en la actividad espectatorial. El propósito no es una exégesis del pensamiento del hermeneuta francés, sino su aplicación en un ámbito no contemplado explícitamente en Temps et récit.1

La primera mímesis: la prefiguración del tiempo

Cualquier espectador contemporáneo encuentra que los primeros minutos de JFK son los de un documental: para empezar, un fragmento del discurso de despedida del presidente estadounidense Dwight Eisenhower, ofrecido por televisión en enero de 1961; a continuación, imágenes de archivo, en blanco y negro y en color que, acompañadas por una voz en off, relatan episodios entre 1960 y 1963: la elección de John Fitzgerald Kennedy como presidente de los Estados Unidos, el fallido desembarco en Bahía de Cochinos, la crisis de los misiles en Cuba, el incremento de los efectivos estadounidenses en Vietnam. En medio de esta seguidilla de fragmentos que son huella del pasado, es presentado cómo una mujer es lanzada a la carretera desde un auto; esta, que es ya una recreación, aparece en blanco y negro y con una pigmentación que la hacen indistinta de la sucesión de imágenes de archivo. En el hospital, esta misteriosa mujer es tomada por loca, pues denuncia un plan para asesinar al presidente. La música adquiere un rol cada vez más predominante, como si nos preparara para un acontecimiento. En efecto, el prólogo cierra con la pantalla en negro y el sonido de un disparo, que el público reconoce como el que quitó la vida de Kennedy en Dallas, en noviembre de 1963. De inmediato es introducido, ahora en color, el fiscal Jim Garrison, quien años después inició un sonado y fallido proceso para develar la conspiración detrás del magnicidio.

Los primeros minutos de JFK están compuestos de imágenes y sonidos heterogéneos, tanto en su origen (el archivo o la recreación de lo real y lo posible) como en su apariencia (variaciones del color o la nitidez). No se trata de un collage, pues no hay nada de azaroso en la selección y articulación de sus partes, sino una concordancia de lo discordante, dirigida a sembrar dudas en torno a las circunstancias de la muerte de Kennedy. La comprensión de este pasaje, que pone en clave de relato de suspenso un acontecimiento histórico, es posible por la familiaridad de los espectadores con una manera de acoplamiento de lo visual y lo sonoro y de transmisión de la información. Según proponemos, esta familiaridad con tradiciones de exposición y representación audiovisual –como son los procedimientos habituales del documental y el thriller, involucrados en la apertura de JFK– hace parte de lo que Ricœur denomina la primera mímesis o precomprensión narrativa, la cual tiene su origen en el mundo de la acción, y que constituye una prefiguración del tiempo.

La mimesis I es una estructura que involucra una competencia previa (compétence préalable) que hace inteligible el mundo de la acción mediante los desplazamientos a través de la red de intersignificaciones constitutiva de la semántica de la acción y las “mediaciones simbólicas” que lo conforman. Una muestra de ese mundo de la acción, o al menos de un intento de conseguir su (imposible) captura directa, es la primera secuencia de Close-Up, de Kiarostami, ejemplar en su exploración de los rasgos estructurales, simbólicos y temporales de la cotidianidad. En este pasaje, un taxista lleva a un par de policías y un periodista a realizar un arresto. Mientras estos ingresan a la residencia en la que se encuentra el sospechoso, el chofer se pasea tranquilamente por la callejuela dónde estacionó el auto. Dirige su mirada hacia arriba y ve –y nosotros con él– un avión cruzar el cielo. El plano dura una decena de segundos, los suficientes para que la aeronave complete el recorrido a través del campo visual. Todo indica que es otoño, y al lado de la calle hay un montículo de ramas y hojas. El taxista recoge algunas flores de entre este montón y, al hacerlo, hace rodar un cilindro, probablemente de pintura, que también estaba allí. La cámara abandona al conductor para seguir el cilindro en su extenso y parsimonioso trayecto por la calle, hasta que lo detiene el cordón de la acera. Vuelve entonces al conductor, quien ha visto el rodar del cilindro; olfatea las flores y regresa al auto. En ese momento, los policías salen de la casa con el detenido. En este pasaje que nada agrega al argumento, Kiarostami dirige la mirada a la cotidianidad: su temporalidad (la espera de un conductor, el vuelo de un avión o el rodar de un cilindro) y su estructura (el ingreso y la salida de los policías de la vivienda), así como a sus posibilidades simbólicas (las flores, quizás el cilindro).

La precomprensión narrativa tiene su origen en la praxis cotidiana, por lo que se afirma que la primera mímesis comienza a mostrar la relación entre el lenguaje y el mundo. En “Le modèle du texte : l’action sensée considérée comme un texte”, Ricœur concibe el actuar humano como una obra abierta, en el sentido de que la significación de cada acto se dirige a una serie indefinida de “lectores” posibles, tanto contemporáneos como posteriores (en Du texte à l’action, 1986; en adelante TA). Este aspecto de la acción es el que hace posible la escritura de los relatos: imitar o representar es “comprender previamente en qué consiste el obrar humano: su semántica, su realidad simbólica, su temporalidad” (TR I, p. 125). Esta precomprensión, que es común a quien narra y a quien recibe el relato, habilita la segunda mímesis, la de la construcción de la trama, y permite el traslado de la propuesta ricœuriana hacia construcciones textuales que presentan a personajes en acto, como son el teatro y el cine. La estructura compartida por el cineasta y el público hace posible la comprensión del heterogéneo y fragmentario prólogo de JFK: las figuras y los rostros humanos –en muchos casos, con una contraparte histórica–, la amalgama del archivo y la recreación de lo real y lo posible, la música que anuncia un acontecimiento inminente.

La inteligencia narrativa se desarrolla de acuerdo con esquemas y tradiciones, en un marco histórico, construido culturalmente, del cual hacen parte las tradiciones de representación audiovisual, las cuales fijan los límites y las posibilidades de las producciones mediáticas. Por esto, nos atrevemos a afirmar que existe una precomprensión narrativa específicamente audiovisual, la cual es también determinante en la configuración del tiempo. Esta precomprensión involucra los relatos con los que el sujeto ha entrado en contacto y está familiarizado, los cuales han modelado el quehacer de la mirada y el seguimiento de la acción. Uno de estos es el Modo de Representación Institucional (MRI), también conocido como clasicismo cinematográfico o cine de Hollywood, que ha determinado los hábitos espectatoriales de un parte importante del público a nivel mundial, particularmente por su influjo en la estructura guionística, la puesta en escena y la edición.

