DOI https://doi.org/10.30972/nvt.2017579
Artículo
Silvia Gabriel1
1Universidad de Buenos Aires. Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Argentina. Gabriel.Silvia@gmail.com
La poesía es uno de los destinos de la palabra. Al tratar de afinar la toma de conciencia del lenguaje en el plano de los poemas, tenemos la impresión de tocar al hombre
de la palabra nueva, de una palabra que no se limita a expresar
ideas o sensaciones sino que intenta tener un futuro.
Se diría que la imagen poética, en su novedad, abre un futuro del lenguaje.
Gastón Bachelard, La poética de la ensoñación, pp. 12-13.
Poetry is one of the destinies of speech. In trying to sharpen the awareness
of language at the level of poems, we get the impression that we are touching the man whose speech is new in that it is not limited to expressing
ideas or sensations, but tries to have a future.
One would say that poetic image, in its newness, opens a future to language.
Gastón Bachelard, The Poetics of Reverie. Childhood, Language, and the Cosmos, p. 3.
En La métaphore vive, Paul Ricoeur aborda la iconicidad del tropo metafórico trabajando, por un lado, el aspecto verbal o semántico de la “imagen” surgida del enunciado metafórico y, por otro lado, su aspecto no-verbal, su costado sensible. Nuestra intención, por una parte, es inscribir la teoría de la metáfora de Ricoeur en el “giro pictórico” que tuvo lugar a mediados de los años ‘90. La primera hipótesis es que la iconicidad del tropo metafórico, tal como lo trabaja Ricoeur, franquea el escenario tripartito conformado por las corrientes semiótica, fenomenológico-hermenéutica y antropológica en las que se trifurca el “giro icónico”. Asimismo, pensamos que esta triple inscripción de la iconicidad ligada a la teoría metafórica traspasa el nivel del enunciado hacia el orden transfrástico que abre la obra discursiva abordada por nuestro autor en Temps et récit. Nuevamente bajo el gesto aristotélico, la segunda hipótesis es que la catarsis, junto a la instrucción moral que produce, se traduce en un incremento de nuestra legibilidad del mundo que produce una transposición tanto cognitiva como afectiva. Antes de cerrar este trabajo, y dejar abiertos un par de interrogantes como una suerte de apertura para seguir investigando, trataremos de situar las conclusiones en el marco de los dualismos revisitados, esta vez, por el “giro afectivo”, también nacido a mediados de los años ‘90.
Palabras clave: iconicidad metafórica; iconicidad narrativa; iconicidad pictórica; catarsis; afectividad.
In La métaphore vive, Paul Ricoeur addresses the iconicity of the metaphorical trope by working, on the one hand, on the verbal or semantic aspect of the “image” arising from the metaphorical statement and, on the other hand, on its non-verbal aspect, its sensitive side. Our intention, on the one hand, is to inscribe Ricoeur's theory of metaphor in the “pictorial turn” that took place in the mid-1990s. The first hypothesis is that the iconicity of the metaphorical trope, as Ricoeur works it, crosses the tripartite stage formed by the semiotic, phenomenological-hermeneutic and anthropological currents in which the “pictorial turn” trifurcates. We also think that this triple inscription of iconicity linked to metaphorical theory goes beyond the level of the utterance towards the transphrastic order that opens up the discursive work tackled by our author in Temps et récit. Again under the Aristotelian gesture, the second hypothesis is that catharsis, together with the moral instruction it produces, translates into an increase in our legibility of the world that produces a cognitive as well as an affective transposition. Before closing this paper, and leaving open a couple of questions as a kind of opening for further research, we will try to situate the conclusions in the framework of the dualisms revisited, this time, by the ‘affective turn’, also born in the mid-1990s.
Keywords: metaphorical iconicity; narrative iconicity; pictorial iconicity; catharsis; affectivity.