El clasicismo cinematográfico se caracteriza por el equilibrio de la forma, la tendencia a una “lógica de transparencia” en la organización de los materiales narrativos, y por la pretensión de “incluir” al espectador. Asimismo, por la construcción de personajes, historias y espacios al servicio de la narración, sin ambigüedades en la exposición de causas y efectos (Bordwell, 1997; Russo, 2008). El relato clásico se pretende realista, tanto en el sentido aristotélico (es decir: fidelidad a lo probable), como naturalista (esto es, en relación con los hechos sociohistóricos) (Bordwell, 1997, p. 3). Se sirve entonces del guion (el ordenamiento secuencial de actos y palabras), la imagen (la fotografía, la dirección artística, la edición y los efectos especiales) y la música para construir en la pantalla un mundo que se pretende verosímil –esto es, verdadero para los espectadores–. Podemos adelantar que el MRI coincide bastante con la definición ricœuriana de trama, que se caracteriza, en primer lugar, por la concordancia, la cual “se caracteriza por tres rasgos: plenitud, totalidad y extensión apropiada” (TR I, p. 80)2.

Los filmes clásicos son “transparentes”, es decir que los movimientos de cámara, la edición, la música o los cambios en el guion se invisibilizan, de manera que el espectador sólo es consciente de la historia que se le cuenta, no de cómo esta es transmitida. En procura de esta transparencia, el modelo clásico recurre a un montaje “en continuidad” que disimula la diferencia entre los planos. El relato clásico se presenta como autónomo, que “se cuenta solo”, y es tan imprevisible como la misma realidad. La transparencia tiene su opuesto, la opacidad, la cual es uno de los rasgos de los denominados filmes modernos. Transparencia y opacidad no solamente determinan el efecto de realidad, mediante el cual el medio se invisibiliza y el relato disimula su condición de artificio, sino que resultan fundamentales en la refiguración del tiempo por parte de la persona espectadora. Deleuze (1983; 1985) vincula el clasicismo a la “imagen-acción”, es decir en la que la acción es el asunto central de la imagen; por el contrario, los relatos modernos son, también en términos deleuzianos, “imagen-tiempo”.

A la par de la clásica, Casetti y Di Chio mencionan otros dos modos de escritura audiovisual, menos familiares para la mayoría de los espectadores, pero también susceptibles de ser parte de su precomprensión narrativa: la barroca y la moderna. La escritura barroca se define por las “elecciones lingüistico-expresivas caracterizadas por la marcación y la homogeneidad [y que está] basada en la exploración de los extremismos y de la marginalidad, donde sin embargo la diversidad de las elecciones se “mantiene unida” por medio de la presencia de transiciones y puentes” (Casetti y Di Chio, 1991, p. 116). Una película como El arca rusa, con su apuesta por la continuidad de la puesta en escena y la edición llevada a su mínimo, puede considerarse como característica de esta propuesta. En cuanto a la escritura moderna, esta “viene definida por las elecciones lingüísticas y expresivas caracterizadas por la dishomogeneidad y la heterogeneidad” (Casetti y Di Chio, 1991, p. 118), las cuales la convierten en opaca, en completa oposición a la transparencia del clasicismo. Constituyen una muestra de esta escritura los pasajes del juicio en Close-Up, es los que el registro imperfecto y aparentemente espontáneo y la escasez de cortes se proponen como una recuperación directa de la heterogénea realidad; la atención a la burocracia judicial subraya esta autenticidad que no responde a las necesidades del relato, pues más bien lo hace moroso.

De la misma manera que el mundo de la acción cultiva en el sujeto una estructura prenarrativa que permite su encuentro con la objetividad del texto, la familiaridad con los modos de representación audiovisual posibilita –y condiciona– la aprehensión cuando éste está compuesto por imágenes y sonidos. En América y Europa, el modo de representación hegemónico ha sido el clasicismo, el cual se caracteriza por el realismo, la transparencia, la completitud y la supuesta autonomía, una serie de rasgos que resultan determinantes en la configuración del tiempo y la narración.

La segunda mímesis: la configuración del tiempo

Close-Up está compuesto por ocho secuencias, que llevan a los espectadores del presente al pasado de la diégesis y viceversa, y que alternan la recreación de los acontecimientos, en lo que refiere a lo pretérito, y el registro de la realidad, en lo que incumbe al presente. Como fue adelantado, la primera consiste en la reconstrucción del arresto de Hossain Sabzian, un hombre que se ha hecho pasar por el realizador Mohsen Makhmalbaf frente a los Ahankhah, una cinéfila familia de clase media. El pasaje es presentado desde la perspectiva de quienes realizan la detención. Sabzian participa en la recreación, como también lo hacen las personas engañadas. La segunda secuencia muestra la llegada de un equipo de producción a la delegación policial donde se encuentra el detenido, así como entrevistas a los funcionarios judiciales que llevan su caso. La tercera, la quinta y la sétima son registros de diferentes pasajes del juicio, en los que el impostor procura revelar sus inocentes motivaciones (las de un pobre desempleado, que mediante el equívoco encuentra respeto y admiración), y la cuarta y la sexta partes son nuevamente representaciones con la participación de los involucrados: el encuentro de Sabzian con la señora Ahankhah en un autobús, cuando comenzó el engaño, y el arresto, ahora desde la perspectiva del detenido. En un epílogo, el impostor se encuentra con el verdadero Makhmalbaf, quien lo acompaña a la casa de la familia engañada, para ofrecer una disculpa.

Los desplazamientos entre el pasado y el presente y la reunión de secuencias producto de la recreación junto con otras que tienen por origen el mundo de la acción hacen de Close-Up un relato audiovisual poco común. Los pasajes de registro se caracterizan además por la espontaneidad, la ausencia de cálculo y, por tanto, la heterogeneidad de los gestos y palabras de los participantes. Pese a estas particularidades, la estructura no tiene nada de azarosa –como tampoco la tenía la apertura de JFK, también una amalgama de registros y recreaciones de lo real y lo posible–: el orden, que incluye la presentación desde dos perspectivas de un mismo acontecimiento (el arresto de Sabzian), obedece a una semántica de la acción, que encuentra su síntesis en la búsqueda de perdón del conmovedor cierre. Esta significación de lo que fue presignificado en el mundo de la acción es conseguida mediante operaciones como la selección del plano, los apurados movimientos de cámara, los abruptos cortes de la imagen y el sonido y la participación de actores no profesionales, que ejemplifican en el texto audiovisual –sin importar que este sea poco convencional– la segunda de las mímesis descritas por Ricœur.

La mímesis II se encuentra en la objetividad del texto. Este funciona como un pivote entre la temporalidad y la narración: la materialidad textual “retiene” el tiempo mediante una síntesis de materiales discordantes, en este caso un conjunto de imágenes y sonidos –que refieren a individuos y objetos–, que se organizan de acuerdo con un propósito dramático (previsto por el guion), se sitúan en un espacio (que denominamos, con Casetti y Di Chio [1991], el nivel de la puesta en escena) y frente a una cámara (el de la puesta en cuadro), para finalmente ensamblarse mediante la edición (el de la puesta en serie). Estos niveles, reconocibles en el relato audiovisual, constituyen sucesivos procesos de síntesis de lo heterogéneo y, con esta, de configuración del tiempo; mientras que operaciones como las puestas en cuadro y en escena registran o imitan los rasgos estructurales, temporales y simbólicos del mundo de la acción (tanto el real como el posible), las variaciones imaginativas dispuestas por el guion y materializadas en la edición se encargan de reinventarlo. El resultado son objetos textuales que, a diferencia del escrito, son manifestación del tiempo cosmológico reconocido por Aristóteles, pues contienen en sí una duración: mientras que Close-Up se demora 98 minutos, JFK tiene 205 y El arca rusa consiste en un solo plano secuencia de 96 minutos. Incluso cuando la serie visual se sirve de una imagen fija, como en distintos pasajes de carácter cuasidocumental en JFK, o en el cierre de Close-Up –que se detiene en un Sabzian que se abraza a un tallo floreciente, conmovido por el perdón de los Ahankhah–, la duración se expresa en la serie sonora (sonido diegético, música o silencio) que acompaña la imagen.

La red conceptual que en la primera mímesis hace significativos los componentes del mundo de la acción, es la que permite la configuración del relato audiovisual. La Física aristotélica, a la que Ricœur regresa constantemente, señala que el tiempo es el número del movimiento. Esta posición es cuestionada por Agustín de Hipona, quien separa el movimiento y el tiempo. La postura de Aristóteles encuentra su confirmación en un largometraje como JFK, y en general en cualquiera que atienda las características del MRI, según las cuales el tiempo y el movimiento están estrechamente vinculados, tanto en las puestas en cuadro y en escena, por la actividad de la cámara y de los intérpretes, como en la puesta en serie, por la edición y la musicalización. Sin embargo, la definición aristotélica resulta insuficiente en un texto audiovisual en el que el movimiento es mínimo, ya porque los personajes o la cámara apenas se desplazan o no lo hacen del todo, como ocurre en distintos pasajes de Close-Up, ya porque el relato no se sirve del ensamblaje de planos, como pasa con el dilatado plano secuencia de El arca rusa. En términos aristotélicos, este tipo de textos, en los que el movimiento es escaso, apenas tendrían tiempo. Sin embargo, lo poseen, pero para reconocerlo se requiere una aproximación agustiniana: se trata, fundamentalmente, del tiempo vivido por el sujeto, el espectador, protagonista de la tercera mímesis.

Evidentemente, la reflexión ricœuriana respecto a la relación entre el mundo y la palabra, que se expresa en la representación lingüística del tiempo en el texto escrito, exige una adecuación cuando se traslada al tejido audiovisual. Esto porque estos se diferencian en la condición de los signos y el funcionamiento de la convención: mientras que en la forma verbal (oral o escrita), las palabras cobran sentido mediante una serie de acuerdos construidos históricamente y transmitidos mediante la tradición (el idioma, el alfabeto), la comprensión de los signos icónicos del texto audiovisual suele apoyarse en el reconocimiento derivado de la participación del mundo de la acción, que solo en alguna medida es convencional. En el relato audiovisual encontramos un vínculo más estrecho entre el texto y el mundo, pues en su comprensión entra en juego la semejanza con el referente; en numerosas oportunidades, los signos no son solamente semejantes a lo real, sino que constituyen su huella, pues la fotografía es una impresión de este en una película de celuloide. Este es un rasgo con importantes implicaciones para el documental, así como para las ficciones de temática histórica como JFK y El arca rusa.

La noción clave de esta segunda mímesis es la trama (el mythos), un acto configurante que funda la concordancia, la coherencia y la completitud a partir de lo heterogéneo y discordante. Componer una trama es hacer “surgir lo inteligible de lo accidental, lo universal de lo singular, lo necesario o lo verosímil de lo episódico” (TR I, p. 85). Como destaca Ricœur, en Aristóteles la trama es un todo (holos) cuyos componentes se vinculan lógicamente, más que según lo cronológico: el tiempo se somete a lo que la intriga sitúa como necesario y, según este criterio, los acontecimientos son presentados como contiguos. Por ejemplo, en un thriller como JFK, cuando el fiscal Garrison visita Dallas para reconocer el lugar donde fue asesinado Kennedy, se presentan registros de las circunstancias del asesinato, así como recreaciones que imitan su apariencia. La fragmentaria secuencia es acompañada por la explicación del asistente del fiscal sobre la trayectoria de los tres disparos que impactaron en Kennedy; cuando se menciona el tercer disparo, el mortal, escuchamos una detonación y el fiscal se sobresalta, como si también la escuchase. De esta manera, imágenes y sonidos de distinto origen y propósito se hacen contiguos por las necesidades pragmáticas del relato. El predominio de la intriga conlleva que el ordenamiento de las acciones es más importante que los personajes que las ejecutan. Esta es una idea bastante acorde con la propuesta clásica de JFK, en la que los protagonistas, sus actos y palabras, obedecen a un objetivo dramático claro, y riñe con las narraciones en las que los sujetos resultan más relevantes que la trama, como ocurre en ciertos pasajes de Close-Up.

Como parte de su actividad configurante, los relatos audiovisuales suelen organizar sus componentes estructurales, temporales y simbólicos de manera que se facilite el seguimiento y la comprensión por parte de los espectadores de la trama y de la configuración temporal que la soporta. Por ejemplo, en una suerte de segundo acto de JFK, se precisa que han pasado tres años tras el asesinato de Kennedy y, de inmediato, una conversación hace referencia a la guerra de Vietnam, sugiriendo una causalidad –y una toma de posición histórica–, pues vincula el magnicidio con este conflicto. Se tiene una operación semejante en la apertura de Close-Up, en la que el periodista explica a los policías y el taxista –y con ellos, al público– la razón del arresto que están por realizar. El arca rusa ofrece numerosos referentes para que los espectadores no nos extraviemos en medio del flujo de personajes y acontecimientos históricos que habitan este vagabundeo de ensueño por el Hermitage: el viajero ruso se cruza con un grupo de jóvenes que descienden de un carruaje y afirma que, por las ropas, deben ser del siglo XIX; ingresa en una habitación en la que un hombre insulta a otro y dice, mientras sale apuradamente, “Creo que vi a Pedro el grande”; se topa con unas niñas que corren por el pasillo y escucha a la que parece ser la madre decir: “Anastasia, ¿a dónde vas?”, señalando así a la famosa princesa rusa, cuya sobrevivencia a la revolución de 1917 fue una de los grandes leyendas del siglo XX.

Las fábulas sobre el tiempo que examinamos muestran diferentes síntesis de lo heterogéneo para representar el pasado: mientras que JFK se aproxima a un acontecimiento histórico (el asesinato de Kennedy), El arca rusa ofrece un particular recorrido por trescientos años de historia rusa y Close-Up recurre a personajes que se interpretan a sí mismos y explicitan su condición sociohistórica. Esto es relevante en un marco ricœuriano, pues el hermeneuta francés revisó la relación entre el relato histórico y el de ficción en Tiempo y narración y La memoria, la historia, el olvido (La mémoire, l’histoire, l’oubli, 2000; en adelante MHO).