En La métaphore vive Ricoeur (1975) trabaja el costado verbal de la imagen nacida del enunciado metafórico sobre las huellas de Kant, apoyándose en lo que da en llamar la “esquematización metafórica” (p. 263). Por otro lado, esta vez bajo el gesto de Aristóteles (1947), traspasa los límites de ese aspecto verbal hacia su costado no-verbal o propiamente sensible, porque para el Estagirita “la metáfora pone […] una cosa ante los ojos” (1411b 5-6). De acuerdo con nuestro autor, este doble enfoque de la teoría metafórica implica reconocerle al mentado tropo “un momento lógico y otro sensible o, si se prefiere, un momento verbal y otro no verbal” (1975, p. 264). A partir de lo dicho por Ricoeur, y tomando como referencia la tripartición del “giro icónico”, a la que hemos hecho largamente referencia en otros escritos (Gabriel, 2020; 2021; 2022; 2023), pensamos que la iconicidad de la metáfora al tiempo que contempla el sentido estrictamente verbal, invitándonos a enclavarla en la corriente semiótica, la desborda para inscribirse, en segundo lugar, en la corriente fenomenológico-hermenéutica. Ello porque, según Ricoeur, el aspecto no verbal de la imagen poética se sitúa en la profundidad de la existencia produciendo, en el orden ontológico, un aumento icónico (augmentation iconique) de la realidad – término que Ricoeur retoma explícitamente del “incremento de ser” que Gadamer (2003) atribuye a la imagen (Bild) en Verdad y método (p. 189) –, cuyo correlato gnoseológico es un incremento de nuestra legibilidad del mundo empobrecido por nuestra visibilidad cotidiana. Y en tercer lugar, la teoría de la metáfora de Ricoeur no renuncia a la corriente antropológica desde que vincula la función icónica del tropo metafórico al “crecimiento de conciencia” (accroissement de conscience) (1975, p. 272) tras asociarlo a la “imaginación productiva” postulada por Kant (1975, p. 254). (Ver Apartado II).
Ahora bien, por emplazarse en el universo poético, por una parte, la finalidad de la metáfora es fundamentalmente mimética para Ricoeur por lo que se inscribe en la tríada nuevamente aristotélica “poiesis-mímesis-catharsis” (1975, p. 18). Por otra parte, su objetivo consiste en “decir la verdad por medio de la ficción, de la fábula, del mythos trágico” (1975, p. 23). Finalidad y objetivo que nos autorizan a pasar del nivel de la frástico propio del enunciado metafórico al orden transfrástico de la obra discursiva signada por el correlato mythos-mímesis, tal como es largamente trabajado por nuestro autor a lo largo de los tres tomos que componen Temps et récit (1983; 1984; 1985). Ya en este nuevo orden nuestro propósito es detenernos principalmente en la catarsis como parte integrante de las artes miméticas. De aquí nace nuestra segunda hipótesis: la catarsis, valiéndose del distanciamiento de nuestros afectos por mediación del universo poético, se termina ligando, como correlato de los ya mentados aumento icónico de la realidad e incremento de su legibilidad (lisibilité), a algunos postulados del “giro afectivo” (Apartados III y IV). A modo de cierre, haremos un recorrido por los hitos más relevantes de este trabajo, sin dejar de dar cuenta de las cuestiones que quedan por explorar (Apartado V).
En La métaphore vive Ricoeur sostiene que la “imagen” nacida del tropo metafórico está asociada al “sentido” verbal de la metáfora por vincularse con la imaginación “productora” o “productiva” que Kant (1989) tiende a identificar con el esquema en tanto método para construir imágenes (Ricoeur, 1975, pp. 240 y ss.). Recordemos que, como explica Stephan Körner (1977), para Kant, los esquemas “considerados como normas para la producción de imágenes de ‘perro’ y ‘círculo geométrico’ están vinculados al entendimiento; considerados como normas para la producción de imágenes, están vinculados a la percepción” (p. 65). En la lectura que hace Ricoeur (2024) de Kant, “el esquematismo se describe como un procedimiento, una regla de síntesis, e incluso como un método para construir imágenes” (p. 75). De este modo, Kant inscribiría el esquema en dos frentes, por un lado, en el entendimiento y, por otro lado, en la percepción. Pensamos que el “sentido” verbal de la imagen apuntaría al esquema como regla que, si bien Kant lo vincula a la formación de imágenes, se dan implícitamente dentro del lenguaje articulado y sólo mediante este, como postula a nuestro juicio con acierto Fernando Zamora Águila (2015, pp. 39-44). Pero Ricoeur advierte que ese sentido verbal deja un residuo, el aspecto no verbal de la imagen, que en términos de Kant, sería el esquema como productor de imágenes, que coloca a la “imagen” en el horizonte de la trascendencia. A esta función del esquema kantiano refiere Ricoeur cuando en Cinque lezioni. Dal linguaggio all’immagine (2002), en especial en Lección II, titulada “Immaginazione produttiva e immaginazione riproduttiva secondo Kant”, remite a la “Doctrina Trascendental del Juicio (o Analítica de los Principios)” de la Crítica de la razón pura sosteniendo que es allí “donde la imaginación, más que la representación de algo, es un método, un procedimiento para producir imágenes” (p. 48). Residuo no-verbal que, para Ricoeur, opera como la faz propiamente sensible de la imagen que excede el plano del sentido hacia el nivel extralingüístico de la referencia o de la refiguración metafóricas.