Según Ricœur, los textos históricos y de ficción se distinguen por el pacto entre el escritor y el lector (MHO, p. 339). Sin embargo, en ambos encontramos las operaciones de lo narrativo, lo retórico y lo imaginativo, así como un “mundo del texto” que exige un tratamiento dialéctico entre lo real y lo irreal. En JFK, una obra en la que los signos se nutren de su parentesco con el mundo de la acción, esta dialéctica conduce a una problematización de la realidad, pues despliega una estrategia narrativo-retórica que se sirve tanto de imágenes de archivo como de otras que son producto de reconstrucciones, para demostrar dentro de la diégesis aquello que no ha sido probado fuera de esta: la existencia de una conspiración detrás de la muerte de Kennedy. Ejemplar de esta estrategia es la secuencia del almuerzo del equipo del fiscal de Louisiana, cuando es contada la historia de Lee Harvey Oswald, el supuesto asesino de Kennedy. La voz de Susy, asistente del fiscal, acompaña fotografías y notas periodísticas que registran la vida del sospechoso. Su relato es complementado por las preguntas y comentarios de colegas que, como ella, plantean desde el sentido común objeciones a la versión oficial. El filme ofrece una explicación del pasado que combina lo historiográfico, pues trata un acontecimiento verídico y aporta algunas pruebas verificables, con lo ficcional, puesto que también recurre a la recreación y brinda la mayor importancia al acto imaginativo de especular.

Close-Up y El arca rusa también proponen variaciones imaginativas de lo real y lo ficticio, siempre en el marco del devenir histórico. En el filme de Kiarostami, los individuos se interpretan a sí mismos en recreaciones que proponen una dialéctica de la identidad y del tiempo que culmina en el pasaje final en el que, en el presente de la diégesis, se encuentran el falso y el verdadero Mohsen Makhmalbaf. La operación es más compleja, y acaso más retadora para los espectadores, en la película de Sokurov, en pasajes como aquel en el que asistimos a una imposible conversación sobre la situación política soviética, en la que participan los directores del Hermitage de diferentes épocas: el medievalista Joseph Orbeli (lo dirigió de 1934 a 1951), el arqueólogo Boris Piotrovsky (1964 a 1990), y el hijo de este, el historiador Mijaíl Piotrovsky (desde 1990 hasta el presente); mientras que actores interpretan a Orbeli y Piotrovsky padre, Mijaíl se interpreta a sí mismo, y por ello se ve mayor que su progenitor. De esta manera, el texto audiovisual cumple su labor sintética y, con la cámara y el espacio (la sala del museo) como factores de cohesión, hace coexistir distintos tiempos y signos con diferentes vínculos con el referente.

En La memoria, la historia, el olvido, el interés por la “re-presentación” del pasado mediante la escritura lleva a Ricœur al concepto de representancia (représentance), que es el acto que recupera y brinda una nueva presencia a la historia. Como resulta evidente en JFK, esta representación de lo pretérito no es neutra y transparente, sino que se da mediante el espesor y la opacidad de formas y operaciones (la trama, la exposición de problemas, las variaciones imaginativas) que muestran la distancia y el insuperable disenso entre el pasado y su actualización mimética. Como sucede en una narración de ficción, parte de la efectividad de la representancia radica en la clausura del texto (MHO, p. 361). Según advierte el hermeneuta, la densidad textual de relato sobre el pasado no es posible sin el impulso extralingüístico y referencial, del que depende su capacidad para representar el pasado. Esto cobra un nuevo sentido en el texto audiovisual, en el que, como fue señalado, el vínculo con el referente es más estrecha que en el escrito.

En JFK, la representancia del acontecimiento histórico se sirve de la lógica de los relatos de suspenso, que propone a los espectadores un conjunto de piezas que han de armar, junto con el protagonista del filme (el fiscal Jim Garrison), para descubrir la conspiración detrás de la muerte de Kennedy. Esta estrategia dispara la actividad erotética (es decir especulativa), que según Carroll (1996) caracteriza el guion hollywoodense. El acto re-presentativo mediante la escritura fílmica es evidente en múltiples pasajes en los que la huella del pasado, el archivo, se integra, mediante el montaje, en una narración que replica las aporías del tiempo. La secuencia del asesinato de Oswald, el cual ocurrió durante una transmisión televisiva en vivo, incorpora tanto el registro televisivo como su apariencia, como cuando muestra primeros planos del que será su asesino, Jack Ruby (no el verdadero, sino un actor), quien se encuentra entre la multitud que lo aguarda a la salida del juzgado.

Ricœur afirma en La metáfora viva (La métaphore vive, 1975) y Tiempo y narración que la ficción ofrece una redescripción de la realidad. Plantea que existe un doble vínculo entre el relato y la referencia: conduce a esta, pero también lleva más allá de ella, constituyendo un nuevo “efecto de referencia” (effet de référence) (TA, p. 246). El particular vínculo entre los signos del texto audiovisual y el mundo de la acción permite retomar este componente de la propuesta ricœuriana: obras de ficción como JFK, Close-Up y El arca rusa presentan a los espectadores rostros y nombres extraídos del devenir histórico e inscritos en una lógica dramática (por el guion), espacial (mediante las puestas en escena y en cuadro) y secuencial (por la edición), que constituye finalmente una redescripción de la realidad, para finalmente rebasarla y dar así cuenta de la distancia histórica. Este ir más allá de la referencia permite recuperar la noción de aumento icónico, planteada por Ricœur a partir de François Dagognet, y que refiere a la condición del icono, que recrea el mundo con un grado de realismo superior a la misma realidad que lo origina (TA, p. 247).

Las operaciones metafóricas en El arca rusa son ejemplares de la redescripción de la realidad. En primer lugar, explicita el acto representativo como intermediario del pasado desde el momento en que reconocemos que se trata del recorrido por lo que actualmente es un museo; de la misma manera que se cruzan con zares y generales, el viajero ruso y el francés se encuentran con visitantes contemporáneos del Hermitage. El cierre del largometraje se ofrece como una representación, y constituye una metáfora muy transparente de su aproximación al pasado: se trata de una opulenta fiesta para celebrar el tricentenario de los Romanov en 1913, en víspera de la Gran Guerra que contribuirá a la caída de los zares. De manera anacrónica, pero en consecuencia con las variaciones imaginativas que propone este relato, que permite que distintos tiempos confluyan en un mismo espacio, la orquesta es dirigida por Valery Gergiev, director del Teatro Mariinsky desde los años 1990 y hasta el presente. El baile es tan exuberante y feliz que el francés pide permanecer por siempre en esa noche en 1913. Por su parte, el viajero ruso se dirige al río Neva, frente al cual se encuentra el Hermitage, y se interna en este mientras dice, solemne y melancólicamente: “Estamos destinados a navegar eternamente, a vivir eternamente”.