Si bien en La métaphore vive (1975) este pasaje de la inmanencia del sentido metafórico a la trascendencia de la referencia recae en el poder mismo del poema de transformar la vida gracias a una suerte de “cortocircuito” (pp. 230-238), ese “cortocircuito” pasa a ser una instancia “mediada” a partir de Temps et récit 3 (1985). Por lo que en su último programa hermenéutico reformula el mentado “cortocircuito” haciendo recaer el poder ontológico de lo poético en la labor de ejecución por parte del receptor. Dice Ricoeur en torno a esta reformulación en Temps et récit 3:
Este recurso a la mediación de la lectura marca la diferencia más sensible entre el presente trabajo y La métaphore vive… […] [E]n esa obra precedente […] había atribuido al poema mismo el poder de transformar la vida, gracias a una especie de cortocircuito operado entre el ver-como..., característico del enunciado metafórico, y el ser-como ..., correlato ontológico de este último […] Una reflexión más precisa sobre la noción de mundo del texto y una caracterización más exacta de su estatuto de trascendencia en la inmanencia, me han convencido de que el paso de la configuración a la refiguración exigía la confrontación entre dos mundos, el mundo ficticio del texto y el mundo real del lector. El fenómeno de la lectura devenía así en el mediador necesario de la refiguración. (Ricoeur, 1985, pp. 230-231)
De aquí que releyendo La métaphore vive en función de Temps et récit 3, sería gracias a la tarea del receptor que lo propiamente verbal, la inmanencia del sentido, y lo no verbal, la trascendencia de la referencia, se unirían estrechamente en el seno de la función creadora de imágenes propias del enunciado metafórico. A lo que añade –apropiándose de una cita del poeta francés Pierre Reverdy, citado a su vez por Albert Henry en Métonymie et Métaphore (1975, p. 246n) – que cuanto más fuerte sea el aspecto sensible de la imagen, esto es, su dimensión no-verbal, mayor poder emotivo revestirá a la vez que mayor realidad poética. Dicha “realidad poética” consiste, desde el punto de vista ontológico, en producir ese “incremento icónico” del mundo, al que nos referimos más arriba, mundo empobrecido por nuestra visibilidad cotidiana; acrecentamiento cuyo correlato gnoseológico es un aumento de su legibilidad.
Como anticipamos, nuestra primera hipótesis es que este intento ricoeuriano por des-psicologizar la “imagen” metafórica excede las corrientes en las que se trifurca el “giro icónico” o “pictorial” que nació simultáneamente en los Visual Studies anglosajones y en la Bildwissenschft alemana a mediados de los años ‘90, a saber, las corriente semiótica, antropológica y fenomenológico-hermenéutica. Como este escenario tripartito ya lo hemos expuesto y aclarado en otros escritos, a los que hemos hecho referencia más arriba, nos limitaremos a decir aquí: (1) primero, aproximar la imagen, sobre las huellas de Frege (2019), al “sentido” verbal, hace que la teoría icónica de Ricoeur asocie el tropo metafórico a la corriente semiótica que liga la imagen al signo lingüístico, sea por semejanza o no. En segundo lugar (2), el hecho de ligar la “imagen” a la imaginación “productora” que Kant tiende a identificar con el esquema, hace que la iconicidad de la imagen se vincule a la corriente antropológica. Según esta corriente la emergencia de la imagen se da precisamente en la facultad de la imaginación, considerada como condición última de la conciencia, que en este caso recae sobre la imaginación productora o productiva kantiana que Ricoeur da en llamar la “esquematización metafórica”. Ahora bien, esa suerte de carácter demiúrgico del sujeto kantiano llevaría, a su entender, a una completa subjetivización del correlato imaginación-imagen (2002, p. 48) por lo que, capitalizando las ganancias de su reapropiación de Kant, renuncia a esta orientación centrípeta o “interna” (inward), por decirlo así, por una de índole centrífuga o “externa” (outward), que nos lleva fuera de la imaginación, hacia las cosas. De aquí que, por último (3), nuevamente sobre las huellas de Frege, termina por asignar a la imagen, junto al aspecto propiamente verbal, un aspecto no verbal, esto es, extralingüístico, lo que liga la iconicidad del tropo metafórico a la corriente fenomenológico-hermenéutica vinculada a la percepción. En efecto, el poder emotivo de la metáfora, de acuerdo con el último programa hermenéutico de nuestro autor, no puede recaer sino en el receptor de “carne y hueso” (Ricoeur, 1985, p. 249) que, por mediación de la referencia metafórica, se metamorfosea, se transforma (Ricoeur, 1984a, pp. 182-193).
Si pasamos de los trabajos de Ricoeur sobre el enunciado metafórico al nivel transfrástico de las obras discursivas es necesario franquear los límites de La métaphore vive en dirección a su obra capital ya citada de manera reiterada en este escrito: Temps et récit. Sabemos que, entre otras muchas otras empresas, es en esta obra donde se propone retomar la Poética de Aristóteles, signada por el correlato mythos-mímesis, a fin de buscar un “tercer tiempo” que oscile entre el tiempo cosmológico trabajado por Aristóteles en la Física (1995) – para quien el tiempo es “número del movimiento según lo anterior y lo posterior” (219b 1-2) – y el tiempo fenomenológico pre-cursado por San Agustín en sus Confesiones (2019) –según el cual los tiempos serían una “distentio animi” entendida como una prolongación, distensión o desbordamiento del alma o del espíritu (Libro XI, 26, 33; Libro XI, 28, 38). Este “tercer tiempo” no es otro que el “tiempo narrado” que, en palabras de Ricoeur, “cosmologiza el tiempo vivido [la distentio animi agustiniana], [y] humaniza el tiempo cósmico [el tiempo que Aristóteles liga al movimiento]” (1985, p. 160).
Dejando de lado la cuestión del “tiempo narrado” por no ser el tema que nos ocupa en este trabajo, y concentrándonos en la “mímesis” o en la actividad mimética trabajada por Aristóteles en su Poética, Ricoeur la entiende, en Temps et récit 1 (1983), como un “proceso activo de imitar o de representar” (p. 58), pero no en términos de copia o réplica de lo idéntico, sino a modo de una “imitación creadora” (p. 55). Y el último criterio de la mímesis es el efecto que produce en el receptor. Esto es, construida en el interior de obra por la actividad mimética, la mímesis es experimentada en el exterior por el receptor en la catarsis.
Dicho lo que antecede y ahora incursionando en nuestra segunda hipótesis de trabajo, en su revisitación de la Poética de Aristóteles, Ricoeur sostiene en Temps et récit 3 (1985) que la catarsis apunta a un proceso de transposición tanto afectiva como cognitiva (p. 259). Proceso de transposición cognitiva porque, tras retomar la tesis de James Redfield (1975), Ricoeur propone que “el arte, al imitar la vida, puede hacer inteligible (al precio de la reducción) situaciones ininteligibles de la vida” (1975, p. 166). Proceso de transposición afectiva porque la catarsis provoca en el receptor un poder emotivo que consiste en una purificación o en una purgación de los afectos a través de la compasión y del temor.