En Ricœur, la especulación sobre el tiempo responde a su estilo aporético, por lo que podría suponerse cierta inclinación hacia lo inconcluso. Ciertamente, reconoce la misión imposible de aprehender directamente el tiempo, pero ofrece una respuesta que es lo contrario a lo inacabado: la trama como una configuración coherente, completa y con una clausura; incluso afirma, de manera bastante contundente, que un relato que falla como explicación resulta menos que otro que lo consigue (TR I, p. 264). En este sentido, Jameson (2009) señala el distanciamiento de Ricœur respecto a las literaturas que en los años 1960 y 1970 abandonan la trama (plot) y, tras reconocer que la triple mimesis se adapta muy bien a la novela realista –y nosotros agregamos: al MRI–, cataloga su proyecto como esencialmente tradicionalista (p. 488).

La posición de Ricœur respecto a lo que es un relato, al menos la que parece más explícita, resulta problemática cuando es aplicada a un texto audiovisual que se sirve de la escritura moderna. Este tipo de obra puede ser una sucesión deliberadamente heterogénea de imágenes y sonidos; las acciones pueden ser mínimas, creando la impresión de inmovilidad; el relato puede no concluir ni explicar, al menos no con la claridad de la novela realista y el clasicismo cinematográfico. Consideremos ciertas secuencias de Close-Up: para empezar, las dedicadas a la representación de lo cotidiano mediante una estética documental que paradójicamente difiere de la verosimilitud calculada del realismo cinematográfico. Sobre esto, resulta notorio que la precomprensión narrativa se forja en el mundo de la acción, pero cuando los relatos audiovisuales procuran capturar esta última, se convierten en textos apenas narrativos, en los que poca cosa ocurre. Como antes fue descrito, en los primeros minutos de Close-Up se toma una serie de decisiones que favorecen la ralentización: un personaje, el taxista, quien solamente aguarda el regreso de los policías; el entorno, la calle, en la que el mayor acontecimiento es el rodar de un cilindro; la ausencia de música que ocupe el vacío de la espera. Pensemos igualmente en la sexta secuencia del largometraje, vinculada a la anterior pues también recrea el arresto, ahora desde el interior de la casa. En la sala, Sabzian conversa con el señor Ahankhah y un invitado; la charla no es fluida. Muy pronto, llega el periodista, habla aparte con el anfitrión y sale con él; el falso Makhmalbaf sospecha y se asoma por la ventana. La acción se desarrolla morosamente; es un pasaje poco espontáneo, con calculados movimientos de cámara, cortes y acciones que buscan generar suspenso. Se escuchan repetidas veces los graznidos de un ave que subrayan la espera de lo que, solo para Sabzian, es desconocido. Esto es lo particular de este suspenso: conocemos el desenlace, el arresto del impostor. ¿En qué reside entonces la incógnita? En la reacción del pobre hombre, que en la primera secuencia no tenía rostro y ahora, mediante las secuencias del juicio, ha sido humanizado profundamente.

En la escritura cinematográfica moderna, los regímenes narrativos predominantes son la narración débil (como podría ser la sexta secuencia de Close-Up) y la antinarración (en alguna medida, la primera secuencia). Estos regímenes rompen los equilibrios característicos del relato clásico: el vínculo entre personaje y ambiente es inestable o no existe del todo; el significado de la acción es dudoso; lo concreto es elusivo y el conjunto parece apuntar a lo confuso (en la débil) o al estancamiento (en la antinarración) (ver Casetti y Di Chio, 1991, pp. 210-217). Si llevamos al audiovisual la escasa estimación que Ricœur muestra hacia la novela moderna, este tipo de textos audiovisuales no son un relato, por lo menos no uno en regla. Y si no hay narración, podría afirmarse entonces que no hay tiempo. Sin embargo, es necesario distinguir entre la posición del filósofo francés respecto a la modernidad narrativa y las posibilidades que abre su propuesta, como será expuesto en la siguiente sección. Como adelanto se puede ofrecer, con Agustín, una respuesta ricœuriana a la narración débil y la antinarración: estos relato y tiempo existen porque hay un espectador que sintetiza lo heterogéneo y experimenta un tiempo frente a estas imágenes y sonidos que apenas se mueven. Brindamos entonces una nueva dimensión a la relación circular que Ricœur propone entre la narración y el tiempo pues, incluso a pesar de las preferencias literarias del hermeneuta francés, esto sería también narración.

La tercera mímesis: la refiguración del tiempo

El arca rusa postula una aproximación al pasado que es también una experiencia del tiempo. Lo hace mediante la guía de un hombre que susurra, más que habla, y se encuentra con personajes de distintos períodos cuyo común denominador es haber pasado por las salas del Hermitage. Trescientos años ocurren entonces en una sola noche, en noventa minutos de ensueño. Como fue explicado, los saltos en el tiempo, que evocan la heterogeneidad temporal, contrastan con la continuidad del espacio y de la cámara, que nunca interrumpe el registro. Las variaciones imaginativas que convoca en el espectador constituyen, como las de Close-Up y JFK, una oportunidad para reconocer cómo se completa la configuración del tiempo en la narración.

La tercera mímesis corresponde a la refiguración que acontece en la recepción, cuando el lector aprehende el relato y es mediante esta operación que se constituye de lo temporal. La actividad tiene por destino un todo unitario y conclusivo: la configuración del tiempo es correlativa a la clausura de la obra. En el acto de lectura entran en juego estructuras como el esquematismo, como es postulado por Kant en la Crítica de la razón pura (1781/1787), y la tradición, como es concebida por Gadamer, en Verdad y método (1960). La tradición participa de una dialéctica de sedimentación e innovación, de manera que seguir una historia es actualizarla. En “Qu’est-ce qu’un texte?”, el filósofo francés plantea que, por medio de la operación de interpretación-apropiación, “[e]l decir del hermeneuta es un re-decir que reactiva el decir del texto” (TA, p. 178). Es así como los textos presentan mundos posibles, así como maneras de orientarse dentro de estos.

También en la tercera mímesis, el texto audiovisual exige la transformación de la teoría de Ricœur, principalmente en lo que concierte a su protagonista, que no es ya un lector, quien se encuentra con un tejido de signos convencionales, sino un espectador, enfrentado a un conjunto articulado de imágenes y sonidos. Esta diferencia conduce a la problematización de la teoría de la imaginación que soporta una parte importante de la propuesta ricœuriana: en esta, la imagen y la imaginación se vinculan estrechamente, e incluso parecen identificarse en numerosas oportunidades; la imagen es aquello que, por obra de la imaginación, es evocada por el oyente o, principalmente, el lector. Por el contrario, en este artículo planteamos que, frente al texto audiovisual, imagen e imaginación se diferencian3: mientras que podemos llamar imagen a la objetividad visual o sonora que se materializa en el texto (la mímesis II), la imaginación es en cambio la actividad del espectador, que se basa en este objeto, pero que también lo rebasa, pues genera, por su cuenta y en su conciencia, imágenes, para configurar la narración y, con esta, el tiempo (la mímesis III). Esta distinción resulta fundamental para reconocer el rol del espectador frente a relatos de distintos regímenes narrativos y pone en cuestión no solamente la imagen ricœuriana, sino su comprensión del relato como un todo pleno y cerrado.

Volvamos a filmes como JFK y Close-Up. En el largometraje de Stone, los espectadores tenemos la oportunidad de ver y oír, repetidas veces, la muerte de Kennedy, que es mostrada (el trayecto de la caravana por Dallas), escuchada (los disparos) o dicha (las explicaciones de los investigadores), generalmente con nuevos elementos que robustecen la tesis dramática –e histórica– del relato: una conspiración, al más alto nivel, detrás del magnicidio. Estas imágenes de naturaleza heterogénea son recogidas y organizadas, primero en el texto audiovisual y después por la imaginación, que es la que hace posible la comprensión, por ejemplo, cuando reconoce la relación entre puesta en intriga e imputación causal singular. Al igual que en la ficción literaria, en el relato audiovisual hay vacíos (o lugares de indeterminación), como son las elipsis en el guion o el fuera de campo en la puesta en cuadro, que exigen la participación imaginaria del espectador. Este carácter inacabado o incompleto interviene de múltiples maneras en la configuración del tiempo, pues determina tanto el paso con que aparecen los acontecimientos en la segunda mímesis (el texto audiovisual), como la experiencia del sujeto (en la tercera mímesis). En el régimen del clasicismo, caracterizado por la configuración de sistemas narrativos completos y cerrados, estos vacíos son calculados con precisión, de manera que la actividad de la imaginación está prevista e incluso prefijada: entra en juego, pero su actividad es reducida.

En filmes correspondientes a otros regímenes narrativos –llamémoslos barrocos, modernos o posclásicos–, como Close-Up, la ausencia de diálogos o de música, el empleo del fuera de campo o las actuaciones poco expresivas, obligan al espectador a construir la trama, incluso más allá de lo dispuesto en la segunda mímesis, de manera que es solo mediante la actividad exhaustiva de la imaginación que el relato consigue ser completado. Volvamos a la primera secuencia, dedicada al arresto de Sabzian: el periodista y los policías salen del vehículo hacia la casa de los Ahankhah, mientras que el conductor permanece en este, y los espectadores con él. Ese que parece el asunto central de la secuencia –el arresto de un estafador– ocurre fuera de campo. El público comienza la película con un inmenso vacío, pues apenas cuenta con la escueta información ofrecida por el periodista –que nada detalla respecto a la apariencia del impostor y sus motivaciones–, situación que condiciona el seguimiento de la intriga y por tanto la experiencia del tiempo.

Ricœur no diferencia explícitamente entre la imaginación y la imagen, pero retoma una distinción que se le parece: la que hace Kant entre la imaginación reproductiva, que es empírica y pasiva y dependiente de lo sensible, y la productiva, responsable de la síntesis transcendental de las sensaciones y los conceptos. La primera sería lo que hemos identificado como la imagen, dispuesta en la objetividad textual, y la segunda la imaginación, capaz de efectuar procesos de síntesis en la lectura de una novela o el visionado de un filme. Para el filósofo francés, discernir entre estos dos tipos de imaginación permite destacar la dimensión autónoma y generadora de la actividad imaginaria y realizar una crítica a la idea de la imagen como huella. En este sentido, en “L’imagination dans le discours et dans l’action”, reconoce que los estudios filosóficos sobre el tema padecen la mala reputación del término, en particular por su empleo en la teoría empirista del conocimiento (TA, p. 238). Esto conduce al hermeneuta francés a desligar la imagen y la percepción: la primera no se identifica con la apariencia sensible –como en Husserl, para quien es cuasi-visual o cuasi-óptica–, sino con la imaginación trascendental kantiana, productiva y esquematizante, que surge durante la lectura. Como apunta Gabriel, Ricœur propone así un “desvío” por el lenguaje poético: tras la ruptura con lo perceptual, la imaginación se encuentra en “la dimensión verbal de las significaciones “creadas” por el discurso poético” (2017, p. 50). Se trata entonces de un juego libre de posibilidades, en un estado de no compromiso con el mundo de la percepción o la acción (TA, p. 243). Cuando trasladamos la propuesta ricœuriana al relato audiovisual, esto resulta en una suerte de paradoja: por un lado, el filósofo francés hace una defensa de la actividad de la imaginación productiva, pero por otra parte privilegia los relatos que, desde la objetividad textual, proponen una trama caracterizada por su totalidad y clausura, y por tanto restrictiva para el lector.

Para Lelièvre (2014), las posibilidades del pensamiento de Ricœur en los estudios audiovisuales dependen de superar la oposición entre imaginación reproductiva y productiva, y prestar atención a otros conceptos, como el de “imagen-ficción”, introducido en Lectures on Ideology and Utopía. Esta noción, también denominada mimesis ficcional, sostiene la dimensión práctica ligada a la representación de la acción (mimèsis praxeôs), y posibilita la convergencia entre mythos y mímesis, esto es mantener la relación entre el relato y el mundo de la acción, con sus componentes culturales, políticos y sociales (p. 85). Lelièvre considera el relato audiovisual como una práctica inseparable de un imaginario social, en el seno de la cual se desarrollan o pueden desarrollarse las utopías políticas, como serían la justicia en JFK, o la superación de las asimetrías sociales y económicas mediante la mutua comprensión en Close-Up.

En cuanto a otra dimensión de la tercera mímesis, la honda reflexión que Ricœur consagró al sujeto y la identidad, que en su dilatada trayectoria produjo estimulantes nociones como el cogito quebrado y la identidad narrativa, puede nutrir al espectador ricœuriano. Concebida en el marco del examen de las hermenéuticas de la sospecha, esta noción se opone a la cartesiana, a la que le objeta su pretensión de autoposición, autofundación y evidencia intuitiva. Explican Abel y Porée (2007) que no se trata de un “anti-cogito”, sino del reconocimiento de un sujeto que, al mismo tiempo que acepta la imposibilidad de acceder directamente al ser, descubre que es posible el camino mediado de una “hermenéutica del yo”, que interpreta las expresiones culturales en las que se objetiva (pp. 17-18). El cogito quebrado aparece por primera vez en Philosophie de la volonté (1949; 1960) y resurge robusto cuatro décadas después como identidad narrativa en Soi-même comme un autre (1990). El recorrido por el Hermitage en El arca rusa ejemplifica esta hermenéutica, pues tanto el viajero ruso como el francés reconocen su condición humana e histórica en las obras escultóricas, pictóricas y musicales con las que se topan en las salas del museo.