Por “compasión”, Aristóteles entiende en la Retórica (1999) “un cierto pesar por la aparición de un mal destructivo y penoso en quien no lo merece, que también cabría esperar que lo padeciera uno mismo o alguno de nuestros allegados, y ello además cuando se muestra próximo” (1985b 13-16). En cuanto al “temor”, Aristóteles lo aborda nuevamente en la Retórica como un:
[…] pesar o turbación, nacidos de la imagen de que es inminente un mal destructivo o penoso. Porque, no todos los males producen miedo –sea, por ejemplo, el ser injusto o el ser torpe–, sino los que tienen capacidad de acarrear grandes penalidades o desastres, y ello además si no aparecen lejanos, sino próximos, de manera que estén, a punto de ocurrir. Los males demasiado lejanos no dan miedo, ciertamente: todo el mundo sabe que morirá, pero, como no es cosa próxima, nadie se preocupa. (1382a 21-27)
Como advierte Quintín Racionero en su “Introducción” a la Retórica, Aristóteles no establece una comunidad de páthos entre la “compasión” y el “temor”, sino que deriva la compasión del temor en el sentido de que la compasión surge del temor de que podría sucederle a uno mismo los males destructivos o penosos que le suceden a otro (Racionero, 1999, p. 353, 118n).
De acuerdo con la “Nota preliminar” a la Poética de Aristóteles de José María de Estrada (1947), el efecto catártico produciría en el ánimo del receptor de la obra poética la armonización interior de las pasiones, la expurgación de lo que en ellas hay de excesivo. Su resultado sería la paz, una suave alegría, un sentimiento de plenitud y sosiego (p. 14) ya que lo que persigue es ennoblecer el afecto, es decir, que lo bueno nos atraiga y lo malo nos repugne.
Delineada a grandes trazos la reapropiación narrativa por parte de Ricoeur en Temps et récit de la Poética de Aristóteles resulta ineludible hacer una breve alusión a la Física (1995) donde el Estagirita dice que “en algunos casos el arte completa lo que la naturaleza no puede llevar a término, en otros imita a la naturaleza” (199a 15-17). La poética aristotélica se ocupa fundamentalmente del segundo aspecto, es decir, de la imitación o de la mímesis.
Nuevamente en su “Nota preliminar” a la Poética, de Estrada (1947) advierte que la mímesis, o en términos de Ricoeur, el proceso activo de imitar creativamente, constituye la captura y expresión por parte del artista de la concordia de las cosas, entendida esta en un sentido amplio, esto es, aplicable a todas las artes, por tratarse de algo constitutivo de la forma o esencia del arte en cuanto tal (p. 8). En las reflexiones de los pensadores antiguos, tanto para Platón (1988) como para Aristóteles (1995), aunque con diversos matices, “poiesis” no significaba la escritura de poemas, sino el sentido más amplio de trabajo manual, incluido el de todo artista. Por lo que poiesis aludía a la actividad creativa y poiema a la obra producida, fuera de naturaleza literaria, pictórica, etc.
Estas conclusiones son congruentes con la postura de Ricoeur cuando en su obra Interpretation Theory. Discourse and the Surplus of Meaning aborda la escritura, que nuestro pensador vincula muy estrechamente a la obra literaria trabajada largamente en Temps et récit, como un capítulo de una teoría general de la iconicidad (Ricoeur, 1976, p. 49). Tanto como la obra literaria, ya vimos, no es una copia ni es réplica de lo idéntico, el eikon – sobre el que Ricoeur vuelve una y otra vez en su obra La mémoire, l'histoire, l'oubli (2000), principalmente en ocasión de distinguir la memoria de la imaginación (pp. 8-18) – no es la reproducción, sino la producción del universo a la vez que su metamorfosis. En términos de Ricoeur, al igual que la mímesis poética producía, sobre las huellas de Redfield, una transposición cognitiva al precio de la reducción, la obra pictórica produce una “contracción y miniaturización [de la realidad cotidiana que] reditúa más abarcando menos […] [y así] puede exhibir lo esencial” (Ricoeur, 1976, pp. 40-41).