La fenomenología y la hermenéutica, dos de las corrientes que Ricœur señala como las fuentes de su pensamiento –la otra es la filosofía reflexiva–, pretenden un retorno a las cosas mismas. En el caso hermenéutico, este trayecto es soportado por la conciencia del relativismo de la condición humana y sus fundamentos históricos, culturales y lingüísticos. En el audiovisual, explica Baracco (2017), la hermenéutica fenomenológica plantea que el significado solo puede emerger de la relación entre el filme y el espectador, y ambos vienen cargados de presupuestos (p. 90). La interpretación no es la actividad de un espectador ideal, sino el acto de uno concreto, dotado de un cuerpo, inscrito en un contexto específico.

También expresa esta hermenéutica de sí la facultad de un texto de volver sobre sí mismo, una operación que deriva en un desdoblamiento del sujeto-lector. Evidentemente, el filósofo francés se interesa por esta doble reflexividad en el texto literario y su recepción, pero la situación es homologable en el relato audiovisual: de la misma manera que hay escritos que teorizan su propia lectura, que examinan la libertad y los límites del texto, hay obras audiovisuales que piensan la actividad de la visión, la audición o la narración, como es el caso de Close-Up, cuyo desenlace es presentado mediante una suerte de cámara escondida y un sistema de registro sonoro averiado, que tienen como consecuencia que el espectador no distinga claramente los gestos y palabras de Sabzian y Makhmalbaf, pero también que cobre conciencia de los elementos constitutivos del texto audiovisual.

La tercera mímesis permite recuperar, nuevamente, la reflexión de Ricœur respecto al vínculo entre el mundo de la acción y el relato. Según explica, el ingreso del texto en el campo de la comunicación, mediante la lectura, supone un retorno a la referencia, es decir una vuelta de la tercera mimesis a la primera. Esto es válido para la narración audiovisual. La obra de ficción, compuesta por palabras o por imágenes y sonidos, es una invitación a redescubrir este mundo, ver la praxis “como si”, como es evidente en la transparente metáfora respecto al pasado que es El arca rusa. La ficción introduce un distanciamiento en la aprehensión de la realidad: un cuento o poema –menciona el filósofo francés–, una película –planteamos acá–, no carecen de referencia, pero rompen con el lenguaje cotidiano y abren nuevas posibilidades de ser-en-el-mundo; gracias a las variaciones imaginativas que el relato opera sobre la realidad se apunta al ser, pero no en su modalidad del ser-dado, sino del poder-ser (TA, p. 59). En el texto audiovisual, esto ocurre en un “mundo fílmico” (film world), una categoría central en Baracco (2017), que corresponde al ricœuriano mundo del texto. Como el de la acción, el mundo fílmico es un espacio en que el problema fenomenológico de la percepción está correlacionado con el desafío hermenéutico del significar e interpretar: el “mundo fílmico es el lugar donde las percepciones del espectador se convierten en significados” (p. 58). El texto audiovisual no es simplemente la representación de un mundo (registrado, editado y expuesto en una pantalla), sino que implica la construcción de uno nuevo en cuya creación el espectador está directamente involucrado y que se rehace con cada experiencia cinematográfica.

La distinción propuesta por Ricœur entre las tres mímesis permite reconocer, al mismo tiempo, la singularidad de la segunda, consistente en la objetividad textual –solo hay un JFK, por decirlo de alguna manera–, y la multiplicidad de la tercera, es decir de experiencias de este objeto. El mismo material deriva en diferentes configuraciones de la narración y del tiempo, de acuerdo con la historicidad de cada espectador: su familiaridad con el régimen narrativo o con el contenido, sus hábitos y circunstancias de recepción, entre muchos factores. Puede incluso ocurrir que, en el seno de un mismo sujeto, se den diferentes configuraciones del tiempo; por ejemplo, el visionado de una ficción audiovisual por segunda o tercera vez conlleva un suspenso menos efectivo, pues la trama no guarda sorpresas; cuando nos encontramos con una película en diferentes etapas de la vida, e incluso momentos históricos, la experiencia es siempre diferente, como ocurriría con el contraste entre los visionados de El arca rusa antes y después de visitar San Petersburgo.

Mientras que Ricœur relaciona y distingue en Tiempo y narración los relatos históricos y de ficción, en el presente estudio, antes que una comparación entre el filme documental y el de ficción –que es posible–, nos abocamos a un examen de la construcción de lo histórico en obras de ficción que, como JFK y El arca rusa, recrean el pasado, tanto el real –el asesinato de Kennedy– como el posible –la cotidianeidad en la residencia de los zares–. Esta recreación es una actualización, un traer al presente y, con esto, una conquista del tiempo: JFK propone un relato situado en los años ‘60, dirigido a un público de 1991, cuando fue estrenada la película, que ya ha tenido oportunidad de conocer las teorías respecto a la muerte del presidente Kennedy; la actividad interpretativa es todavía otra en el 2024, cuando la volvemos a ver para este artículo, pues nos encontramos en un momento histórico en el que las redes sociales han aumentado el número y el impacto de las teorías conspirativas. JFK es un relato siempre vivo, que se reefectúa con cada visionado.

El relato audiovisual crea y recrea el tiempo, mediante el registro o imitación del mundo de la acción, que se articula a través del guion y de la edición, y se expresa en un objeto textual que posee duración. El pasado es reescrito, y es en esta reescritura que surgen las imprecisiones e infidelidades históricas o las tomas de posición arriesgadas, como en JFK, o los anacronismos, como en El arca rusa. Sin embargo, el objeto textual no completa la configuración del tiempo, pues resta la participación del espectador, quien habita un mundo de la acción en el que los minutos también transcurren. La refiguración “abre” lo que la objetividad textual estableció y cerró: Ricœur distingue entre la clausura manifiesta en la segunda mimesis y el acontecimiento que tiene lugar en la tercera: “una obra puede estar cerrada en cuanto a su configuración y abierta en cuanto a la influencia que puede ejercer en el mundo del lector” (TR II, p. 41). Llevada esta afirmación al relato audiovisual, puede afirmarse que éste configura el tiempo incluso cuando se trata de un relato moderno, el cual puede contener un mythos mínimo. El sujeto imagina y construye la trama, con el insumo de las imágenes y los sonidos que encuentra en el texto, pero no exclusivamente a partir de estas. El asombro o el aburrimiento son también respuestas que dan cuenta de una configuración del tiempo: uno arduo y moroso, pero tiempo al fin. Este tiempo penoso, característico de cierto cine contemporáneo –por ejemplo, el de Kiarostami–, suele tener por objetivo algo que, según Grondin (2008), es la misión de la hermenéutica: “zarandear la existencia”, remover, incluso “destruir”, “las interpretaciones que la mantienen en un estado de adormecimiento” (p. 49). En este sentido, una propuesta ricœuriana no riñe con los relatos audiovisuales modernos, que suponen una invitación a la participación, por completo activa, del espectador mediante la imaginación.