Por lo que llevamos dicho, y en consonancia con la catarsis, pensamos que podría hablarse aquí también, en la obra pictórica, de un proceso de transposición tanto cognitiva como afectiva. Transposición cognitiva porque, contra el Platón de Fedro (1988), el efecto de la obra pictórica, sostiene el francés, “es resistir a la entropía de la visión ordinaria […] y ampliar el significado del universo […] en oposición a la erosión óptica propia de la visión ordinaria” (Ricoeur, 1976, p. 40) gracias a una metamorfosis del universo producida por la magia de la iconicidad. Transposición afectiva porque como sugiere Ricoeur en trabajo titulado “Sur autoportrait de Rembrandt” la condensación icónica en el espacio inmóvil del autorretrato de Rembrandt de 1660, merced al distanciamiento de nuestro propios afectos, tiene un efecto moral sobre el receptor por exhibir el poder de clarificación, de examen, de instrucción. En el caso particular del autorretrato de Rembrandt de 1660, sobre la necesidad del autoexamen, sobre el envejecimiento, sobre el orgullo, sobre el agotamiento, sobre ser noble o ropavejero, etc. (Ricoeur, 1994, pp. 13-15).
Con lo que llevamos dicho hemos intentando mostrar, con distintos argumentos, que tanto a nivel del enunciado metafórico, así como en el transfrástico de la obra discursiva y también en la obra pictórica, Ricoeur defiende una transposición tanto cognitiva como afectiva principalmente al momento de la catarsis. Lo que cabe preguntarnos desde el “giro afectivo”, que sabemos tuvo lugar a mediados de los ’90 y en el que nuestro pensador no incursionó, es si su posición supone, o parte de, el dualismo mente-cuerpo o razón-pasión. A nuestro juicio, ese no parece ser el caso.
En el campo de la acción canónicamente se ha partido de la distinción dicotómica entre, por un lado, del motivo, vinculado a la razón propiamente dicha, y por el otro lado, la causa, ligada al acontecimiento físico. En su libro Du texte à l’action. Essais d’herméneutique II, específicamente en su trabajo titulado “La raison pratique” compilado en dicha obra, Ricoeur sortea este dualismo alegando que los motivos de actuar de un agente pueden ser tanto racionales como irracionales (Ricoeur, 1986, pp. 237-259). Dentro de los motivos irracionales, mayormente excluidos por los defensores canónicos del análisis puramente lingüístico, incluye las emociones y los deseos. Mientras los defensores de la “razón de” actuar propiamente dicha identificarían motivo con sentido, produciendo una racionalización completa de todo el campo de la motivación, Ricoeur cuestionaba ya en los años ’70 la mentada distinción canónica entre motivos y causas al sostener que la razón no agota el campo de la motivación desde que la acción puede surgir de una fuerza, es decir, de la pasividad propia del deseo y de la emoción, que justamente por su “pasividad” algunos llaman “causa”. Dice Ricoeur al respecto:
No discutiré aquí la cuestión de saber si alegar una razón de actuar es excluir toda explicación por las causas, al menos en el sentido restringido –humeano y kantiano– de antecedente consecuente […] [L]a noción de razón de actuar […] se extiende tan lejos como el campo de la motivación. No por eso concede ningún privilegio a la categoría de los motivos racionales por oposición a los emocionales. En tanto la acción es percibida por el agente como no forzada, un motivo es una razón de actuar. Por eso es necesario entender que hasta un deseo irracional figura en el juego de las preguntas y respuestas como portador de lo que Anscombe denomina un carácter de deseabilidad. (Ricoeur, 1986, p. 239)
Si no lo discute en “La raison pratique” es porque ya lo había trabajado en una obra previa titulada El discurso de la acción. En ella dice que la pasividad del deseo y de la emoción arraiga en el cuerpo propio que Ricoeur tematiza como “el campo de motivación por excelencia” (Ricoeur, 1977, p. 150). Mi cuerpo propio no sólo escaparía a la racionalidad de mis intenciones, sino que incluso me precedería en la acción “bajo el signo de lo involuntario absoluto” (p. 151). Esta anterioridad del cuerpo propio se revelaría en ciertas experiencias límite como en la experiencia de tener que ser por ya haber nacido o en la experiencia de ser lanzado por un fondo pulsional inconsciente, que se yergue como la tierra desconocida del psiquismo.
Tan radical es su rechazo del dualismo mente-cuerpo o razón-pasión, en consonancia implícita con algunos de los postulados del “giro afectivo” que, insistimos, recién tendrá lugar a mediados de los años ‘90, que en una obra bastante temprana, Philosophie de la volonté. Le volontaire et l'involontaire (1949), es decir, en su primera etapa más fenomenológica que hermenéutica, llega a sostener que el cuerpo propio es el primer existente involuntario. Y termina por concluir que el “yo soy” o “yo existo” desborda, por su capacidad afectiva de sentir, al “yo pienso”, al “cogito” cartesiano, que debe renunciar al deseo soberano de auto-posición –tema que desarrollará pormenorizadamente en Soi-même comme un autre (1990) – para que irrumpa el yo-cuerpo implicado como el polo-sujeto del afecto. Esta afectividad anclada en el cuerpo propio entendemos que lo aparta, como pretenden alejarse apartarse muchos de los teóricos del “giro afectivo”, de la mirada excesivamente cientificista del cuerpo, así como de la identificación del cuerpo con el individuo.
Pensamos que en su afán de evitar la psicologización de la “imagen”, Ricoeur hace un largo rodeo por el universo poético para hacer emerger la imagen, primero, del enunciado metafórico y, segundo, de la obra discursiva. Si bien dentro del “giro pictorial” o “icónico” eso lo aproxima, como hemos intentado demostrar, a la corriente semiótica – cuyos precedentes filosóficos, como hemos aclarado en otros escritos, son, por un lado, Charles Sanders Peirce (1974) y, por el otro, Nelson Goodman (2010) y Umberto Eco (1995), y cuyos representantes actuales más relevantes son, respectivamente, Robert Hopkins (1998), John Hyman (2003), Klaus Sachs-Hombach (2009 y 2011) y Klaus Rehkämper (2002), sucesores de Peirce, y por el otro, Oliver Scholz (2004) y Domic Lopes (2005), seguidores de Goodman y Eco–, sus postulados no se cierran en ella. Reconocer un costado no-verbal a la imagen necesariamente lo acerca a las corrientes fenomenológica y hermenéutica, tradiciones filosóficas a las que él mismo declara pertenecer –cuyos pioneros fueron, como es sabido, Edmund Husserl (1980) y Martin Heidegger (1997; 2002), respectivamente, y cuyos exponentes más próximos a nosotros son Gottfried Boehm (2011; 2017) y Bernhard Waldenfels (2011; 2020). Todo ello sin renunciar a la corriente antropológica, de la que también se siente heredero por su pertenencia, no sin reservas, a la filosofía reflexiva por la que entiende “el modo de pensamiento procedente del Cogito cartesiano, a través de Kant y de la filosofía postkantiana francesa, poco conocida en el extranjero y cuyo pensador más destacado ha sido para mí Jean Nabert” (Ricoeur, 1997, p. 488) – cuyos precursores, dentro del giro pictórico, fueron Hans Jonas (1966) y Vilèm Flusser (1990; 2011), y sus seguidores más relevantes en nuestro tiempo son Hans Belting (1994; 2007) y Lambert Wiesing (2009).
La reconstrucción de este diálogo históricamente “fallido”, por así decirlo, tanto con los precursores como con los representantes actuales de los giros “icónico” y “emotivo”, de los que fue contemporáneo, nos resulta sumamente interesante, en primer término, para recorrer un terreno muy poco frecuentado como lo es el estatuto de la “imagen” en la vasta obra de Ricoeur. En segundo lugar, tan fiel a su afán de reconciliación, más allá de Ricoeur, su propuesta para encontrar puntos de confluencia entre las corrientes en se trifurca actualmente el “giro icónico”, como asimismo revisitar su rechazo a los dualismos, reactivado en nuestro tiempo por el “giro afectivo” que remontando sus raíces en Baruch Spinoza (2000; 2003), Gilles Deleuze (1984; 1986) y Félix Guattari (2013), detenta como una de sus exponentes más importantes a Sara Ahmed (2015).