Una imagen que es tiempo

Podemos decir, jugando con la frase que nombra el último pasaje de Finitude et Culpabilité (1960), que “el cine da qué pensar”: la imagen da qué pensar, el sonido da qué pensar. Este pensar, suscitado por fábulas sobre el tiempo como Close-Up, JFK o El arca rusa, es parte de una configuración que se nutre de una temporalidad preliminar (la del mundo de la acción), contiene una duración (la del objeto textual, visual y sonoro) y genera una experiencia (en el espectador). Estas obras muestran diversas maneras de pensar sobre el tiempo: se puede reconstruir o inventar el pasado a partir de materiales heterogéneos (unos reales, otros ficticios) para entenderlo o cuestionarlo, como en JFK; buscar su captura y suspensión en un momento feliz, como en El arca rusa; o reconocer la dimensión poética de los personajes anónimos que lo habitan y su insignificante cotidianidad, como en Close-Up. En los tres casos examinados en este artículo, se trataba de oportunidades para interpretar lo humano y su condición histórica.

Con la misma apertura interdisciplinaria que fue un rasgo de Ricœur, este artículo lleva algunas propuestas del hermeneuta respecto al tiempo y la narración hacia un espacio que le es extraño: el relato audiovisual. Esto supuso una adaptación que consideraba la forma cómo se inscribe el tiempo (imágenes y sonidos que se convierten y se fijan como signos), y recuperaba la reflexión emprendida respecto a diversas especies narrativas, como la historia y la literatura. El ajuste sometió a prueba los alcances de su pensamiento e identificó las posibilidades que éste ofrece a los estudios del fílmicos. Según se propone, en el caso del relato audiovisual, la primera mímesis, o de precomprensión narrativa, no se limita al mundo de la acción, sino que ha de incluir la competencia previa o inteligencia narrativa para dar seguimiento a una narración audiovisual, y la familiaridad con regímenes narrativos y tradiciones de representación, como son los denominados relatos clásico, barroco y moderno. Por ello, se introdujo la noción de precomprensión narrativa audiovisual.

Fueron señaladas diferencias entre los sistemas sígnicos que operan en el texto escrito, que se basa en la convención, y el audiovisual, que se sirve además de la semejanza, y cómo estos contrastes suponen otra relación entre el signo y el referente. Pese a esta distinción, se encontró que las figuras del lector y el espectador son homologables, y que por ello es posible el traslado de la hermenéutica de sí, que Ricœur postula como respuesta al cogito quebrado, a la experiencia del audiovisual. Una obra como El arca rusa permitió confirmar una de las propuestas centrales de la hermenéutica: la autocomprensión a través de las objetivaciones que conforman el legado cultural.

Se consideró pertinente realizar una discriminación que el filósofo francés no ofrece explícitamente entre la imagen, en tanto componente del objeto audiovisual, y la imaginación, como actividad del sujeto, si bien se reconoce que esta puede vincularse a la que sí hace, desde Kant, entre las imaginaciones reproductiva y productiva. En este sentido, la tibia posición de Ricœur respecto a los relatos con una trama mínima, como los de la novela moderna, llevó a descubrir una suerte de contradicción en Tiempo y narración: por una parte, afirma una configuración del tiempo sostenida en una segunda mímesis robusta, con un mythos concordante, coherente y completo; pero también, y en oposición al estructuralismo, destaca la relevancia de la tercera mímesis, en la que el lector (o espectador) completa la configuración narrativa del tiempo. La tesis fundamental en Tiempo y narración es que hay una relación circular entre la narración y la temporalidad; si los textos audiovisuales son una forma de relato, esta afirmación debería incluirlos. Sin embargo, Ricœur también asevera que un texto es más narrativo mientras más explique o esté completo, una afirmación problemática frente a un filme moderno. Este tipo de relato audiovisual –que Deleuze denomina justamente de “imagen-tiempo”–, puede incluir pasajes narrativamente débiles, o incluso antinarrativos (esto es que prescinden de mythos). Las narraciones modernas son, también, variaciones imaginativas que intervienen en la configuración del tiempo y la narración. De manera paradójica –en cualquier caso, una forma de razonamiento muy apreciada por el hermeneuta francés–, se puede responder a Ricœur a partir de Ricœur, y afirmar que toda articulación de imágenes y sonidos es narrativa, en tanto es figurativa (es decir que posee un vínculo con el referente), involucra un objeto textual con duración (que se manifiesta explícitamente a través de la pista sonora) y demanda tiempo de quien la ve o escucha. Sea un texto clásico o uno moderno, es el espectador, con su actividad –sea esta reducida o mayúscula–, quien lo completa como narración, y por tanto como tiempo.

Un problema por trabajar en futuras investigaciones es la condición narrativo-temporal de un filme sin imágenes o sonidos referenciales; es decir, sin una aparente correspondencia con el mundo de la acción. También, revisar la distinción acá expuesta entre imagen e imaginación a la luz de los textos de Ricœur recientemente publicados. Un tercer problema, todavía más desafiante, es revisar la tesis centralísima de Tiempo y narración en el relato audiovisual: esa que resuelve la aporía del tiempo y afirma que el tiempo, para ser humano, debe ser narración.

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Stone, O. (1991). JFK. Estados Unidos, Regency Enterprises.


  1. La obra de Ricœur apenas hace mención del relato audiovisual. En Tiempo y narración aparece en una nota al pie en la que atribuye la noción de diégesis al teórico del cine Étienne Souriau (TR II, p. 152). Sin embargo, en un período cercano a esta obra escribe el “Preface” de Du littéraire au filmique: système du récit, un sofisticado estudio de narratología fílmica de André Gaudreault. En este, es validada la aplicación de su teoría narrativa en el audiovisual, y celebra el esfuerzo del autor por reconocer las semejanzas y diferencias de distintas especies narrativas (la literaria, la escénica y la fílmica) al interior del género narrativo (Ricœur, 1999, p. 13).↩︎

  2. Es notorio cómo Ricœur caracteriza la textualidad del mundo de la acción de una forma que recuerda los componentes de un guion del MRI. En “Le modèle du texte : l’action sensée considérée comme un texte”, se refiere a elementos como las acciones, los gestos y las palabras de los individuos, los cuales encierran una lógica y motivaciones (TA, pp. 205-236). En la conferencia “Sémantique de l’action et de l’agent”, el esquema conceptual de la acción contiene nociones como circunstancias, intenciones, motivos, deliberación, pasividad, restricciones, resultados esperados o no esperados, todos estos organizados en red (réseau) (Écrits et conférences 2. Hermenéutique, 2010, pp. 47-64).↩︎

  3. La siguiente reflexión no considera los descubrimientos que pueden derivarse de Lectures on Imagination, la obra editada por G. Taylor, R. Sweeney, J.-L. Amalric y P. Crosby, y aparecida muy recientemente. Esperamos incluirlos en futuros abordajes del problema.↩︎