Entre los temas que quedan abiertos, decidimos cerrar este trabajo con los dos interrogantes que nos parecen más relevantes. El primero gira en torno a la “diferencia icónica” o “pictórica” con la que, con distintos matices, desde el seno Ciencia de la Imagen (Bildwissenschaft) alemana tanto Gottfried Boehm (2010; 2017) como Bernhard Waldenfels (2010; 2020) pretenden caracterizar la(s) “imagen(es)” para independizarla(s) del logos lingüístico. Mientras para Boehm (2017) la “diferencia icónica” supone una negación o ausencia, es decir, un “no es” en el “es” de la imagen (pp. 78 y ss.), para Waldenfels (2020), sobre las huellas de Husserl, la “diferencia pictórica” implica un desdoblamiento en la imagen entre lo figurante (Bilden) y lo figurado (Gebilde) (p. 132). La cuestión es: ¿hasta qué punto la estructura de negación, conforme a Boehm, y la diferencia figurativa, de acuerdo con Waldenfels, que respectivamente caracterizarían a la imagen, pueden encontrar un fundamento filosófico de envergadura en el análisis pormenorizado que realiza Ricoeur sobre el tropo metafórico? La pregunta obedece, como ya dijimos más arriba al reproducir una larga cita de Temps et récit 3, a que en La métaphore vive advierte que el universo poético pone en juego un “ver-como”, que mantiene juntos el sentido y la imagen en una relación cognitiva-afectiva (Ricoeur, 1975, pp. 286 y ss.), a la vez que su correlato, el “ser-como”, que significa “ser” y “no ser”, con lo que apunta al aspecto no verbal de la imagen poética, a su vehemencia ontológica (Ricoeur, 1975, p. 323). Las disimilitudes entre Boehm y Waldenfels en lo tocante a la “diferencia icónica” como lo propio del logos de la(s) imagen(es) empezamos a abordarla en un trabajo actualmente en prensa. Nuestro segundo y último interrogante, relacionado estrechamente con el anterior en virtud de la mentada reformulación hecha por Ricoeur en Temps et récit 3 que incluye al receptor como parte insoslayable de su programa hermenéutico debido a su carácter de mediador entre el sentido o la configuración y la referencia o la refiguración poéticas, es: ¿puede el anclaje de la imagen en la corriente antropológica de acuerdo con Ricoeur, como hemos tratado de mostrar, enriquecer la definición de la(s) imagen(es) como “signos perceptoides” postulada por Klaus Sachs-Hombach (2011, pp. 209-245), definición situada, como ya lo indica su nombre, en las corrientes semiótica y perceptiva? Es decir, la conocida “reconciliación” ricoeuriana esta vez aplicada a las corrientes en las que se trifurca el “giro icónico”, como vimos repetidamente, reconciliación desde que incluye, junto a las recién señaladas, la corriente antropológica estrechamente vinculada a la filosofía reflexiva en la que, con reticencias, vimos que nuestro pensador se inscribe, ¿podría habilitar a la filosofía a dar un marco teórico normativo de entendimiento inter y transdisciplinar para el fenómeno icónico? Tarea de gran impacto intra- y extra-filosófico toda vez que resulta implausible negar, como advierte Sachs-Hombach, que las imágenes están enraizadas en nuestra evolución al punto que nos han configurado y refigurado, ahora ya en términos de Ricoeur (2004), como agentes y sufrientes expuestos, a la vez, a la motivación y al calor afectivo.
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(*) Este trabajo fue elaborado en el marco de dos proyectos de investigación financiados. Un proyecto acreditado en la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación (AGENCIA I+D+i), titulado “Iconicidad y visualismo. Dimensiones teóricas y prácticas”, subsidiado a través del Fondo para la Investigación Científica y Tecnológica (FONCyT), Buenos Aires, Argentina. El otro proyecto acreditado en el marco del Programa de la Universidad de Buenos Aires, Secretaría de Ciencia y técnica (UBACyT), titulado “Iconicidad y regímenes escópicos. De la teoría a la praxis”, subsidiado por la Buenos Aires, Argentina. Ambos proyectos radicados en el Instituto de Filosofía, “Dr. Alejandro Korn”, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Argentina.↩︎